Los actos gratuitos
A propósito de Jesmyn Ward
I
Este ensayo es una carta de amor.Ya es enero y estamos en New Orleans, donde los locales hablan desde la inmediatez de un huracán, aunque han pasado más de doce años desde el día del desastre y el día de hoy, que hacemos camino por la ciudad en busca de donas francesas. Pero antes de comer, Ariadna y yo nos prometemos comportarnos como gente culta.
Por una bocina en una sala de exhibición de un pequeño museo estatal, escucho la voz de un hombre que asistió a una desconocida durante su parto en Katrina. Cuenta la voz que la casa donde estaban estaba inundada de aguas usadas y que, sin saber muy bien qué hacer, el hombre pidió a dios que purificara su mano para poder sacar el bebé. Los curadores de la exhibición identifican al hombre como un ordinary hero. A juzgar por las demás voces que suenan desde cada una de las bocinas en la sala, no fue el único.
La exhibición nos pone triste. No importa que luego hayamos conseguido mesa en el lugar de las donas francesas sin hacer fila. No importa que pasamos el resto de la tarde y de la noche escuchando música desde todas las esquinas. En el museo descubrimos que las esquinas donde las ráfagas tumbaron los letreros de PARE son iguales en todos lados. Quise decir esto último de una forma más culta, menos clichosa, mas no se puede esperar mucho de un turista.
Al día siguiente tomamos un streetcar hasta la universidad de Tulane y caminamos por un parque, donde Ariadna intentó hacer amistad con unos patitos, que no se dejaron. En Tulane, quise mucho que nos topáramos en el camino con Jesmyn Ward, que es profe de escritura creativa allí. De Ward he leído las novelas Salvage the Bones y Sing Unburied Sing, ambas ganadoras del National Book Award.
Esto dice Jamaica Kincaid de los turistas:
…every native of every place is a potential tourist, and every tourist is a native of somewhere. Every native everywhere lives a life of overwhelming and crushing banality and boredom and desperation and depression, and every deed, good and bad, is an attempt to forget this. Every native would like to find a way out, every native would like a rest, every native would like a tour. But some natives—most natives in the world—cannot go anywhere. They are too poor…and they are too poor to live properly in the place where they live, which is the very place you, the tourist, want to go…[1]
Reconozco que la cita es más sobre los locales que sobre quienes hacemos camino por los lugares de los cuales ellos no pueden salir. Aunque quizás a lo que apunta Kincaid es que la distinción entre ambos grupos no tiene tanto que ver con quiénes pertenecen al lugar del encuentro y quiénes no, sino que pertenecer a un lugar no necesariamente implica poseerlo. Y que hay un porciento pequeñito de la población mundial que posee lugares a distancia, sin siquiera saber que existen. Hasta que un día—para escapar del aburrimiento—lo ‘descubren’. Y entran y salen del lugar con la velocidad del viento. Solo que su paso por allí no queda como desastre para el récord. Quise decir esto último de una forma más contundente, menos previsible, mas yo soy aburrido hasta cuando viajo.
También fuimos a la casa-librería William Faulkner. De Faulkner, he leído As I Lay Dying y Faulkner, Mississippi de Edouard Glissant. Aunque ahora que agarro este último, solo tengo marcado hasta la página 76. Lo que me provoca sospecha. Escribe Glissant: “Can literature make one forget grief and injustice? Or, rather, is literature, and particularly the work of Faulkner, inextricably tied to grief and injustice so as to be able to point them out or fight against them.”[2] Intuyo que esta pregunta posiblemente orientó a los curadores de la exhibición sobre Katrina. En particular, ¿si habrá en el turismo espacio para reconocer y considerar el dolor y la injusticia experimentadas por otros, aun cuando el turismo esté fundamentado en la injusticia y el dolor, según repartidos mundialmente? Los turistas, se debe decir, acostumbran cargar con libros debajo del brazo. El mío, por ejemplo, quedó cubierto de azúcar de donas francesas.
II
Este ensayo es una carta de amor.
Ward, como Faulkner, es natural de Mississippi. Y sus novelas también exploran costumbres y quehaceres del sur americano. Solo que los personajes de Ward, en su mayoría, son negros y al otro solo le importaban los blancos. Al final, no nos topamos con ella en Tulane, pero sí me topé con esta cita en su Men We Reaped, que leí de vuelta en Puerto Rico:
We came from such vastly divergent backgrounds. Every time some ill luck befell my family, some unique confluence of events that bespoke what it meant to be poor and Black and southern, it shocked him. He hadn’t signed up for that. He wanted to be young and moneyed and have fun, and all the messy facts of my life, my history, who I was and where I came from, were anything but fun. He was the first real boyfriend I’d had, possessed of the same preternatural beauty my father had, and in the end he walked away just as my father had.[3]
La traigo a colación aquí, ahora, porque saca a relucir una verdad de mi relación con Ariadna que si bien siempre o casi siempre tenemos presente, y sobre la cual hemos conversado una y otra vez a lo largo de los años, nunca hemos logrado ‘resolver’. El contexto para la cita es la muerte, en un accidente de tránsito, del hermano menor de la autora. El contexto también es que su hermano—un joven afro-americano de 19 años en Delisle, Mississippi—no fue el único de sus seres amados que murió joven. El contexto es que el novio de Ward no venía del sur, sino del norte. De una familia más parecida a las familias para quienes la mamá de la autora trabajaba limpiando sus casas. El contexto entonces es que yo nos leo ahí. Que conversando, a lo largo de los años, acerca de ‘la vida’ de cada cual, mi reacción ante las anécdotas de Ariadna—de dónde y cómo estudió, desde cuándo, en qué y por qué trabajó, de qué cosas hacía su familia los fines de semana o en navidades o en verano, de cuando no había luz o agua en la casa, o de cuando no podía salir de su casa porque tenía que cuidar de sus hermanos, de cómo siempre ha cuidado de sus hermanos — es de asombro. Yo la escucho y lo único que se me ocurre hacer es proclamarla un ordinary hero. Escribirlo en la pared. Lo que estaría muy bien si nuestro apartamento fuera una sala de museo, en lugar de una casa para convivir. Escribe Ariadna:
En casa no faltaba la comida per se [cualificar es temer]… En la nevera, pan especial y queso de sándwich. Mantequilla, pero no siempre. ¿Es posible concebir tal providencia en la carencia? No tenemos que decir mucho más. Todos los días comimos a cuenta de que otros y otras lo dejaran de hacer. Mamá. Papá. Ambos. Es un superpoder no comer. Héroes.[4]
La diferencia entre cómo Ariadna se refiere su papá y su mamá como héroes y cómo yo la llamo a ella una héroe, es que Ariadna no suena como una turista cuando lo dice. El contexto para esta aseveración es que yo he leído a Faulkner y a Ward, he leído a Ariadna Godreau Aubert, pero no sé qué come la gente cuando no tiene dinero para comprar comida.
El contexto también es que yo no intereso ser como el papá de Ward. Ni como mi papá, for that matter.
III
Este ensayo es una carta de amor.
Ya es enero. Hoy cumplo 39 años. En total pasamos cinco días y noches en New Orleans, donde Ariadna habló sobre una iniciativa de ayuda legal gratuita para las damnificadas del huracán. El nuestro. Nuestro en el sentido de que pertenecemos a él, aun cuando jamás podríamos poseerlo. El avión de regreso iba cargado de hombres blancos con cascos debajo del brazo y camisas con insignias de compañías especialistas en disaster relief. Otros, los más grandes, vestían camisetas con diseños de grúas y postes y hombres trepando. Antes de despegar, uno—de los más jóvenes y borrachos—caminó la extensión del pasillo hasta la cabina e invitó a los viajeros a cantar una canción festiva que no reconocí.
Los demás hombres cantaron con él. Dueños del huracán.
IV
Este ensayo es una carta de amor.
Esto dice Roberto Bolaño a propósito de la literatura:
Que la principal enseñanza de la literatura era la valentía, una valentía rara, como un pozo de piedra en medio de un paisaje lacustre, una valentía semejante a un torbellino y un espejo. Que no era más cómodo leer que escribir. Que leyendo se aprendía a dudar y a recordar. Que la memoria era el amor.[5]
O, bueno, no lo dice Bolaño, sino el narrador de una de sus novelas. Traigo la cita a colación aquí, ahora, porque pienso que contesta la pregunta de Glissant en torno a la capacidad de la literatura para hacerle frente al dolor y la injusticia. O, bueno, realmente no la contesta. Pero si la lees con valentía, te convences que sí. Y sientes que te transformas en un pozo de piedra o en un torbellino o en un espejo. Y decides que si bien pertenecer a un lugar jamás será lo mismo que poseerlo, insistir en tu pertenencia es una forma de defenderlo. ¿Y qué es la literatura sino la insistencia en/de una forma?
A esto Ward le llama “narrative ruthlessness.”[6] Lo aprendí de Ariadna cuando en nuestra primera cita me dijo que era una ‘sobreviviente’. O, bueno, quizás ese no fue el término que utilizó. Pero sirve para describir la historia que me contó. Que, sin entrar en detalles, era sobre cómo la arrojaron en el fondo de un pozo, o sobre cómo quedó presa en el medio de un torbellino, o sobre cómo vivió muchos años en el lado profundo de un espejo, ¡y salió! A fuerza de insistencia y de duda, y amor y memoria. A fuerza de una valentía rara, como si fuera lo único que poseyera en la vida. Y lo único que tiene y ha tenido para dar. Una y otra vez. Gratuitamente.
Este ensayo es una carta de amor a ella. Mientras escribo, me doy cuenta de que escribir para alguien y amar a alguien son, tal vez, la misma cosa: un detalle que bien se traga todo, o al que uno le entrega todo. Y en tanto uno no conoce otra forma de vivir, insiste en esta.
Para mi cumpleaños, Ariadna me regaló una camisa ‘de papá’ (es de cuello, tiene botones y cuadritos y un bolsillo) y una novela gráfica de Eleanor Davis, titulada You & A Bike & a Road. De sus páginas, cacho esta línea: “Another day spent undestroyed.”[7] La leo como una síntesis del heroísmo; de la vida de mi compañera. Y, también, como el sentimiento que me da cada vez que empiezo o termino o retomo un libro. Pienso que ahora que seremos mamá y papá de alguien tenemos la obligación de terminar todos y cada uno de nuestros días así. Sin destruirnos.
V
Terminé de escribir este ensayo a los 39 años y un día. Ariadna cumple hoy 19 semanas y un día de embarazo. Con esta carta, el libro que escribo llega a su final. Mas no creo que la colocaré última.
Por lo demás, mi libro anterior suponía ser mi último libro. Comienzo a entender que dejar de escribir es, también, un acto de valentía. Una valentía rara. Semejante a
[1] Kincaid, J. (1988). A Small Place. New York: Farrar, Straus and Giroux, 18-19.
[2] Glissant, E. (1999). Faulkner, Mississippi. Chicago: University of Chicago Press, 14.
[3] Ward, J. (2013). Men We Reaped: A Memoir. New York: Bloomsbury, 228.
[4] Godreau Aubert, A. (2016). Para eso, la mesa vacía. Ahora la turba. Disponible aquí: https://ahoralaturba.net/2016/08/10/para-eso-la-mesa-vacia/
[5] Bolaño, R. (2012). Los sinsabores del verdadero policía. Barcelona: Anagrama Colección Compactos, 146.
[6] Hoover, E. (2011). Jesmyn Ward on Salvage the Bones. The Paris Review. Disponible aquí: https://www.theparisreview.org/blog/2011/08/30/jesmyn-ward-on-salvage-the-bones/
[7] Davis, E. (2017). You & a Bike & a Road. Toronto: Koyama Press.