Libros quemados, archivos celebrados
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Bibliotecas, libros, archivos, manuscritos, mapas: memoria organizada de la cultura letrada. Las huellas de su destrucción son heridas cauterizadas; signos de la paradoja humana, capaz de deleitarse tanto en la creación como en la ruina. Borrar el pasado para que sea olvidado, dejándoles a las verdades tan solo el recuerdo de la oralidad que muta, es maldad acumulada que la fuerza bruta exhibe en el estupro de la cultura. Capturar la historia prolongada de esa violencia contra el conocimiento y la memoria, contra las creaciones que nos liberan de la incivilización, y contra la cultura del libro, las bibliotecas y los archivos que autorizan nuestros relatos e interpretaciones, tal es el propósito de este libro obligado en la era moderna.
Richard Ovenden narra la historia perversa de los ataques reiterados que comienzan desde el inicio mismo de la escritura. El poder simbólico que representa destruir pedazos de cultura, de reducir a escombros las historias identitarias de los grupos humanos, preservadas en libros, bibliotecas, archivos y museos, es una gratificación obscena para aquellos que tiran hacia lo oscuro. Para ellos, su victoria no acaba con la muerte de su oponente y la apropiación de sus haberes; es preciso aniquilar su memoria y convertirla en la nada, en ese no-ser desvanecido de lo que nunca existió. La agresión deliberada contra los “cuerpos de conocimiento organizados” y contra la “cultura de la documentación” se remonta a los tiempos previos de la era cristiana; a la Gran Biblioteca de Alejandría, arquetipo imaginario de la civilización occidental del mundo antiguo; a las civilizaciones egipcias, persas, griegas y romanas que quemaron libros, imágenes y documentos para higienizar el pasado. La sobrevivencia de aquel ethos antiguo que veía en la preservación, organización y accesibilidad de las producciones espirituales un valor humano central, pudo haber desaparecido por la misma contingencia fortuita que, afortunadamente, lo preservó. Sin ese legado de libros, archivos y bibliotecas que no sucumbieron a los desmanes de los bárbaros, una larga edad de piedra hubiera sido nuestra suerte.
Al destruir los archivos, se borra la historia. Allí se documentan las acciones, decisiones y procesos que son el corazón de la narración histórica; que trazan “la ruta”, piensa el autor, para el libro como unidad temática, cuyas ideas enlazan distantes aconteceres en un relato significativo. El objeto cultural del libro ha sido el medio por excelencia para difundir ideas y religiones, prácticas y experiencias vitales, así como para preservar identidades y saberes de los grupos humanos. Se guardan en espacios reservados para su preservación, conservando el aura de sus orígenes en su corporeidad tangible; pero se mueven y viajan, fecundando en las regiones más insospechadas. Literaturas, ciencias, organizaciones sociales y políticas, lenguajes, y toda la inmensa antropología cultural que nos une y nos distingue como miembros de una especie: tales son los patrimonios transmitidos entre culturas y civilizaciones como herencia acumulada. Sin esos legados escritos de la raza que perviven, la experiencia humana enriquecida por siglos de imaginación quedaría reducida a escombros. Modo cultivado de transmitir entre generaciones, la escritura proviene de la educación y la investigación, y regresa a ellas para su continuidad. No son extrañas, por tanto, las agresiones consistentes a los lugares que preservan esa experiencia de conocimiento, arte y cultura; tampoco asombra la purga de los intelectuales con sistemática saña, en distintas épocas, ni el descuido malicioso de bibliotecas, archivos, universidades y museos por aquellos que ostentan el poder de suprimir ideas y creencias. La destrucción como forma implacable de censura nunca ha sido un “daño colateral” o un accidente lamentable, sino un modo deliberado y punzante de “borrar las huellas”, como hubiera dicho Brecht.
El 10 de mayo de 1933 ocurrió un evento tenebroso, recordado por su fuerza simbólica, dedicado a la quema de libros por los nazis. Fue el inicio de una vorágine para erradicar las bibliotecas públicas, las librerías, y exterminar a los escritores indeseados por ser comunistas, homosexuales o judíos. Destrucción, intolerancias, prejuicios y racismos comulgan siempre en el mismo templo. Aquel suceso de triste recuerdo, imborrable de la memoria reciente, tenía una larga historia que le precedía y otra que le sucedería. Desde la quema de bibliotecas y archivos de las civilizaciones de la antigua Mesopotamia, la enorme resistencia de monjes en el norte de Europa para evitar la desaparición de colecciones medievales, los millares de libros quemados o mutilados por la llamada Reforma europea del siglo XVI, la destrucción o apropiación de archivos durante las empresas coloniales, la devastación de bibliotecas emblemáticas –la Biblioteca de Oxford en 1550, la Biblioteca del Congreso en 1814, la Biblioteca de la Universidad de Louvain, quemada dos veces por los alemanes en 1914 y 1940– hasta los cien millones de libros arrasados en el Holocausto entre 1933 y el fin de la Segunda Guerra Mundial, las decenas de bibliotecas y archivos destruidos en Bosnia por orden del presidente serbio Slobadan Miloševic, el incendio voraz a los archivos de la Biblioteca Nacional de Bagdad en la segunda guerra del Golfo (extendido luego a museos y lugares icónicos); en fin, una perversa historia de horror y genocidio cultural está documentada en este libro cuyo tema es, en su fondo, civilización y barbarie.
El acecho a los registros escritos y a la cultura de la documentación no acaba con el aluvión digital; por el contrario, se agrava por la infundada creencia de que digitalizar es preservar: “almacenar no es preservar”, nos recuerda el autor. Las formas digitales, valiosas y celebradas con razón en nombre de la apertura, accesibilidad y socialización del conocimiento, son vulnerables a los ataques de los nuevos (y viejos) bárbaros, y están dominadas por una reducida oligarquía de compañías privadas que se han apropiado sigilosamente del conocimiento social. El fetichismo de esas formas digitales, pobladas de paradojas, todavía aguarda por el escrutinio crítico para eludir sus riesgos. Por eso los sitios destinados a bibliotecas y archivos nunca serán redundantes a la información digitalizada. Continuarán siendo los referentes fijados que preserven la presencia aurática de los lugares consagrados a la cultura humana.
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Arcadio Díaz-Quiñones: Archivo, Memoria, Historia reúne las agudas aportaciones de este crítico, ensayista e intelectual puertorriqueño y caribeño. Al publicar este archivo de su obra, Díaz-Quiñones comparte con generosidad un acervo guiado por el rigor y el compromiso que nos ayuda a pensar a Puerto Rico y al Caribe, y a explorar nuevas conexiones con un pasado saturado de omisiones y distorsiones, de censuras e intervenciones imperiales. Pese a ser un archivo aún “en construcción”, sus contenidos ya rescatan una memoria valiosa que sirve de marco conceptual para una mirada perceptiva y crítica de la cultura, la literatura, el arte y la historia caribeña.
Archivo, memoria e historia son palabras escogidas, en riguroso orden y puntillosa cautela, que la obra de Díaz-Quiñones (susceptible ahora a una visión sinóptica, gracias a este archivo) segrega por todos sus costados, en la que se destacan esos referentes de roca tosca para elaborar nuevos imaginarios. Alejado de cierta crítica literaria demasiado entretenida en el juego de su lenguaje y ávida por la interpretación deslumbrante, Díaz-Quiñones es siempre reflexivo y cauto, libre del efectismo liviano, como el intelectual de recia formación que sabe que es preciso bajar a las minas para el conocimiento y la crítica fundada; y, desde ahí, elaborar interpretaciones comprensivas e ilustradas.
El archivo contiene sorpresas gratas, incluso para los que conocemos y admiramos la obra de Díaz-Quiñones. Las conversaciones con Juan Flores sobre la diáspora, o con el poeta Noel Luna sobre Cuba y Puerto Rico no son, o con Javier Ortiz sobre el Caribe heterogéneo, así como sus escritos sobre la poesía de Angelamaría Dávila, los ensayos sobre César Andreu Iglesias: la esperanza en la derrota, el texto biográfico de Gilberto Concepción de Gracia y el prólogo a las Cuatro Estaciones de Vanessa Droz, son regalos luminosos de este preciado archivo. Cuenta, además, con videos e imágenes que enriquecen el acervo y le imprimen una estética para la recordación. Lo que cuentan las imágenes ha sido siempre un tema recurrente de Díaz-Quiñones. Por eso las fotografías, los carteles, las artes gráficas y las imágenes de danza coexisten integralmente en el concepto de este archivo.
Leer nuevamente los trabajos de Díaz-Quiñones sobre figuras fundacionales de la literatura puertorriqueña –Luis Lloréns Torres, Antonio S. Pedreira, Luis Palés Matos, René Marqués, José Luis González, Nilita Vientós Gastón– o caribeña como en los ensayos sobre José Martí, Pedro Henríquez Ureña, Antonio Benítez Rojo o Fernando Ortiz, nos permite recorrer ese amplio mapa de una tradición letrada marginada que perdura. La inclusión de temas invisibilizados, como el Prejuicio racial en Puerto Rico en la obra de Tomás Blanco o Transmigración y transculturación en Fernando Ortiz y Allan Kardec, nos ayuda a capturar continuidades desapercibidas que merecen un tratamiento pormenorizado por futuros investigadores. Las sinopsis de sus libros y libros editados ofrecen, igualmente, un panorama ilustrado de la anchura de sus intereses literarios e intelectuales: la “memoria rota” o “integradora”, colonialismos, imperios y diásporas, identidades y clases, prejuicios y el “’arte de bregar”, tradiciones literarias e intelectuales caribeños.
La obra de Arcadio Díaz-Quiñones sobre la modernidad puertorriqueña brinda un contexto rico para entender la complejidad de un país, como Puerto Rico, en el umbroso entorno caribeño. Desde el pasado y el presente que se juntan, desde las sinuosidades del adentro y el afuera, Díaz-Quiñones se ha encargado de interpretar nuestras cuitas, procurando montar un archivo que queda como testimonio de su compromiso. Duele mucho que instituciones puertorriqueñas, como la Universidad de Puerto Rico donde él estudió y enseñó durante más de doce años o la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española, traten con cierta indiferencia a uno de los principales intelectuales y ensayistas del Caribe contemporáneo. El silencio ante su gran libro, Sobre los principios: los intelectuales caribeños y la tradición, publicado en Argentina por Carlos Altamirano (accesible su introducción en el archivo), es un indicador imperdonable. Deberíamos todos agradecer esa generosidad intelectual y patriótica porque Arcadio Díaz-Quiñones ha estado siempre presente cuando cuenta.
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En tiempos de zozobra necesitamos un ancla. Las ingratas historias de la destrucción inmisericorde de libros, bibliotecas y archivos nos recuerdan cuán vulnerable ha sido el conocimiento humano, y cuán frágiles sus verdades. El libro Burning the Books de Richard Ovenden nos narra los encuentros cercanos con la incivilización, mientras el archivo de Arcadio Díaz-Quiñones nos recuerda que todavía hay esperanzas. A pesar de los momentos de desangrados límites, la cultura letrada ha sobrevivido. Pero aún persisten los escollos edificados por una cultura antiletrada que desvaloriza la sabiduría y las experiencias acumuladas. Las bibliotecas públicas están desapareciendo, no porque alguien las incendie o las destruya intencionalmente, sino porque carecemos de políticas públicas y voluntad social para protegerlas. Los archivos también languidecen polvorientos, sin los cuidados de la preservación profesional. Ni siquiera tienen que existir ya los viejos bárbaros para su aniquilación. Los nuevos que están a cargo de la función pública desechan tesoros escritos con su inacción negligente. La cultura de la documentación ha sido desplazada por la incultura de la indiferencia. Cómo no celebrar, entonces, un libro que rescata la memoria de la destrucción para defender la preservación, y la aurora de un archivo que permite releer y repensar un presente continuo que funde la memoria y la esperanza.