Las pocas palabras
No vengo de una familia con un gran vocabulario, las palabras eran escasas a veces, y de cuando en cuando cargadas de sarcasmo. Pero así conocí el mundo, con aquellas palabras que no abundaban, pero suficientes para entender la vida, a nosotros mismos y nuestro lugar en aquel mundo. Las palabras nos definían, nos construían como gente tímida, como una familia que fuera del hogar tenía que hacer un esfuerzo para hacerse entender. Como cuando los puertorriqueños vamos a otros países latinoamericanos o a España y modificamos nuestra forma de hablar para que nos entiendan.
Somos un país de palabras cortadas, pequeñas, limitadas, como la isla que habitamos. Somos un pueblo de poco explicar y de mucho entender.
Desde pequeño, las palabras eran algo mágico. Pero no eran el único signo para entender el mundo. Los árboles tenían su color y su forma, también hablaban sobre qué fruto daban, mientras que el sonido de sus hojas nos decía por dónde andaba el viento. Las montañas eran azules y verdes, altas. Para mí, eran lo más cercano a la inmensidad. Allí, pensaba, vivían los truenos y el eco. Los truenos eran grandes rocas que se desprendían de los montes y que en cualquier momento podían, pensaba yo, aplastar nuestra casa. Siempre les he temido y la ciencia que hoy conozco no aplaca ese temor primitivo. El eco era un fenómeno asombroso que repetía gritos, como un gigante que copiaba los sonidos y los nombres. Luis gritaba yo, y el gigante lo repetía. El cielo tenía su propio lenguaje y las nubes eran signos donde habitaban la lluvia, Dios, la Virgen y los difuntos de mi abuela. A mi abuela le gustaba mirar el cielo. Ella era quien mejor lo entendía en casa. “Va a llover mucho”, decía, “va a llover por la tarde”, “mañana hará calor.” “Se está casando una bruja”, “la Virgen está llorando”. Era además su álbum de difuntos.
Gustaba sentarse en el balcón, cuando las nubes abundaban y decía, “mira esa que está allí, tiene la forma de la cara del difunto Josué”, su hijo adorado que murió cuando yo no tenía memoria. Yo miraba la nube e imaginaba que mi tío Josué debía tener una barba blanca como la de Dios. También veía las manos de su abuela, a quien siempre ella llamó Mami. “Si miras bien”, decía, “verás sus dedos, yo los veo claritos, como diciendo adiós.” Yo miraba y no veía los dedos, pero decía que sí, que allí estaban. A veces, las nubes eran como las letras, las que aún no entendía pero los adultos conocían.
Mi familia se dividía en dos: el mundo apalabrado de las mujeres de la casa y el silencio de los hombres cuando llegaban del trabajo.
Abuela, Mami y mis tías hablaban todo el tiempo entre sí. Como Dios en el Edén, no quedaba cosa sin nombrarse. Aprendí con ellas que también las palabras podían tener más de un significado. Que así de poderosas eran. El corazón era una fruta pulposa que mis tías adoraban, igualmente era un barrio donde vivía Johnny, el hermano mecánico de mi abuela, por allá en Guayama, incluso era algo que teníamos en el pecho y que si paraba de latir era que estábamos muertos. Era además, una cajita en donde las mujeres de mi infancia guardaban secretos, dolores y desilusiones. El corazón también guardaba el amor, por eso, cuando alguno de nosotros, mis hermanos y primos, llorábamos por cualquier cosa, Mami o mi abuela ponían nuestras cabezas en sus pechos y así, por arte de magia, todo se calmaba. El corazón era una sola palabra. Aunque, como sabemos, una sola palabra a veces guarda muchos significados.
Entendí con ellas quien era bueno y quien era malo. Quién nos quería, quién vivía lejos, dónde estaban las cosas, cómo era el mundo. Esa otra palabra inmensa, ajena a nosotros. De pronto las palabras eran todo. Cómo se llama eso, le preguntaba a mi abuela, cómo se llama aquello, le preguntaba a mi madre. Nombrar era participar, darle orden al mundo que iba descubriendo.
Las palabras por sí solas decían mucho. Por ejemplo, No era no, y ya. Cállense, se decía una sola vez y nada más. Horita, era después, no ahora, indicaba que no era el momento.
Las oraciones sin embargo eran muchas palabras juntas, como un rompecabezas, de ahí salía información más concreta: “ya está la comida”, “búscame recao en el patio”, “salte un momento que es conversación de adultos”, “te lo comes todo”, “Luisito se parece más a la familia de acá, a los Álvarez”. “Tú naciste un quince de marzo, eres Piscis.”
A veces, eran un misterio. Cuando Abuela veía a Mami llorar, le decía: “ves, te lo dije, y ya”. Era suficiente para ambas entender.
Ninguna era lo que llamamos educada, solo Mami terminó el cuarto año y odiaba tener que escribir cartas. Decía que su letra era fea. En las cartas que enviábamos a Boston, donde vivían mis tíos trabajando en las fincas, se escribía en otra forma de decir que no era la nuestra. Querido hijo Junior, Estimada cuñada, esperamos en Dios que todos estén bien, por acá todos estamos bien, aquí los esperamos cuando puedan. Atentamente, tu madre, tu hermana, que te quieren y no te olvidan. Atentamente, solo existía sobre el papel. Era una palabra para enviarla por el correo.
Los cuentos eran interminables, en la casa todo el día se hablaba. Pero las palabras venían juntas con gestos y miradas. Las manos eran signos de exclamación, los hombros signos de interrogación, las miradas puntos suspensivos y comillas. Para entenderlas había que mirar sus manos, las manos eran otro vocabulario alterno. Muchas veces solo hacía falta mirarlas para saber la magnitud o la simpleza de las cosas. Mami lo tenía claro y lo verbalizaba en sus amenazas paralizantes, cuando tenía que repetirnos una advertencia nos decía: “la próxima vez te lo digo con las manos”. Y efectivamente nos quedaba claro.
Sus ojos daban órdenes que entendíamos indudablemente. Con un solo movimiento ya sabíamos dónde andábamos en ese eterno camino hacia la posible pela. También podía ver en ellos sus sueños, su eterna espera y su resignación de que esa era su vida y ya. Soñar era cosa de dormidos, despiertos era una extrañeza entre nosotros.
Los hombres, por otro lado, hablaban poco o más bien gruñían. Las palabras las tenían atascadas en la garganta y era asunto de las mujeres entenderlos y traducirlos para nosotros. “Tu padre no está de humor”, “tu abuelo llegó cansado”. Si la comida no les gustaba con retirar el plato tenían, si tenían sed llevaban sus manos a la garganta. El silencio reinaba en la casa cuando llegaban, como si se apagara la radio.
A veces sí hablaban, el alcohol servía para asomarse a lo que llevaban dentro. En palabras entrecortadas por un llanto helado por el tiempo y la imposibilidad de hacerlo, hacían cuentos a medias, interrumpidos justo a tiempo por la represa de un carraspeo, o por otro trago. Cuando bebían ponían música y esa hablaba por ellos. El amor lo reproducía una aguja de la que salían dolores viejos y amores de otros tiempos. Los hombres eran tristes, pensaba yo. Lacan, aunque no conoció a mi familia, tenía razón, el lenguaje nos define.
El tiempo nos hizo crecer y llegó la escuela, las letras maravillosas, aquellos palitos y círculos que servían para nombrarlo todo. Y llegaron los libros, el primer día que abrí uno y pude leer fue lo que hoy sería como aprender a usar Facebook. Me hundí en un mundo de letras, de otras formas de nombrar, de otro vocabulario. Muchas veces, mil veces, no entendía las palabras de aquellas novelas y cuentos de otros siglos que nos hacían leer. Pero maravillosamente, poco a poco, iba entendiendo, como si los libros también tuvieran manos como mi abuela.
La vida nos sacó de la casa de mi abuela, el dolor y el desprecio nos llevó a un mundo duro al que tuvimos que arrimarnos por cosas de nuestros padres, por sus odios y amores raros. Ese era nuestro nuevo entorno. La rabia nos hizo callar, y solo el odio nos hacía hablar. Nos decíamos palabras duras como piedras, y para rematar, como el eco del gigante de la montaña, nuestras miradas reafirmaban el insulto ofrecido. Nos hicimos expertos en palabras hirientes, las únicas parecidas a nuestro entorno.
La escuela era el único oasis. Bueno, más bien el salón de clases. Las maestras nos explicaban el mundo, la historia y, por mala suerte para mí, los números. Supimos qué era Puerto Rico, América del Norte y América del Sur. Supimos de la Cordillera Central, de las islas de Mona, Monito y Desecheo. De que San Juan era la capital, de Cristóbal Colón, de las tres calaveras. De los taínos y los africanos. Las palabras eran de pronto inagotables, con ellas podíamos ser más grandes, igual nuestro mundo.
El patio de la escuela era otra historia, un asunto más difícil y retante, un laberinto inagotable en el que me perdía huyendo de aquella palabra que parecían delatar mis manos y mis gestos amanerados. Nada en el mundo me daba más dolor que aquel adjetivo de cuatro letras, que me excluía de todos, de participar, de ser contado como los demás.
Me refugié en la lectura, descubrí un mundo nuevo, un mundo a salvo de muchas palabras, de viajes en globos, de niños huérfanos, de niñas feas que luego se ponían bonitas y se casaban. Tal vez a mí me pasaría lo mismo, tal vez una sola palabra dejaría de definirme y de arrinconarme en el autodesprecio. Tal vez una sola palabra bastaría para sanarme.
Crecimos, nos hicimos hombres y mujeres mis hermanos y yo. Entre ellos las palabras son pocas, cuando los visito hablo como ellos, con ese mi verdadero idioma. El otro, el del librero, el del hombre que soy hoy, siempre me suena a un idioma aprendido, al que llego no sin esfuerzo. Entre ellos ahora abunda la risa, la alegría, ya todos a salvo. Ya todo perdonado. Hablando de lo que hay que hablar y callando lo que hay que callar.
El más pequeño de los cuatro nunca pudo aprender a leer ni a escribir. “Era bruto”, fue siempre el diagnóstico. Sin embargo es el de más dulces palabras, el más capaz de soñar. Y hoy, todavía, sueña con poder leer y escribir. Cuando vio mi libro, casi lo abraza. Para él las palabras son tan mágicas como las nubes de mi abuela. No entiende el libro, pero su hermano lo escribió y eso es para él más hermoso que cualquier cuento mío. El significado que él le da a ese pequeño volumen de tapas blandas, es más fuerte que cualquier logro literario. Un día, tal vez pueda leer y yo le escribiré una carta diciendo:
Estimado hermano Josué:
Espero que estés bien. Atentamente, tu hermano que te quiere y no te olvida,
Luisito.
Así, en pocas palabras, como las cartas enviadas a Boston, donde también vive él.
[Texto originalmente leído por el autor en actividad efectuada el 16 de septiembre de 2014 y organizada por la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española.]