Las músicas de las identidades post-puertorriqueñas
Este escrito es un ensayo interpretativo sobre la puertorriqueñidad discutida desde la perspectiva de la música y de cómo esta se utiliza como marca de identidad. La reflexión y discusión la hago a partir de la premisa de que vivimos en una condición post-puertorriqueña. ¿Por qué post puertorriqueña? Primero, quiero llamar la atención al uso del prefijo post que precede al sustantivo puertorriqueño. Empiezo por explicar que la particular función de los afijos (prefijos, infijos y sufijos) es la de retar o radicalizar la significación de la palabra a la cual se adhiere. En el caso que nos compete, el prefijo (post) se adhiere a un sustantivo (puertorriqueño). Segundo, la palabra puertorriqueña sola es un sustantivo, que indica una identidad, una particular forma de ser en el mundo. Esta radical propiedad lingüística que le hemos otorgado a la denominación de una identidad es un poderoso detonante. A partir de este entendimiento, yo arguyo que la identidad es un botón de pánico, nadie sabe que existe hasta que lo aprietan. Las ideas de identidad han sido motivo y causa tanto de atrocidades inimaginables como de los actos de bondad más conmovedores. Por eso, si usted quiere desatar las pasiones humanas más extremas, apriete el botón del pánico.
Lo que llamamos identidad no es otra cosa que un tipo de subjetividad social compartida. Por ejemplo, podemos utilizar la metáfora del horizonte para hablar de la identidad. El horizonte en alta mar define el territorio observado y, a su vez, es un imaginario que crea realidades como catedrales. La identidad, como nuestra percepción de la línea imaginaria del horizonte, se existe como una realidad inamovible y con la cual desarrollamos una relación de apego. Como he afirmado en mi opúsculo Reflexiones sobre lo existencial cotidiano (2010): “. . . el apego último y [más] elemental del ser: [es] el apego a ser lo que se es al momento”. El poder de ese apego se debe a que, como menciono en una publicación que saldrá próximamente, La reproducción humana y social de las músicas en el archipiélago puertorriqueño (2022): “. . . lo primero que reproducimos y replicamos culturalmente es el aprendizaje-enseñanza de la subjetividad [Identidad] personal y social en el grupo humano al cual advenimos como individuos”. Es en ese respecto que la música existe como marca de identidad personal y colectiva.
En la historia puertorriqueña de los últimos tres siglos (Siglos XIX, XX y XXI) ya hemos existido unas intensas conversaciones y debates sobre lo que somos y de cómo actuamos eso que somos. Esas conversaciones se han movido entre dos tipos de definiciones de lo que es la identidad boricua: una que prescribe qué y cómo se es puertorriqueño, y otra que describe lo que se es al momento. Primero, se ha promovido una definición prescriptiva de lo puertorriqueño basada en enfoques y objetivos que extienden sus raíces y ramas de origen hasta el siglo XIX y que se refundieron y se resemantizaron durante la primera mitad del siglo XX. En segundo lugar, siempre ha existido una experiencia como pueblo que se existe en una definición descriptiva de identidad. Estas dos visiones, o posturas, se pueden observar en función en el génesis y desarrollo de nuestra cultura musical. En el siglo pasado encontramos un ejemplo que muy bien ilustra estas dos posiciones. Al final de la década del 1920, en el momento en que se detona una terrible y devastadora quiebra y depresión económica, y al inicio de uno de los debates sobre la identidad puertorriqueña más consecuente para la mentalidad boricua hasta nuestros días, el compositor Rafael Hernández Marín (1892-1965) compuso dos canciones. La más memorable de todas, Lamento Borincano (1929), se convirtió en el «himno» de un proyecto político-social de nuevo cuño. Sin embargo, alrededor de la misma fecha Hernández Marín compuso y grabó una criolla titulada Mi patria tiembla (1928). Para algunos, los primeros versos de esta canción criolla pueden sonar sorprendentes:
Mi patria tiembla
yo sé por qué (nadie más sabe).
Es un misterio que en ella se entierra,
y que nadie podrá adivinar.
El texto de la canción habla de cómo los patriotas, que pelearon por la libertad de Puerto Rico, conocen el sufrimiento del sometimiento colonial. La canción termina con unos versos sorprendentes, aún para los oídos contemporáneos; hablando de los patriotas contemporáneos al 1929, la canción termina diciendo:
. . . pues ellos prefieren Borinquen se hunda,
antes que ser esclava, se la trague el mar.
Después de leer estos versos, y más si su lectura se hace a la luz de la persecución y represión de los independentistas en nuestro archipiélago, se podría argumentar que la decisión de establecer Lamento Borincano como marca de identidad respondió a una visión prescriptiva de identidad. Lamento Borincano es un bolero-son, género que Rafael Hernández dominaba y revitaliza. Mi patria tiembla es un género musical autóctono: la canción criolla puertorriqueña. O sea, resulta que un género musical vernáculo no se canoniza como marca de identidad.
La fuerza que tiene la música como marca de identidad se codifica en frases como: “Bad Bunny no me representa”, “el reggaetón no me representa”, o el trap. Para ilustrar lo anterior, quiero llamar la atención a dos casos: 1) la producción del álbum Identities are Changeable (2014), del saxofonista y compositor Miguel Zenón y 2) la composición Hijos del cañaveral, presentada en los Latin Grammys de 2017, creación del artista Residente (René Pérez Joglar). En el primer caso, usando el leguaje del jazz, Miguel Zenón presenta musicalmente su argumento de que las identidades son primariamente personales, situacionales y cambiantes. Zenón, yo arguyo, presenta sonoramente una definición descriptiva de identidad: ¿qué ocurre con la identidad personal cuando lo puertorriqueño se existe a través de la trashumancia (movilidad) y el cosmopolitismo de vivir en la diáspora, específicamente en los Estados Unidos? La respuesta de Miguel Zenón a esta pregunta es un álbum de ocho cortes a través de los cuales intenta presentar la voz de los puertorriqueños en la ciudad de Nueva York.[1]
La canción Hijos del cañaveral enfrentó, a mi entender, una recepción dividida. La reacción a esta pieza responde a la supervivencia en Puerto Rico de enfoques y visiones de identidad prescriptivas: la reacción a la presentación de una composición que hablaba de figuras míticas como el cañaveral, el cortador de caña, la producción industrial de azúcar. Pero esa visión prescriptiva de identidad, entiendo, choca con las descripciones de un Residente que hace referencia a la agencia y resiliencia de un pueblo que, después de sobrevivir la mortal fuerza del huracán María, tendría la osadía de forzar la renuncia del gobernador en 2019. ¿Qué me representa: los panderos de plena en el tripandero de Daniel Díaz, el cuatro de Luis Sanz, los arabescos del contra canto de Jerry Medina . . .? ¿Me representa el rap de Residente cuando dice?:
A latigazo limpio desde el descubrimiento
No pudieron, seguimos con el mismo acento
Nuestro aguante ha sido digno
Somos los versos que no cantan en nuestro himno
La referencia directa a la resistencia organizada del sistema colonial es explícita. O sea, según Residente, seguimos siendo un pueblo que habla el español puertorriqueño, muy a pesar de lo que parecería ser un inevitable e irreversible proceso de americanización.
Con la implantación de políticas culturales por parte del gobierno se hacen observables las diferencias entre una definición prescriptiva o descriptiva de la identidad cultural. Se hacen visibles la relación dialéctica entre los «haceres» culturales que son objeto de un intenso proceso de folklorización y aquellos que no fueron folklorizables. Por ejemplo, géneros músico-danzarios como la plena y la bomba son prácticas musicales, formas de musicar, que funcionan como botones de pánico porque, en primer lugar, son marcas indiscutibles de identidad, y, en segundo lugar, ambas son unos excelentes ejemplos de cómo un particular «hacer» musical, por un lado, es objeto de procesos de folklorización y, por el otro lado, contienen prácticas que no fueron folklorizables.
En el caso de la plena, todos reconocemos como canónicas Temporal, Cortaron a Elena, Cuando las mujeres, Que bonita bandera, entre otras. Sin embargo, nunca se incorporaron al canon de las plenas, como marca de identidad, aquellas con letras como las que grabó el grupo musical Los Jardineros:
Jala la cadena, jala la cadena,
jala la cadena porque la casa se me envenena.
Esta es una plena lamento compuesta por Pedro Berríos y grabada por el sello disquero Yazoo (Reedición: CD 7018), muestra una cara de la plena que se oculta en el proceso de folclorización de esta: la tradición puertorriqueña del chacoteo y la burla. El mismo grupo graba la plena La noche, que comienza:
Me gusta la noche, no me gusta el día,
pues la noche es la alcagueta (sic) de las fechorías
(Reedición: Yazoo CD 7018)
En ambas plenas, el grupo Los Jardineros, muestra una especie de tercera vertiente de este género. En abierto contraste entre las plenas folklorizadas y aquellas convertidas en baile de salón, Jala la cadena y La noche apuntan a un tipo de plena donde encontraban expresión el doble sentido, el relajo y el embromar de la vida cotidiana. En algún momento, tal vez, algunos de nosotros hemos llegado a pensar que las plenas-aguinaldos de doble sentido (ej. Elías dame el agua), que surgen tradicionalmente en la temporada navideña, es un fenómeno del siglo XX. Mientras más descubrimos grabaciones como las del grupo Los Jardineros, encontraremos que, desde el siglo XIX, y probablemente desde mucho antes, ya existía en nuestro archipiélago un rico, extenso y variado repertorio de canciones populares con un igualmente rico, extenso y variado vocabulario de palabras soeces, procaces, misóginas y sexualmente explícitas.
Uno de los resultados inmediatos de este proceso de folclorización, después de la década de los 1950, fue la reducción de los diferentes, y diferenciados, bailes con bombas a un grupo de ritmos de bomba. Por un tiempo, el reconocimiento de la existencia de estas tradiciones afrodescendientes se identificó, principalmente, con el pueblo de Loiza, luego con las poblaciones negras de Cangrejos (Santurce), los barrios de negros de la Perla, en San Juan, y, al cruzar la bahía, el pueblo de Cataño. A grandes rasgos, durante las décadas de 1950, 1960 y 1970 se puede trazar una triple ruta que marcan los grupos folclóricos como Areyto Ballet Folklórico Nacional de Puerto Rico, Inc., y el patrocinio gubernamental, tanto a nivel nacional como municipal, de familias bomberas como la Cepeda y la Ayala. Primero, la función que tuvo el Instituto de Cultura Puertorriqueña (ICP), a partir del 1955, de reforzar la posición de la bomba dentro de una ideología racial tripartita y que redujo todo lo negro a la bomba y ésta como la única aportación afroboricua a la cultura musical. Segundo, las mismas familias bomberas, como la Cepeda y Ayala, que participaban en las actividades patrocinadas por el ICP, vivieron una vida liminal [fronteriza] entre el proceso de folclorización y las acciones de agencia personal, familiar y comunitaria no folklorizables. Un ejemplo digno de estudio es el baile de cocobalé. Este es un baile con bombas que puede estudiarse partiendo de la hipótesis de que era una práctica de arte-marcial-danzaria que no fue folklorizable. El cocobalé es una práctica danzaría afroboricua desarrollada por los guerreros esclavizados. Se podría especular que fue en respuesta a los reglamentos codificados en los Bandos contra la raza negra y los Bandos de policía y buen gobierno, que castigaba con duras penas a negros y mulatos por portar armas. El cocobalé es pariente de las danzas de stick fight, practicado a través de las Antillas inglesas, francesas, holandesas y danesas, y la capoeira, en Brasil.
Por otro lado, las visiones y enfoques sobre identidad que utilizan una definición prescriptiva no toman en cuenta las músicas que se adoptan como marca de identidad generacional. De hecho, las definiciones prescriptivas de la identidad tienden a tener una noción estática de las prácticas culturales. Por ejemplo, la visión prescriptiva de las identidades nacionales, que nace a partir del concepto de estado-nación, concebía la identidad como un conjunto de características inamovibles e invariables de la personalidad de un pueblo. Por eso los debates de identidad que parten de nociones y enfoques prescriptivas insisten en una pedagogía de lo tradicional, lo folk, como único medio de mantener y preservar la autenticidad de esta. Por ejemplo, la fusión entre la danza puertorriqueña y el two-step estadounidense, o sea la danza-two-step, fue uno de esos eventos del entre siglo XIX y XX que no solo se puede usar como marca de un cambio en las preferencias y gustos del público bailador, sino que, también, es un indicador de un relevo generacional, de un cambio en la autopercepción de qué-se-era. Las plenas de salón, interpretadas por orquestas como la Panamericana, no solo representaron un cambio en el estilo y formato instrumental de las plenas, interpretadas originalmente por conjuntos instrumentales no uniformes, compuestos por bandoneones, guitarras, panderos, marímbulas y bombas portables, también son muestra del deslice de una forma de autopercepción a otra. Cortijo y su combo, con el cantante Ismael Rivera, marcan otro cambio generacional, y después de estos el Gran Combo de Puerto Rico; y simultáneamente a estos el Rock-N-Roll marca otro cambio, con la creación del programa televisivo La Nueva Ola. Este programa, la Nueva Ola, rompe el paradigma de las músicas marcas de identidad debían ser vernáculas al crear una identificación individual y de grupo utilizando un repertorio de claro origen extranjero, no boricua. A esto se suma el génesis y desarrollo del metagénero musical que llamamos salsa. Los metagéneros musicales como la salsa y el rock se ganaron su posición como marca de identidad vernácula a través de la gestión de grupos y cantantes como La Sonora Ponceña, El Gran Combo, el Cano Estremera, Menudo, Gilberto Santa Rosa, Marvin Santiago, Fiel a la Vega, Cultura Profética, Puya . . . entre muchos. Estas músicas, que podemos llamar neo-vernáculas, al igual que el reggaetón, marcaron, y marcan, para varias generaciones, una identidad que estaba, y está sincronizada con su estar-en-el-mundo, o su mundo-de-la-vida.
Todo debate, discusión, reflexión o abordaje sobre lo que es la identidad es parte de esa identidad en discusión. ¿Por qué estas se dan en forma más acentuada en expresiones culturales como en la música? Mi hipótesis de trabajo es que, la música es una expresión corporal de nuestras capacidades antropológicas y por ende una expresión encarnada de estas. Más aún, la música es un comportamiento humano autorreferencial: el acto de musicar nos obliga a volcar nuestra mirada a la conducta propia, y los seres humanos tenemos una increíble inclinación y apego a regular, homogeneizar e ideologizar lo que hacemos con el cuerpo. Las músicas que se vuelven marca de identidad, entonces, son aquellas que sincronizamos con nuestro momento de ser, no importa su procedencia. Por ejemplo, ¿cuándo empezaremos a llamar rumba puertorriqueña la centenaria práctica de la rumba de origen cubano en nuestro archipiélago? ¿Qué tipo de marca de identidad será el musicar de puertorriqueños globales como un Gabriel Ríos en Bélgica, las interpretaciones de un Jan Peré usando la cítara hindú y las iniciativas estéticas del grupo Klaro de Luna, compuesto por Angeliris Zayas y Mildred Ríos? Una respuesta parcial a esta pregunta puede ser: las músicas y el musicar de las identidades post-puertorriqueñas serán aquellas interpretadas por la identidad de los cuerpos que las creen y las encarnen en su continuo fluir.
Investigador Asociado
COLECTIVO DE ESTUDIOS MUSICALES DE PUERTO RICO
[1]. Ver y escuchar la versión presentada en URL: https://www.npr.org/2014/10/08/354587935/miguel-zen-ns-identities-are-changeable.