Las palabras que deja el viento
He viajado muchas horas con el viento. Primero, con un tren que silbó todo un país, hacia el este. Después, por encima del mar y del océano, hacia el oeste y finalmente, hacia el sur. Dejé muchas palabras tras de mí y otras, las estiré y las regué por todo el océano. Unas, como polvo y polen en el aire y otras, con lágrimas saladas como el mar. Se celebra mucho la maravilla de las palabras, la libertad que nos traen. Pero ahora recuerdo intensamente los momentos en que choqué con ellas, en que me las encontré de frente sólidas e inamovibles y en que ellas me movieron a mí. Tuve entonces que pensar en las palabras un poquito como seres. O, por lo menos, como algún indicador de una forma de ser.
Me encontré con un país que me exigió muchas cosas en tres meses de vida. Un país que, si bien recibió con alegría la energía expresiva que me acompaña desde el Caribe, se sentía abacorado cuando mi presencia huracanada no reducía velocidad en el aire más frío y el sol más horizontal de sus latitudes. Otras veces, se seducía con la cadencia espiral de mi lenguaje, pero las más, se mareaba con la insistencia de mis palabras a bordear tantas veces el ojo del huracán antes de llegar al centro, de llegar ¨al punto¨, a una contestación de dos palabras. Ese país, sobretodo, me obligó continuamente a expresar puntualmente lo que quiero. Una amenaza mi regodeo boricua: a esa tendencia a ceder ante los otros, a concederles de antemano el espacio, por no revelarnos con transparencia a nosotros mismos lo que deseamos. O peor, por temor a tener, después, que responder por ello. Allá, ese apego a ambigüedades como el ¨beneficio de la duda¨ y las ganas de conseguir, y a menudo complacer, ¨lo mejor de los dos mundos¨ causaba confusión, impaciencia y al final, coraje.
Tomó algo de tiempo, un poco de llanto y bastantes momentos de perplejidad, darme cuenta de que cada vez que hablaba, tenía que presentarme. O sea, de que cada palabra, más que un vehículo de significados, era verdaderamente una ofrenda de mis mundos – de lo que yo vivo, de lo que para mí existe y de lo que para mí es saber – hecha a otros que viven otros mundos, donde vivir, existir y saber tienen otras consistencias, materiales y temperaturas. Las palabras que, creía yo, eran viento con sonido, de pronto, al salir allí de mi boca, se hacían espesas, densas y si las descuidaba mucho, se congelaban. Entonces caían sólidas y específicas, aún a pesar mío. Y los otros me tomaban al pie de la letra, mientras yo todavía me preguntaba cómo habría sido posible que se precipitaran con tanto peso, si al final se supone que las palabras se las pueda llevar el viento. Pero ya entonces mis palabras se pasaban de mano en mano, significando ideas, historias y posibilidades que yo apenas conseguía entender. Allá me tomaron en serio, muy en serio. Cada palabra que yo decía indicaba mi presencia en ese otro mundo, se convertía en indicio de mi existencia para otros.
Pero yo aún no estaba preparada para que mis palabras tuvieran tanto peso. Estaba más acostumbrada a las acrobacias de la brisa, de las palabras que flotan livianas y que, como las hojas, se insinúan de lado a lado en el viento y, cuando crees que las entiendes, te muestran su reverso. Hechas para los cielos claros y soleados del Caribe, estas palabras aéreas no tenían contornos en los cielos con nubes densas de otoño. Me sorprendió que mis palabras, abundantes y elaboradas, se confundieran en la neblina. Que, con tanto aire que movilizaba, terminara desatando nubes de polvo que me convertían en sombra de mí misma. Entonces, de la otra parte, una sonrisa, o un asentimiento cortés tan lejanos como el océano que nos separa. Este país, cuna de largas filosofías, con tanta historia de tomarse las palabras en serio, me exigía, sólida, mostrar mis contornos. …Allá no contaban con que yo, a menudo, confiaba en que las palabras se encargaran de explicar todo lo que yo no quería decir.
A mitad de mi estadía, entonces, tuve que detenerme a pensar el misterio de las palabras. Las palabras, no como instrumento, sino como acción existencial. Necesitaba saber dónde me había perdido. Y tenía que hacerlo con urgencia, porque allá, al otro lado de las palabras, estaba alguien que me exigía presencia. Alguien que no me perdonó ese reflejo cultivado de borrar mis propios rastros tras de mí. Por quien tuve que revisar el peso de mis palabras.
Un día, allá, caminando en el bosque, me encontré con dos árboles que se besaban. Uno era una haya y el otro, un abedul. Miré de cerca (tuve que mirar de cerca) las cortezas arrugadas que se encontraban. Miré con detalle el horizonte fino donde se encontraban. Pensé en la lentitud con la cual se habrían ido acercando a través de los años y en la lenta seguridad con que se atrevieron a tocarse. Me imaginé el momento de ese primer contacto, hace ya muchos años, como uno sólido y sonoro. Desde entonces, ambos árboles se habían enredado uno con el otro, respetando todavía ese horizonte.
Observando la línea de ese beso alargado sentí el pulso denso de la vida de los árboles; una vida que existe sin explicarse, sin pedir perdón ni pedir permiso. Una vida antes que cualquier palabra. Una existencia sólida. Quizás fue por eso que me sorprendió de manera especial esa iniciativa de presentarse el uno ante el otro, de acercarle su corteza para que, en esa piel, el otro pudiera intuir todo lo que comparten y en eso mismo que comparten, el misterio de una presencia que nunca podría ser toda suya. Me conmovió que ese acercamiento fuera también un pedido al otro, igual de misterioso y distinto, a hacerse presente en un espacio común. Me quedé pensando en la elocuencia de este gesto antiguo, y en lo mucho que se parece a la experiencia de pronunciar palabras.
Tiempo después pensé: pronunciar una palabra es quizás eso mismo, una caricia, un empujoncito a una presencia (una intuición, un ser, un sentimiento, cualquier clase de pensamiento) que existe sin necesidad de explicarse, para convencerla de dejarse hacer inteligible para otros. Como pedirle que despierte de un sueño tranquilo para ofrecerse a otros para ser hablado, pensado, sentido y tratado. Quien lo despierta, entonces, tiene una gran responsabilidad por el huésped que ha invitado al mundo de las palabras. Quien convoca no tiene control de su huésped, ni de lo que suceda con él si responde a la invitación (el huésped, desde ese momento, puede también caer en boca de otros); pero sigue siendo responsable por su vida en ese nuevo mundo. Cada palabra pronunciada es un nuevo nacimiento, no importa cuántas veces antes haya sido convocada. Las palabras sólo son huecas cuando le negamos esta solemnidad, cuando nos negamos a hacernos responsables por ellas.
En ese mismo fino hilo de horizonte entre tronco y tronco, en esa brevedad de gesto y signo, entendí el profundo vínculo que operan las palabras precisas: como un beso, nos muestran a la vez lo que de nosotros vive en ellas, lo que se transforma cuando alcanzamos al otro, y esa parte del otro que nunca nos va a pertenecer y que permanece libre para ser parte de su propio misterio, esa parte de su presencia que nunca tendrá que explicarse. Agradezco a esos dos árboles que me recordaran la delicadeza de este acto y agradezco que, en nombre de lo común, me conmovieran y me convocaran también a mí a participar del aliento y el aire compartido, el mismo que entra y sale de nosotros para hacer posibles las palabras.
Fue necesario para mí regresar a este mundo que vive un poquito antes que las palabras, a ese mundo de presencias sólidas que responden por sí mismas, que no se refugian en palabras voladoras, aunque puedan darles vida. Fue importante recuperar la reverencia por los actos cotidianos de elocuencia y fue importante, además, recordar la responsabilidad mayor que debemos a las verdades de lo que decimos, las verdades profundas de esas presencias que conmovemos. Se trata de verdades que no se miden de otra manera sino en la honestidad con la que procuramos escuchar al otro y hablar por nosotros mismos. Con tantos siglos de nacer en mundos apalabrados no es sorpresa que se nos descalibren esas delicadezas de la presencia.
He tenido que escribir esto (he tenido, en el fondo que detenerme a pensar en esto) porque hace poco me sorprendió la mirada de mis propias palabras. Me sentí observada por un proyecto que yo misma antes propuse y porque propuse, específicamente, ¨un proyecto histórico, filosófico y espiritual de respeto por los mundos que vivimos y las formas en que hemos aprendido a ser humanos en este mundo¨ y me di cuenta de que para comenzarlo tenía que empezar mucho más atrás, mucho más adentro.
Pero de manera especial escribo esto porque me percaté de que mis dolores de traducción no fueron solamente míos propios, sino que me hablaron además de una experiencia profunda, colectiva, a la que pertenezco antes de las palabras. Son dolores que nacen de habernos acostumbrado a palabras que no nos hacen justicia y, en respuesta, haber aprendido a faltarle en justicia a aquello de lo que hablamos. Dolores de haber aceptado compartirnos a nosotros mismos evadiendo nuestras verdades más profundas, temiendo a tener luego que responder por ellas. Dolores de haber aprendido a difuminarnos por falta y a la vez exceso de palabras, por esperar a tener palabras prestadas. Y de tener que justificar esta liviandad para con nosotros mismos insistiendo en que las palabras se las lleva el viento.
También escribo porque está aquí en juego la labor intelectual. Porque a veces, más interesados en producir proezas del pensamiento, dejamos de mostrar nuestros contornos. Y parece obvio, pero no lo es: esos otros a quienes apelamos cuando hablamos o escribimos no nos reconocen si nos camuflajeamos con palabras prestadas, ni nos entienden mejor porque usemos palabras que ya están hechas y probadas. Tampoco, realmente, nos creen que no somos responsables por las palabras que citamos de otros.
El mismo país que me acarició para despertar una parte de mí misma, también me regaló una frase para entender esos momentos donde, por descuidar a otros y descuidarnos a nosotros en un intercambio, comenzamos a hablar a pesar de otros y de nosotros. Einander vorbeireden: hablarse pasándose de largo el uno al otro. Sin la posibilidad de abrazarse como la haya y el abedul, sin compartir nada fundamental. Y si hablamos (o escribimos) para evadirnos, para pasarnos de largo, lo hacemos sólo para escucharnos a nosotros mismos, o más doloroso aún, para no escucharnos.
Respiro. Comparto el aire. Lo entrego al viento. Ahora que me he presentado con mis palabras, puedo continuar…