Loíza afuera, Loíza adentro: Jack Délano y Daniel Lind Ramos
In this life, in this, oh sweet life,
we’re coming in from the cold.
-Bob Marley
Loíza es un pueblo costero del norte de Puerto Rico existente desde el siglo XVII, oficialmente fundado en 1719. Por la fortaleza y longevidad de sus tradiciones populares, se le conoce como la “Capital de la tradición”. Es el pueblo puertorriqueño con mayor población afrodescendiente, alrededor de un sesenta y cinco por ciento. El número de artistas puertorriqueños que, a partir de la década del cincuenta, se acercó a la representación de este pueblo y sus tradiciones es considerable, al punto de que en la plástica nacional, Loíza funge como custodia de la esencia de los valores puertorriqueños, espacio casi mítico de preservación de una asediada identidad que reconoce a África como su lugar originario.
En la construcción de una identidad puertorriqueña en el contexto colonial, el reconocimiento de la cultura africana como determinante fue motivo de debate en la primera mitad del siglo veinte por literatos e intelectuales tales como: Antonio S. Pedreira, Luis Palés Matos y Tomás Blanco; y en la segunda mitad, por José Luis González, Isabelo Zenón y Marie Ramos Rosado, entre varios otros. Conocida es la posición de González, en su ensayo “El país de los cuatro pisos” de 1980, sobre la herencia africana como la más pertinente a la hora de definir lo puertorriqueño. Asimismo, esta discusión fundamentó un considerable número de creaciones musicales, coreográficas, teatrales, cinematográficas y plásticas nuestras, sobre todo a partir de la década de los cincuenta.
No obstante, en estos nuevos tiempos en que se nos informa que los asuntos de identidad ya están superados, la presencia de Loíza en el arte puertorriqueño añade otras interrogantes a las ya existentes por más de medio siglo. Al hablar de Loíza: ¿Quién se expresa? ¿Desde qué lugar se opina? ¿Qué autoridad anima tal discurso? ¿Qué aporta, qué revela tal disertación? En más de una ocasión, quien define no es afrodescendiente y su relación con esa comunidad es distante, por lo cual nos preguntamos: ¿Es imprescindible que quien defina pertenezca a ese lugar? ¿Y cómo definimos esa “pertenencia”? ¿Por nacimiento? ¿Por la pigmentación cutánea? ¿Por el estrato social?
Otra de las dificultades más agudas que enfrentamos al adoptar un enfoque esencialista de la cultura afropuertorriqueña es que al insistir en los “valores puros” de una comunidad como Loíza, se desestima su inserción en el mundo que habita. Su espacio se presenta como uno a-histórico, segregado del resto, cual reservación. Se niega su participación en la historia y se le condena a un perenne exotismo que nada tiene que ver con su realidad, en lo que no es más que otro modo de exclusión racista y clasista a la que ya ha estado sometida por siglos. La construcción de un imaginario afropuertorriqueño es, por tanto, una tarea plagada de estimulantes obstáculos. Por ello, y para abordar estas interrogantes, ubicamos creaciones pertinentes en la obra de dos distintos artistas, Jack Délano y Daniel Lind Ramos, cuyas obras inciden en la pregunta que flota sobre una buena parte de la producción artística puertorriqueña, el asunto de quiénes somos y hacia dónde vamos.
Jack Délano nace en 1914 en Ucrania, donde vive hasta los nueve años cuando su familia emigra a Estados Unidos. En Filadelfia se educa como artista gráfico, fotógrafo y músico. En 1941, en su carácter profesional de fotógrafo de la Farm Security Administration, es enviado a Puerto Rico donde permanece tres meses, justo después de un periplo por los estados del sur de Estados Unidos. Es ahí donde enfrenta por primera vez el dramático problema de la segregación racial estadounidense, por lo que el contraste entre esta segregación y la situación de mestizaje que encuentra en Puerto Rico lo llevará a considerar el asunto racial como uno de relevancia a la hora de dar cuenta de la cultura puertorriqueña. A partir de 1946, año en que se establece definitivamente en Puerto Rico junto a su compañera Irene, y hasta su muerte en 1997, su obra acusará un interés particular y constante en la discusión de la herencia africana como fundamental para entender la nación puertorriqueña.
Délano se destaca como fotógrafo, ilustrador, escritor, compositor y cineasta, por lo cual su propuesta afropuertorriqueña no se circunscribe a un medio artístico específico. No obstante, es justo decir que la música es uno de los medios privilegiados por Délano al dar cuenta de nuestra compleja fusión cultural. En su producción musical de los años cincuenta y sesenta, Délano incorpora elementos provenientes de culturas que tradicionalmente se han considerado primordiales al constituir una identidad puertorriqueña. Por ejemplo, en sus composiciones para voz, Délano echa mano de textos de autores puertorriqueños, tales como Tomás Blanco y Luis Palés Matos, junto al romancero español, con su amplia amalgama de poetas árabes, judíos e hispánicos. Musicalmente, Délano incorpora ritmos, armonías y melodías provenientes de las culturas europeas, hispánicas, árabes, judías, sub-saháricas y caribeñas. Su producción musical, vista en su conjunto, resulta en una suma de culturas que bien ejemplifica el sincretismo con que usualmente se ha definido nuestra cultura.
El interés de Délano por la tradición afropuertorriqueña se manifiesta ya en 1956, año en que compone, a petición de la nueva compañía Ballets de San Juan, el ballet La bruja de Loíza. La obra está basada en un cuento popular recogido en Loíza por Ricardo Alegría, y coreografiada por Ana García, directora de la compañía. Este ballet marca un hito en la historia de la danza en Puerto Rico, pues se trata del primer ballet concebido como ballet puertorriqueño. Con ello, se trataba de cumplir con la máxima del dramaturgo Emilio S. Belaval de 1948, esta vez aplicada al ballet clásico: “Algún día de éstos tendremos que unirnos para crear un teatro puertorriqueño, un gran teatro nuestro, donde todo nos pertenezca: el tema, el actor, los motivos decorativos, las ideas, la estética. Existe en cada pueblo una insobornable teatralidad que tiene que ser recreada por sus propios artistas” (Morfi, 370).
En La bruja de Loíza convergen elementos contradictorios que hacen de la misma una obra paradigmática.1 Nos enfrentamos a una coreografía para ballet clásico europeo con una composición musical para una orquesta igualmente europea, pero mestizadas con movimientos tomados de bailes populares y ritmos y melodías de la cultura popular afroantillana. La partitura creada por Délano (quien tuvo, además, a su cargo el diseño de escenografía) inicia con un vigoroso golpe de tambores que anuncia sin equívocos su lugar de proveniencia no–europeo, para entonces dar paso a la orquesta sinfónica en pleno. Délano evade el posible escollo principal de tal pieza, la imitación burda de ritmos populares, arreglados y diluidos para consumo de una élite ajena a tales manifestaciones culturales. En su música, por el contrario, logra una síntesis en la que los elementos populares son reconocibles pero nunca supeditados al lenguaje clásico europeo. Su mayor logro es identificar a Loíza como parte imprescindible de la cultura puertorriqueña, en un momento histórico en que tal identificación era comúnmente inadmisible. Que La bruja de Loíza sea el “primer ballet puertorriqueño” y se haya escogido una comunidad afrodescendiente como protagonista, es un esclarecido intento por hacer más inclusiva una definición cultural y tender puentes entre comunidades tradicionalmente en pugna, para observarse y reconocerse como parte de una misma circunstancia, pero sin eludir las contradicciones entre las mismas.
Estrategia similar observamos en la obertura sinfónica de 1966, La reina Tembandumba, basada en el poema Majestad negra de Luis Palés Matos. A partir de este poema, en el que Palés evoca la presencia de una reina africana, Délano maneja elementos musicales que invocan tanto a las culturas sub-saháricas como aquellas del norte de África; al unirlos a los de Puerto Rico, subraya la presencia de una compleja pluralidad en la constitución de una identidad. Su recurso es una muy occidental orquesta sinfónica, en la que sorpresivamente privilegia al más humilde de los instrumentos, los palitos o la clave, sobre la cual deposita la responsabilidad de cerrar la pieza. Délano lleva la orquesta a una fortísima coda, para entonces silenciarla y dejar solos a los palitos en la nota final.
Como suma de estos intereses, en 1987, Délano estrena su opera magna Burundanga, para orquesta sinfónica, coro y tres solistas. La pieza está basada en el poema de Palés Matos Canción festiva para ser llorada (1929). La elección de Délano de este poema es muy reveladora, pues en él, según su estudiosa Mercedes López-Baralt, “se abrazan las Antillas menores con las mayores, las francesas con las holandesas, las inglesas con las hispanas” (Palés Matos, 42). Palés Matos utiliza aquí el hispánico romance como forma poética, en un poema que celebra la afro-antillanía y en el que privilegia, como una tríada definitoria del Caribe, a tres islas:
Cuba –ñáñigo y bachata–
Haití –vodú y calabaza–
Puerto Rico –burundanga– [119]
El proyecto musical de Délano es cónsono con la poética de Palés Matos. En su presentación sonora del texto, polifacético artista congrega todos los recursos que le ofrece la orquesta sinfónica y las voces de Occidente junto a instrumentos y formas musicales extraídas tanto de Europa como de la complejidad cultural del continente africano y la región antillana. El resultado es una obra difícil de clasificar en el canon occidental, cuya mejor descripción es, precisamente, su título: burundanga.
Una proposición comparable observamos en la producción de las ilustraciones para el libro El traje nuevo del emperador, realizado por Délano en colaboración con su compañera Irene en 1971. Aunque el conocido cuento se desarrolla en la Europa medieval, los Délano transfieren la acción al Viejo San Juan y sus personajes son todos boricuas. Las ilustraciones hacen énfasis en el mestizaje puertorriqueño de dos formas principales: por un lado, los ropajes de los personajes son decorados con estampados y diseños provenientes de Europa, África y Boriquén, en una mezcla de diseños taínos con diseños medievales que lejos de representar un conflicto cultural, ofrece una concordia en la diferencia.2 Por otro lado, los rostros de los personajes revelan toda una amplia gama de colores de piel sin que predomine una. En un guiño a la diversidad, en aquellas escenas en las que aparecen padres e hijos, los Délano presentan a éstos con color de piel distintos.
En el mundo del emperador de este cuento, la pigmentación de la piel no determina la clase social. El emperador es más oscuro que varios de sus sirvientes, por lo cual el color resulta intrascendente al establecer jerarquías sociales. De este modo, los Délano desmitifican la pigmentación de la piel como característica única o definitoria de la experiencia puertorriqueña, para subrayar aquello que les parece más pertinente: las divisiones de clase. El trabajo aparece como el elemento definitorio de los personajes del cuento. Esa misma idea apuntala el ejemplar ensayo fotográfico de Délano, Contrastes: cuatro décadas de cambio y continuidad (1982), en el que presenta a una colectividad puertorriqueña variopinta, cuyas relaciones, armoniosas o contradictorias, se revelan a través del trabajo y las diferencias de clase.
Ciertamente, la propuesta de Délano resulta polémica ante el hecho de que proviene de un extraño a la experiencia loiceña y afrodescendiente. Se hace necesario, entonces, confrontarla a expresiones provenientes de artistas naturales del lugar, para auscultar posibles correspondencias o discrepancias. Para este ejercicio, resulta ejemplar la obra de Daniel Lind Ramos. Nacido en 1953 en Loíza, donde vive y trabaja, Lind Ramos produce un arte firmemente afianzado en su pueblo de origen. Su producción gira en torno a esa zona que, si bien acusa unas condiciones muy particulares, se propone en su arte como microcosmos de la sociedad puertorriqueña en conjunto.
A diferencia de otros creadores, Loíza no aparece en la obra de Lind Ramos como “repositorio de la pureza cultural”, contenedor o protector, cual caja fuerte, de los “nobles valores” de la identidad puertorriqueña. Por el contrario, Loíza se presenta como el lugar que mejor revela las contradicciones y conflictos que afloran en la producción de esa identidad. Por ello, es un espacio que se construye como permeable a todas las influencias que lo puedan asediar, sin considerar ninguna de ellas como ajena. Lejos de presentarnos una zona incontaminada, Lind Ramos posibilita la entrada de todo aquello que pueda poner en peligro su supuesta pureza, ya que aquella se reconoce lo suficientemente fuerte, potente y creativa como para apropiarse de todo lo que el centro le niega sin correr el peligro de corromperse.
El compromiso artístico de Lind Ramos ha sido desde décadas con el muy tradicional arte de la pintura al óleo. Maestro indiscutible de la luz y del color, es este elemento el que distingue su producción de décadas. Sorprendió, empero, su exhibición de noviembre de 2013, en la que mostró cuatro telas de gran formato con dibujos al carboncillo, estrictamente en blanco y negro.3 La eliminación del color favorece, primero, una atención aguda a la estructura formal de la imagen y, segundo, a una mayor concentración en la temática de la misma.
El inusual tamaño de estos dibujos apunta al muralismo, formato que en Puerto Rico no ha gozado de buena fortuna, pues exige un apoyo institucional inexistente. No es de extrañar, entonces, que aquellos artistas puertorriqueños que crean trabajos de aliento muralista en los que celebran la colectividad y su ansia por la independencia, hayan visto sus espacios reducidos a bocetos o miniaturas, como sucede, por ejemplo, con la obra de Carlos Raquel Rivera. Lind Ramos elimina el color y aumenta la escala de sus dibujos como demostración potenciadora de un factible muralismo.
Estos dibujos surgen como consecuencia de eventos reales acontecidos en Loíza. En las pasadas décadas, el pueblo ha estado amenazado por el despojo de las tierras de sus habitantes originarios, para dar paso a la construcción de proyectos vacacionales de alto costo vedados a los propios loiceños. El intento de destrucción de la comunidad tuvo un dramático comienzo en el año 1980, en el que una madre de seis niños, Adolfina Villanueva, fue asesinada por la policía y su esposo herido, para formalizar un desahucio de su tierra y la destrucción de su vivienda en el barrio Tocones. Este crimen quedó impune. Décadas después, reverbera en la conciencia loiceña.
Lind Ramos aborda abiertamente este hecho en sus dibujos. Presenta la lucha de la comunidad desde una perspectiva simultáneamente histórica y mítica, sin que ello represente una contradicción. Se iguala lo militar y lo cultural como dos aspectos de una misma forma de combate. En el dibujo Victoria en Cangrejos, por ejemplo, la victoria es tanto militar como artística. Los arietes que se emplean en la contienda llevan a la cabeza máscaras de vejigantes y la guerra es librada al son de congas y trombones, mientras los artesanos continúan con su labor artística. Con esta imagen, Lind Ramos evoca el Ex-voto del sitio de San Juan por los ingleses de José Campeche, quien en 1797 pintó la misma invasión con un texto adscribiéndole el triunfo de los puertorriqueños “principalmente a la Santísima Virgen N. S. quien…se ha manifestado siempre protectora de los que en urgentes necesidades devotamente la han imbocado” (sic). Tanto en Campeche como en Lind Ramos, el logro es resultado de la íntima unión entre la fuerza terrenal y la mítica. Con estas imágenes, separadas por dos siglos, ambos artistas construyen una épica (visual) fundacional necesaria en el espacio colonial. Característicamente, en la épica de Lind Ramos no se precisa una época: la batalla de 1797 es la misma batalla de 2013, en una deliberada amalgama de tiempos que insiste en la trascendencia de la comunidad y su centenaria resistencia.
En La batalla por Tocones Lind Ramos contextualiza las fiestas populares de Santiago de Loíza al colocar máscaras de caballeros en la maquinaria que aplasta la comunidad, representada por guerreros ataviados con máscaras de vejigantes. Estas máscaras no se muestran por razones de “color folclórico”, sino por su potencial como acoplamiento de lo espiritual con lo histórico. En esta imagen la lucha es consecuencia de la muerte de Adolfina Villanueva, la “Gran Vejiganta”, quien aparece acompañada por una madre y su niño, una figura presa del dolor y un músico que enarbola su güiro cual arma de combate. Estas mismas figuras se observan en la Elegía a la Gran Vejiganta, en la que esta mujer cobra más protagonismo, al igual que los cuatro músicos que la lloran. Las máscaras fungen como respuesta simbólica de la comunidad a los intentos por desaparecerla.
La Apoteosis de la Gran Vejiganta reitera la utilidad de la creación musical como arma de defensa. La obstinada presencia de la bandera de Puerto Rico establece que esta batalla no es la de una comunidad particular aislada, sino la de toda una nación. Lind Ramos señala que la puesta en venta de Loíza a capital extranjero y el trato racista que reciben sus habitantes, en fin, la batalla de Loíza por su sobrevivencia, es la batalla de la nación puertorriqueña toda. Sus dibujos son una urgente advertencia de la necesidad de unidad en la consecución de una liberación colectiva.
Las construcciones que acompañan estas telas son igualmente reveladoras. Son concebidas como altares y, pese a cargar con un peso mítico muy fuerte, Lind Ramos introduce elementos en ellas que lo niegan, en tanto reúne materiales naturales (troncos, pencas, ramas) con herramientas de cocina y de trabajo, además de tecnología digital (vídeo). Lo artesanal y lo industrial, mito y cotidianidad, historia y espiritualidad, ayer y hoy, todo se fusiona. Los tiempos, los trabajos, los materiales se hacen uno, como una sola es la centenaria lucha por la liberación nacional.
En este gran conflicto, el trabajo resulta clave para la liberación. La comunidad se define por su trabajo: su ingeniosa cultura alimentaria, su imaginación musical, su estrecha y respetuosa relación con la naturaleza. Al polemizar la explotación de su comunidad, Lind Ramos destaca las diferencias de clase sobre la pigmentación de la piel. De ahí la pertinencia de mostrar objetos tales como palas, picos y cacerolas, pues la mirada sobre los implementos de trabajo necesariamente apunta a los trabajadores y la lucha por su dignidad.
Yerra, sin embargo, quien considere el arte de Lind Ramos como provinciano, limitado a problemáticas “locales”. Mirar el trabajo –actividad, que según Marx, nos diferencia de los animales– implica mirar la humanidad toda. Esa visión nos inserta en un continuo histórico que necesariamente incluye el quehacer intelectual y artístico. El trabajo de Lind Ramos está afianzado tanto en la experiencia de su comunidad como en las estéticas históricas y contemporáneas. Ni la pintura al óleo ni las construcciones con vídeo son autóctonas de Loíza. Esta es, por tanto, una creación culta, de un excepcional refinamiento, consciente de que honrosamente puede insertarse en los circuitos “internacionales” del arte. Gran arte, en fin, que indiscutiblemente legitima la sentencia de Nilita Vientós Gastón, de 1964:
Todos los grandes escritores y artistas son universales porque son nacionales… Cervantes, Tolstoi, Dostoievski, Balzac, Dickens, Proust, Thomas Mann, Faulkner –para sólo citar algunos grandes novelistas– deben su gloria al hecho de que la intensidad de su visión de lo nacional les llevó a la comprensión de lo universal. Lo nacional no es la negación de lo universal: es el único camino para llegar a él. [113]
La reflexión de Lind Ramos sobre los implementos de trabajo recuerda la decisión tomada por Jack Délano al diseñar la portada de su libro En busca del Maestro Rafael Cordero (1994). A pesar de haber producido una cuantiosa cantidad de ilustraciones para este libro, Délano cedió su portada al retrato del Maestro Cordero pintado por Francisco Oller entre 1890-92. En el mismo, observamos al maestro en clase junto a sus estudiantes de variados colores de piel e, igualmente, la mesa con las herramientas y los materiales que revelan el trabajo que le permite comer al Maestro: el de tabaquero. La elección de Délano para su portada fue la correcta, pues la pintura de Oller, como la obra de Lind Ramos, apunta al trabajo como la actividad que con más claridad define a la colectividad puertorriqueña y su lucha contra la opresión colonial. En ello, nuestros artistas no andan solos. Invoquemos, por tanto, los versos de Juan Antonio Corretjer:
Gloria a esas manos aborígenes porque trabajaban.
Gloria a esas manos negras porque trabajaban.
Gloria a esas manos blancas porque trabajaban.
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Notas:
- Uso el término en el sentido de Yolanda Wood, en Islas del Caribe: naturaleza-arte-sociedad (La Habana: Editorial UH, 2011), p. 19.
- Agradezco a la curadora Arlette de la Serna por llamar la atención sobre este asunto.
- En el Museo de las Américas, San Juan.
Leído en el Coloquio Internacional “La diversidad cultural en el Caribe”, Casa de las Américas, La Habana, 2015.
Bibliografía:
Délano, Jack e Irene. 1971. The Emperor’s New Clothes. New York: Random House.
—. 1994. En busca del Maestro Rafael Cordero. Río Piedras: Editorial de la UPR.
Délano, Jack. 1956. La bruja de Loíza. Hológrafo.
—. 1966. La reina Tembandumba. Hológrafo.
—. 1987. Burundanga. Hológrafo.
—. 1990. Puerto Rico Mío. Washington: Smithsonian Institution Press.
Morfi, Angelina. 1980. Historia crítica de un siglo de teatro puertorriqueño. San Juan: Instituto de Cultura Puertorriqueña.
Palés Matos, Luis. 1993 (1937). Tuntún de pasa y grifería. Edición de Mercedes López-Baralt. San Juan: EDUPR / ICP.
Vientós Gastón, Nilita. 1984. Índice cultural: Ensayos y reseñas 1963-1966. Tomo V. Río Piedras: Editorial de la UPR.