Letras plásticas-Artistas binomiales
Si dijéramos que Puerto Rico fue “creativamente” fundado a través de algunas de las bellas artes, muy probablemente sería desde la literatura, marginando un poco las famosas crónicas que ya conocemos, escritas desde la conveniente perspectiva de los “heroicos” vencedores. Uno de los primeros intentos conocidos que ansiaron versificar la isla desde la imagen poética la encontramos en Elegías de varones ilustres de Indias de 1589, del autor Juan de Castellanos (1522-1607) en la “Elegía VI” titulada: “A la muerte de Juan Ponce de León, donde se cuenta la conquista del Borinquén, con otras muchas particularidades”. A pesar de que la crítica oficial no la presenta como una obra de cualidades y soluciones técnicas de gran calibre, como lo podría ser por equivalencia, La Araucana (1569, 1578 y 1589) de Alonso de Ercilla (1533-1594). Es en sí este poema épico de Juan de Castellanos un segmento histórico significativo para los cimientos de una reconstrucción creativa (narrativa) del Puerto Rico del siglo VI. Luego de este guiño poético encontramos el primer poeta isleño acreditado, Francisco Ayerra y Santa María (1630–1708) quien partió muy joven a México para culminar sus estudios religiosos, aunque no encontraremos en su obra poética ningún síntoma que intente definir su identidad puertorriqueña como tal. Quizá si se investiga con mayor profundidad desde México podríamos toparnos –quién sabe– con alguna sorpresiva dosis patriotera. Algo como lo propuesto en la obra de José Campeche (1751-1809), donde encontramos textos miniaturizados e imágenes con más certidumbre criolla.
Desde que llegó “tardíamente” la imprenta a Puerto Rico a principios del siglo XIX (comparándolo con el resto de América Latina que se inserta en el siglo XIV) se cultivaron las letras interrumpidamente,sobre todo el género de la poesía, junto a la caricatura satírica. Muchos de estos sucintos escritos e imágenes fueron de carácter anónimo o firmados con seudónimos en periódicos locales, para evitar la censura o la cacería militar. Sin embargo, no es hasta 1843, que se publica formalmente, la primera compilación colectiva –no anónima– literaria y autóctona, el Aguinaldo puertorriqueño –Organizada posteriormente en un tomo titulado Primicias de las letras puertorriqueñas, publicado por el Instituto de Cultura Puertorriqueña (tercera edición, 1970)– y que además incluye el Álbum puertorriqueño,1844, y El cancionero de Borinquén,1846.
Ya con una identidad nacional más dominante y definida tenemos a Francisco Oller (1833-1917), quien también (aunque en un contexto distinto al de Campeche, por supuesto) insertó textos en sus lienzos, como en el retrato de José Gualberto Padilla (1897), también conocido como El Caribe (1829-1896), de la colección del Ateneo Puertorriqueño que dice la emblemática frase sobre una hoja de papel pisada por una réplica pequeña de la Estatua de la libertad: “Los grandes solo son grandes para aquel que se arrodilla”. Otro caso es la pintura de José Cuchí y Arnau (1875-1936) Pomarrosas, (ca 1904) igualmente de la colección del Ateneo Puertorriqueño, la cual lleva un verso de José de Diego (1866-1918) en la parte inferior derecha que dice “Fruto en que la flor se transfigura, sin dejar de ser flor”. El frugal coqueteo entre las artes visuales y las letras se fue trenzando poco a poco, generando eventualmente otros paradigmas.
El fenómeno que más me extasía (por supuesto, porque es el que he vivido) lo pienso a partir de la segunda mitad del siglo XX y lo que va del XXI. Refiero a les artistas visuales que a su vez fueron o son autores publicados, similar al caso de William Blake (1757 –1827), como lo son los artistas plásticos puertorriqueñes: Antonio Martorell, Elizam Escobar (1948-2021), Rafael Trelles, Elizabeth Magali Robles, Adál Maldonado (1948-2020), Noemí Ruiz, Carlos Collazo (1956-1990), Jaime Carrero (1931-2013), Margarita Sastre de Balmaceda o María Cadilla (1884-1951), entre otres. Y en casos inversos, podemos mencionar la fotografía y los dibujos del escritor Eduardo Lalo y los dibujos del poeta José Lezama Lima (1934-2009), entrelazados en su poemario La silaba en la piel; y los trabajos plásticos de los escritores, Xavier Valcárcel y Ángel Antonio Ruiz Laboy, quien además es músico. Y por supuesto, la pionera poesía concreta de Esteban Valdés, (1947-2020) por mencionar algunos ejemplos. También podríamos sugerir el vastísimo repertorio de carteles auspiciados por la División de Educación a la Comunidad (DIVEDCO,1949) que ensambló el mensaje literario al contenido visual. Pero lo que realmente me interesa es el binomio que define a artistas que cruzan el umbral de la hibridez de sus expresiones estéticas. Los que cultivaron o cultivan las letras y las artes plásticas, provocando lecturas polisémicas e interpretaciones sagaces entre dos fuerzas artísticas que revelan relaciones dialógicas inagotables.
Siempre he admirado a artistas que rebasan las fronteras de sus propias especializaciones, como podría ser el caso del artista plástico puertorriqueño, Jesús “Bubu” Negrón, quien es además un excelente guitarrista. Pero aborrezco los ataques entre ellos. Sobre todo, los que provienen de escritores, que en muchas ocasiones critican duramente a artistas plásticos que incursionan en la literatura por carecer de técnicas literarias “formales” o “academicistas” o, simplemente porque no tienen una imaginación muy fértil para las letras. Sin embargo, algunos escritores que incursionan en la plástica, sin tener entrenamiento formal, son bendecidos y alabados entre ellos mismos. Ese extraño juicio que a veces les hace creer que los que dominan la palabra avasallan todos los saberes humanos. Por supuesto, también están los artistas plásticos que se burlan con chistes hirientes y micro agresiones cuando el caso es inverso: con los escritores que pintan. Y no hablo de los que escriben poemas terapéuticamente, o pintan los domingos desde la marquesina o el balcón, sino de los que hacen el máximo esfuerzo con pertinacia y seriedad creativa.
En una exhibición retrospectiva en la que trabajé hace unos años, con una curadora puertorriqueña reconocida y el maestro pintor de la muestra (también puertorriqueño-también escritor), presencié entre ambos un careo de criterios divergentes. La curadora apalabró con excelso dramatismo filosófico la justificación del posicionamiento de una pintura que, según ella dialogaba armónicamente con otra, utilizando unos fundamentos sólidos. El artista justificó su oposición con palabras sencillas, pero para nada simples. La curadora salió molesta de la galería y el artista me dijo (o por lo menos lo dijo en voz alta):
“Ese es el problema de los que escriben, se creen que, porque dominan las letras, dominan todos los lenguajes y saberes artísticos habidos y por haber. La pintura es un lenguaje tan o más complejo como la palabra, carajo”.
La verdad es que ambos puntos de vista tenían gran fuerza semántica y erudición técnica, cada cual a su manera. Pero me limité a guardar silencio y seguí montando el resto de la exhibición, como si no hubiera escuchado nada. Mejor. El silencio a veces es tan poderoso como la palabra y la imagen.