Los gobernadores de las sillas musicales
Debido a nuestras evidentes carencias coloniales, en nuestro país la gobernación ha adquirido desde nuestro primer funcionario ejecutivo electo una dimensión diferente que resulta casi incomprensible para quienes no pertenezcan o conozcan bien nuestro medio. La falta de poder real del jefe político se suple con atribuciones simbólicas hipertrofiadas. Los gobernadores adquieren (y se esfuerzan por aparentar) funciones de caudillos, de próceres, de héroes nacionales, de padres de la patria. Sus partidarios mitifican sus ejecutorias y convierten a Muñoz Marín o Luis A. Ferré en héroes culturales, a las violencias o insuficiencias morales e intelectuales de Romero Barceló o Rosselló en características de un estilo probado de gobernanza, a Hernández Colón en el fundador epónimo de una dinastía ideológica. Todos estos personajes disfrutan de la atribución del puesto a perpetuidad (nunca se autodenominan exgobernadores), son retratados al óleo de manera académica y deben soñar con que un Rodón o un Martorell eleve su iconografía a los museos. Algunos siguen viviendo con privilegios concedidos por el Estado; a todos se les reconoce su presencia cuando asisten a cualquier ceremonia.
En la conciencia de los puertorriqueños este grupo de políticos se divide muy nítidamente entre populares y penepés. Su parcelación no es solamente partidista o ideológica, sino que a cada grupo se le atribuye además una carga simbólica. Los populares lograron por años convertir la ambivalencia de su tendencia política en un barniz de aplomo y decencia. En ellos las oscuridades de la política clientista no resultaban evidentes. Sus violencias parecían justificadas y contenidas, el reparto de influencias, el premio a los correligionarios y la corrupción pocas veces adquirió en sus mandatos el carácter de un escándalo desatado.
Por su parte, los penepés han convertido sus fanatismos, pasiones y minusvalías en los atributos de un estilo. Han sabido elaborar un espejismo: la bestialidad y la barbarie, si se miran bien, benefician a la manada. Poseen las cualidades del macho o de la macha, son burdos, violentos, aprovechados, gráficamente ignorantes, pero convencen por ofrecer también su falta de hipocresía, su transparencia del mal. No existe nada más previsible que un político penepé. Lo político equivale para él o ella al acto de medrar; su turbidez se da solamente hacia fuera cuando intenta hablar del ˝ideal˝ de la estadidad federada. Entonces todas las palabras le quedan grandes y huecas en la boca y cortan rápidamente su discurso que siempre está a punto de desplomarse en la vacuidad, la simpleza y la gansería.
Las décadas han hecho que las diferencias entre estas dos familias de gobernantes se hagan menos perceptibles. A la larga, lo que los separan son las emociones que provocan sus cuatrienios como una música de fondo. Cuando gobiernan los populares, la música estilo sala de espera o ascensor puede provocar el sopor o, incluso, inducir el sueño. Cuando lo hacen los penepés, no hay quien duerma por el volumen con que gritan día y noche las actrices y los machazos de la retransmisión maratónica de todos los capítulos de una telenovela mexicana.
Ahora que se aproxima la segunda invasión estadounidense de Puerto Rico con que nos amenaza la nunca peor llamada Junta de Control Fiscal, que será muchas cosas con la excepción de lo que supuestamente indica su nombre, no deja de sorprender la ausencia de reacción de los dos grupos que atesoran a perpetuidad el cargo de gobernador. Parecería que la hipertrofia simbólica de la que han gozado por décadas, haya sido súbitamente desactivada. Permanecen escondidos, silentes, sin atribuirse liderato alguno (salvo el caso de Aníbal Acevedo Vilá), sin que nada en su comportamiento parezca digno de un caudillo, de un prócer, de un héroe nacional o de un padre o madre de la patria. Sin embargo, ellos mejor que nadie, deben saber lo que ahora se está jugando.
Su silencio es verdaderamente aterrador porque indica que se sienten incapaces de verse y de vernos fuera de una estructura de dependencia y que les preocupa, más que el bien común, el corto tiempo que poseen para reubicarse, antes de que el nuevo orden sea impuesto por un puñado de funcionarios que no responderán a ellos ni a las maquinarias de sus partidos. Permanecen en sus madrigueras, atareados en el rediseño de su obsolescencia.
Todos conocemos un juego infantil, que si no me equivoco, es llamado el de las sillas musicales. Digamos que hay siete sillas y ocho jugadores. Las sillas forman un círculo y cuando suena la música los concursantes dan vueltas junto a ellas hasta el momento en que la música se detiene. Entonces se trata de ocupar una silla de inmediato. El jugador que quede de pie es eliminado. Se supone que entonces los participantes vuelvan a pararse, que un árbitro retire una silla (ahora habrá seis y siete jugadores), que la música vuelva a sonar y que se repita el ciclo hasta que solo quede el ganador sentado en la última silla.
Pero en la política puertorriqueña (y no solamente en ella) este entretenimiento infantil no se juega de esta manera. Comienza el juego, hay ocho participantes y siete sillas, la música se escucha y luego se detiene. Un jugador queda eliminado. Pero el árbitro no puede retirar una silla porque ninguno de los siete jugadores está dispuesto a ponerse de pie. El juego se convierte en otro: en aguantar en la silla que se ha convertido en un privilegio personal hasta la muerte del jugador.
El árbitro, la Junta de Control Fiscal de la segunda invasión estadounidense a Puerto Rico, que se vaya a dejar fuera a otros en otras fiestas de cumpleaños. Por esto es que se fue gobernador. ¿O no? Esto es lo que con su silencio nos dicen nuestros pichones de caudillos, de próceres, de padres de la patria, antes de que aparezca el payaso y asuste a la chiquillada de la gran familia puertorriqueña.
Nuestros exgobernadores tienen miedo, porque no fueron más que gobernadores. Ni caudillos ni próceres ni héroes nacionales, y descubrimos ahora que ni siquiera fueron líderes: bateadores que caminan lentamente al dugout luego del ponche. Obsolescencias. Príncipes de la administración de la colonia y del privilegio inmerecido.