Lenguaje de la violencia y dialéctica de lo extraño: destrucción y transformación
En el libro de Sebald, la violencia destructora desatada por la tecnología industrial en manos de los Aliados contra las ciudades alemanas parece formar parte de ese gran reloj natural cuyos ritmos imponen sus condiciones con total indiferencia de los mejores intereses de la especie humana. Pero lo paradójico, y lo más interesante, de esa lectura de la violencia bélica, es que el efecto que tiene en el lector es precisamente el de exorcizar ese aura de inevitabilidad. En efecto, lo que trasluce de la lectura es que esa inevitabilidad forma parte de la naturalización y aceptación de la violencia implícitas en el tratamiento oficial de la memoria de esa experiencia. Por lo tanto, el argumento que articula Sebald va precisamente a contrapelo del efecto hechizante y paralizante de esa ilusión de inevitabilidad. Es mediante la referencia implícita y vaga del autor a ese gran tiempo de la historia natural, que nos es dado entender en su justa perspectiva lo que los policías de la historia oficial de la Segunda Guerra Mundial intentan por todos los medios ocultarnos, a saber, que el capitalismo y su primo hermano el colonialismo imperial, motores silenciosos de la barbarie moderna, en realidad tienen muy poco de inevitable y natural.
La dura realidad que se vive hoy en Puerto Rico impone la necesidad de replantearse en términos análogos la pregunta acerca de la naturaleza de la violencia y su relación con la destrucción que siempre la acompaña. Esta necesidad surge del hecho de que ya hay algo del orden de la violencia en lo que aparenta ser un consenso universalmente aceptado, tanto por la derecha como la izquierda, y que a su vez se traduce en una prohibición tácita de toda posibilidad de articular un pensamiento en torno a la violencia que de alguna manera represente una crítica racional del manejo de la misma por parte del Estado neo-liberal y la narrativa oficial de dichos eventos que legitima tal violencia. Entonces, sucede que a la violencia real desatada por el Estado neoliberal contra una fracción cada vez más gruesa de su población, se le añade otra capa de violencia, esta vez simbólica, cuyo único propósito es encubrir la primera, bajo la forma de ficciones legales, ‘garantías’ constitucionales, y de una manera más general, la prescripción de todo un aparato discursivo que moviliza los saberes en función de una comprensión de la violencia cuya pobreza de análisis en el manejo y articulación de los conceptos choca, precisamente, por su violencia. Hoy Puerto Rico es un ejemplo más de cómo las clases gobernantes y las elites económicas, luego de beneficiarse del descalabro económico que ellas provocan, luego de imponer sobre la población medidas de austeridad verdaderamente violentas para seguir beneficiándose del mismo, no solo brutalizan y aterrorizan con sus aparatos tecno-militares a los sectores más vulnerables de la población, sino que mantienen, o pretenden mantener, un control total sobre el lenguaje que habrá de utilizarse en el futuro para hablar de dicha violencia. ¿No ha sido parte de esa narrativa hegemónica la noción de que la crisis fiscal es el resultado de un proceso natural? ¿No existe acaso la aceptación generalizada de la idea de que las debacles financieras y las tragedias que desencadenan son parte del pulso natural de las ciudades modernas? ¿No está detrás de todo esto la idea de que el capitalismo, y el colonialismo, forman parte de nuestro ADN?
Hay entonces que distinguir, como Walter Benjamin lo hace, entre varios regímenes de la violencia. Tomemos por ejemplo el caso reciente de vandalismo de una escuela intermedia pública por tres muchachos en Aibonito. Lo que llama la atención de este acto, es la virulencia y gratuidad con que los muchachos destruyeron todos los instrumentos del salón de música. No hubo un solo instrumento que se salvara de tal violencia destructora. Para dejar muy claramente establecida la equivalencia entre lo que ellos destruían y la mierda, defecaron en los salones que vandalizaron. ¿Qué significado tiene un acto de destrucción tan gratuito y tan carente de significado? ¿Por qué será que un violín, una computadora o un libro se convierten en artefactos tan extraños y sospechosos, al punto de convertirse en objetos odiados? Decir que se trata de una conducta antisocial impone la necesidad de algunas clarificaciones. Se pudiera decir, en efecto, que lo hicieron a título de regalo, y por lo tanto, como una especie de bonding entre los miembros de una comunidad por-venir que estuviera libre de artefactos tan desconocidos y perturbadores como un violín o una trompeta. La orgía de violencia en este caso se convierte en una especie de potlach en la que, no ya el objeto destruido, sino el acto mismo de destrucción, transubstanciado en el don de la mierda, se convierte en el medio por el cual los miembros de un grupo refuerzan ese lazo. Un ejemplo análogo sería la violación colectiva del cuerpo alcoholizado e inconsciente de una mujer por los miembros de una fraternidad de estudiantes. En ambos casos, el grupo se reafirma mediante la negación destructora del lugar de lo extraño que ocupan tales objetos, que, sin embargo, necesita ser constantemente invocado. En el primero, lo extraño es un instrumento musical y todo lo que este simboliza; en el segundo, vejar sexualmente el cuerpo de una hembra sirve para revalidar entre ellos el poder vinculante de su común ser machos.
Pero esta explicación deja de lado la diferencia crucial que existe entre este y otro tipo de violencia y destrucción. Resulta que uno destruye algo por dos razones mutuamente excluyentes. Bien uno destruye algo porque ignora completamente su función y propósitos desde el punto de vista del más alto y cabal sentido de lo humano, o bien porque entiende bastante bien su función y propósitos, y los mismos son execrables, desde ese mismo punto de vista. El primer tipo de destrucción responde, en consecuencia, a que el vínculo entre la humanidad del agente destructor con aquello que destruye se ha vuelto opaco a tal punto que le es imposible comprender la verdadera medida en que dicha destrucción implica el proceso de su propia deshumanización. La segunda destrucción representa la destrucción de algo que atenta, no solo contra una verdadera comprensión del significado de la justicia, el amor, la igualdad, la razón, y la belleza, sino contra la supervivencia humana. En este segundo caso, el sujeto entiende el vínculo mutuamente negador que existe entre tal objeto y su ser. Tomemos, como ejemplo de este segundo tipo de violencia, a un grupo de estudiantes intentando prender fuego a una institución bancaria. Este último tipo de violencia destructora, contrario al primero, cae dentro de lo que Walter Benjamin llamaría ‘violencia divina’ (en oposición a la ‘violencia mítica’ que es la que el Estado moderno pone en marcha con su aparato represivo.) Ensañarse, como en el primer caso, contra un violín, un equipo de laboratorio, o un libro, es lo mismo que ensañarse contra aquel cuya existencia y actividad diaria giran en torno a dichos objetos. Desatar sobre esos artefactos tal violencia destructora, entonces, es lo mismo que obliterar simbólicamente a aquella figura cuya función social depende, para su realización, del manejo de tales instrumentos. Tales figuras son igualmente blancos de la fuerza aniquiladora que depende, para su existencia, de la obsesiva afirmación negadora de lo extraño. Confundir el primero con el segundo tipo de violencia y repetir esa confusión ha sido la gran impostura de los poderosos.
Elías Canetti, a quien W.G. Sebald menciona y comenta en su texto, comienza su ensayo Masa y Poder de la siguiente manera: «Nada teme más el hombre que el ser tocado por lo desconocido. Desea saber quién es el que le agarra. Le quiere reconocer, o al menos, poder clasificar. El hombre siempre elude el contacto con lo extraño”. Para Canetti, el miedo a lo extraño es una emoción primitiva en dos acepciones distintas pero relacionadas del término: es anterior al momento de la constitución del sujeto y es interior a dicha constitución. Entre aquello que el ser humano no puede entender y él, explica Canetti, este último intenta interponer la mayor distancia posible. Se podría añadir que destruir algo cuyo propósito y significado no se entiende por aquel que lo destruye, es la manera más radical y definitiva de establecer esa distancia. Porque la interpelación insistente, en virtud de su mera presencia, de un objeto extraño — sea este una persona, animal o artefacto humano — ya entraña siempre la posibilidad, si no de la comprensión, al menos del comienzo de ella. Y destruir tal cosa es, por lo tanto, destruir para siempre tal posibilidad de encuentro con lo extraño. Lo medular de todo esto es que lo extraño no es una presencia material positiva, sino antes bien designa un lugar que cumple esa función dentro de una estructura de significación. Lo que el sujeto cerrado sobre sí mismo teme de tal objeto no es su extrañeza, sino la posibilidad de la apertura al entendimiento que ya está presente, bajo la forma de la insistencia de una interpelación, en el objeto-extraño. Lo extraño interpela, precisamente, por el lugar de la extrañeza que ocupa y no por el hecho en bruto, natural y salvaje, de su existencia, y tal interpelación es ya una invitación a ser entendido, a perder de manera infinitesimal esa extrañeza, al ser esta incorporada dentro del interior de lo familiar. Ese proceso, que es por definición abierto, tentativo e inconcluso, entraña una dialéctica en la que lo extraño-que-está-siendo-entendido y el que lo comienza a entender, emprenden el camino sin retorno de la transformación mutua: el objeto-extraño deja de serlo en la medida en que la inminencia de lo extraño, como la apertura a una relación simbólica distinta con el mundo, comienza a revestir todos los aspectos de la consciencia del sujeto, quien se ve impelido a re-conocer la extrañeza del mundo como propia. Es esa naturaleza, polimorfa y abierta a lo inesperado, de la dialéctica de la transformación, en la que lo extraño se revela como un lugar al interior de lo familiar — y no meramente el objeto en sí, el cual solo llega a ocupar de manera arbitraria, si bien nunca incidental, ese lugar — la que paraliza de horror al sujeto cerrado sobre sí mismo y las masas que este suma.
En buena medida, el texto de Canetti es una meditación en torno a la violencia de las masas, y su relación con el temor humano a lo extraño, motivada por el ascenso del nazismo y el fascismo en Europa. Canetti distingue a propósito dos tipos de masas, determinadas por dos tipos de subjetividad: la masa cerrada y la masa abierta. Las masas abiertas son aquellas en las que lo extraño — o para llamarlo en términos más clásicos, lo singular universal — circula como el verdadero vínculo que constituye lo común. Ejemplos contemporáneos de masas abiertas y sus sujetos: movimientos estudiantiles y laborales de izquierda, colectivos de artistas, movimientos feministas y de sexualidades alternas; por último, la comunidad de científicos y matemáticos, cuando no se han convertido en sirvientes del mundo corporativo, y en general cualquier proceso de subjetivación de alguna verdad trascendente, sea esta política, amatoria, poética o científica, tal y como lo define Alain Badiou, encarnada en cuerpos militantes y combativos. La masa cerrada, por otro lado, es aquella constituida por subjetividades que establecen sus límites y constituyen su número a partir de la lógica de la exclusión y negación de lo extraño. Ejemplos de masas cerradas y sus sujetos: los populismos de derecha, incluidas todas las formaciones fascistas o protofascistas; las gangas callejeras y el paramilitarismo que le es afín; la mafia organizada políticamente en clanes y tribus familiares; la política organizada de manera mafiosa en clanes y tribus familiares; dicho de una manera muy general, todas las agrupaciones religiosas, los cultos y las sectas secretas, fraternidades y sororidades, también son ejemplos de masas cerradas.
Hay que añadir a esta lista el mundo corporativo transnacional, en donde la rigidez jerárquica de su organización interna — para la cual la compartimentalización microscópica de las funciones y distribución de privilegios con arreglo a categorías identitarias juega un papel fundamental —, responde en última instancia a la misma lógica del límite constituido por la exclusión de lo que es inasimilable a las dinámicas y exigencias del Capital — en este caso, extraño es lo que no se puede producir, vender, traficar, o comprar a título de profit. Las élites corporativas viven en un mundo cerrado sobre sí mismo, en donde la aparición de una relación interpersonal que no entrañe un negocio o de un objeto que no sea reducible a un determinado valor de intercambio, son simplemente impensables.
A medida que las elites financieras y su cultura de grupo cerrado se abren paso dentro de las instituciones de gobernanza y el conjunto de sus prácticas, la práctica cotidiana del interés privado y su protección han pasado a ser, por tanto, la actividad central de los gobiernos modernos. En consecuencia, vemos con cada vez más frecuencia, a tal punto que ya nos parece la cosa más natural, cómo los líderes políticos actúan frente a la ciudadanía como los guardianes de un espacio privado que los excluye. Como un cuerpo asediado por un mal canceroso, las masas cerradas, en este caso particular las clases dirigentes, emprenden una persecución feroz contra todas las formas de lo extraño que este asume, cuando de alguna manera atenten contra esa lógica mercantilista. Resulta que una porción creciente de esta masa de gente les resulta cada vez más extraña y amenazante, porque simplemente ya no cotiza bien en el lucrativo negocio de la mercancía humana. Salen sobrando. Y en efecto, vemos proliferar por doquier instancias de lo extraño al interior de este cuerpo, a medida que el Estado neo-liberal — controlado por las estructuras mafiosas del capital en las que el despojo más descarado de la riqueza producida colectivamente se perpetra bajo la protección que confiere el expediente de la legalidad constitucional — asume los caracteres de una entidad privada, en un cierto tipo de entorno doméstico que hay que proteger e inmunizar, como diría Roberto Esposito, contra todas esas formas de lo extraño que, por otro lado, el mismo Estado genera.
No es de extrañar que, para los políticos y equipos de burócratas y tecnócratas que hacen el trabajo de gestoría y gerencia de los intereses del capital, tan extraño sea el concepto de escuela pública como el mural en dicha escuela; que extraños sean sus maestros y estudiantes; también los trabajadores precarizados de todas las generaciones y edades que deciden tirarse a la calle para reclamar un mejor futuro; que extraño sea un profesor marxista de la universidad pública y sus estudiantes. Extraños, en fin, son todas las expresiones subjetivas y objetivas de lo público, porque es en ese espacio donde es lo más natural que la universal diferencia transcurra y florezca sin trabas ni condiciones, como un animal en su hábitat originario. Por lo tanto, incomodan, perturban, y se les puede — se les debe —ridiculizar, invisibilizar, acordonar, bloquear, mantener a raya, gasear, intimidar, encerrar, torturar y de llegar el momento crítico, exterminar, como muy bien puntualizó hace un par de semanas la mentada exfuncionaria del gobierno de Ricardo Rosselló.
Es, por tanto, típico de las masas cerradas — sean estas corporativas, mafiosas, militares, proselitistas, culturales o políticas — ensañarse contra las figuras que simbolizan la posibilidad de una apertura hacia el entendimiento racional. Todos aquellos que sean capaces de constituir a las masas abiertas, serán siempre y por necesidad, los extraños de preferencia de los sujetos miembros de las masas cerradas, y en consecuencia los objetos predilectos de su violencia aniquiladora.
Al presente nos encontramos sometidos por estas minorías cerradas sobre sí a un régimen de convivencia que es quizás el más violentamente destructivo de toda nuestra historia. El resultado de todo esto es que vivimos cada vez más rodeados de ruinas: no solo ruinas de edificios abandonados al pasto y convertidos en hospitalillos — escuelas públicas, centros comerciales, y áreas residenciales reducidos a escombros — sino que a eso se le suma todo un ejército creciente de andrajos humanos — adictos al consumo, al ejercicio, al sexo cibernético, a la comida, a la bolsa de valores, o incluso al trabajo —, en fin, autómatas totalmente arruinados espiritual y materialmente. Por último, el espectáculo deprimente de un entorno natural convertido en un basurero tóxico, esta vez a escala planetaria. En efecto, lo que se les hace cada vez más difícil ocultar a las minorías que nos gobiernan es que el capitalismo es una gran máquina de producir ruinas — arquitectónicas, humanas y naturales —, que se ha hecho tan consustancial a nuestras existencias, al punto que esa destrucción nos parece algo completamente natural. Lo gradual, lo paulatino de esta historia natural de la destrucción que ha desatado este sistema económico sobre el mundo se parece más a un cáncer que va destruyendo un órgano, y esto hace muy difícil apreciar hasta qué punto ya estamos encaminados en el proceso de destrucción de una magnitud cuyo tiempo y ritmo pertenecen, de hecho, al orden de lo geológico.
Pero no debe sorprender que esas ínfimas minorías políticas y financieras nos impongan, de ser necesario, de la manera más inescrupulosa y despiadada, esas condiciones. Después de todo, nos recuerda el mismo Marshall Berman, hay que ver cómo se lo hacen entre ellos mismos, cada vez que se les presenta la menor oportunidad, en su afán irracional por prevalecer, económica y políticamente, sobre sus adversarios. Es el impulso supremacista en el corazón del Capital.
Antes bien, hay que plantearse la situación a la inversa, y preguntarse como Marx en qué medida esta lógica nihilista carga con la semilla de su propia negación, porque desde el momento en que se le invoca, el espectro de esa extrañeza, por más que resulte de un espíritu anti-dialéctico, también se hace parte involuntaria de una dialéctica, en este caso la dialéctica de la destrucción, en la que la obliteración absoluta del otro prefigura, por necesidad, la propia. En esta dialéctica el lugar de lo extraño siempre necesita ser continuamente invocado de manera obsesiva, en un escenario fantasmal de la repetición, cuya actualización incesante reactiva hasta el infinito el ritual de contaminación y purificación propios de una economía pulsional organizada por dicha estructura. Ante la desaparición de lo común, que es donde la circulación de lo extraño y el abanico de experiencias que este posibilita habitan con más naturalidad, instancias de lo extraño van resurgiendo desde el corazón mismo de lo familiar y lo privado, para reactivar continuamente el proceso de negación destructora por medio del cual el imperio de la vida mercantilizada reencuentra un espacio que, sin embargo, le parece cada vez más reducido y amenazado. De pronto, ya las figuras de lo extraño, al desaparecer mediante la persecución violenta junto con el afuera simbólico de lo salvaje que habitaban, resurgen, aun cuando sea en estado larvario, entre los miembros de las masas cerradas. Es el momento de regreso del síntoma, o como diría Marx del espectro comunista; son los momentos ilustrados de un líder fascista, que comienza a sentirse extraño, al percatarse de que la sombra del marxista en ciernes aún resta en él, muy a su pesar, para venir a perturbar su idilio supremacista; es la añoranza melancólica del CEO, que de momento extraña su ‘vida de antes’, al saberse parte de una vulgaridad contra la que ya ningún dinero puede inmunizarlo.
Pero de la misma manera que el padre que usa la violencia física contra su hijo para disciplinarlo ya ha perdido toda autoridad y marca el comienzo del fin del dominio de aquel sobre este, el recurso a la violencia estatal siempre es signo de la ruina moral y la impotencia que corroen desde adentro a nuestras clases gobernantes. En el límite sin límites de ese infinito, está de seguro la auto-aniquilación, necesariamente violenta, de las masas cerradas y de los sujetos que la componen, donde el ejercicio de la sospecha paranoica, el resentimiento, el miedo supersticioso y el odio exterminador revierten finalmente hacia la extrañeza originaria que habita en el interior de una consciencia asediada por las figuras proliferantes de lo extraño. Ya sea bajo la forma del intelectual ninguneado, la madre sub-asalariada, el afroamericano objeto de un linchamiento, el animal extinto, o el inmigrante ilegal ahogado en una playa, estas figuras regresan, como el embrión de un sueño futuro, para poblar las pesadillas de ese amo moribundo. Después de todo, ¿qué otra cosa, que no sea volverse contra sí mismos hasta desaparecer, pueden hacer los fervientes enemigos de lo extraño?