Verbo
Porque la Historia esconde historias, pero sólo en ellas vive, se revela y se rebela; respira, reniega, se reproduce.
Creo que fue en la biblia que aprendí que las oraciones sí pueden comenzar con “Y”, así, mayúscula, que la “Y” es no sólo transición sino inicio. Supongo que hubo algunas biblias más tempranas, pero la primera que recuerdo es esa, la de los diez años, la del quinto grado del Colegio Lourdes en Hato Rey, Puerto Rico, mi primera escuela privada, mi primera escuela católica, la biblia verde, roja o azul, venía en varios colores. La mía era mía, sólo mía, qué maravilla, que cosa tan nueva para mí, tenía mi nombre y no otro(s) en el dorso de la portada, y era verde.
La Nueva Biblia Latinoamericana. Años más tarde aprendí que no importa el nombre que lleve, la biblia es siempre biblia y de ella no se aprende nada bueno. Pero esa primera (y última) biblia llegó a mi vida porque algunos adultos en mi entorno pensaban que de ella se aprendía todo. Ahora, tratando de escribir este texto, aprendo que todos estábamos equivocados.
El nombre de la biblia sí importa. Elegir la Nueva Biblia Latinoamericana como texto fundamental era, para las monjas dominicas, quienes me educaron del quinto al décimo grado, un acto político. No era la biblia del Rey James (¿quién carajo es James anyway?). No era una biblia anticuada y tampoco era una biblia gringa, era nueva y latinoamericana. Eso, pensaban las monjitas, la hacía más relevante. A mí todo eso me importaba un rábano.
En español boricua no suele decirse “rábano” al declarar que algo importa poco. Solemos decir “pepino” o “carajo”, dependiendo de la audiencia. Pero en algún momento anterior a mi encuentro con la biblia tuve encuentros con otros textos, tan fundamentales para mí como cualquier otro que cayese en mis manos y se acercase a mis ojos hambrientos. Uno de ellos fue la sección dominical del periódico de récord, donde Lucy, Charlie Brown y Snoopy, se llamaban “rabanitos”.A saber por qué se llamaban así. En inglés, el idioma del otro periódico que recibíamos en casa y al que le decíamos simplemente “el periódico en inglés”, Charlie Brown y sus amigos eran “peanuts”, maní. Los “rábanos” aparecían también en otros textos, relatos, novelas, libritos de mis abuelos y sus hijos, libritos que yo devoraba de prisa, como si fueran a desaparecer, y esta prisa no era del todo descabellada, porque los libros estaban tan llenos de polilla que temerlos desintegrados en mis manos era casi realista. En esos textos era más probable que a alguien le importara “un rábano” que un “pepino”, y la palabra “carajo”, de todos modos, no me estaba permitida. Así que “rábano” se adhirió a mi léxico personal, como lo hicieron, desde otros libros apolillados, palabras como “armario”, “mejilla”, “páramo”, “cajón”, “heladera”, “mallete”, “facón” y “pelotudo”.
Las palabras no comunican nuestros pensamientos: las palabras son pensamiento. Y el verbo existía desde el principio, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios.
Descubro así, escribiendo, que de la biblia aprendí que los textos pueden empezar con “Y”, y que los textos que dan inicio pueden llamarse simplemente “Inicio”. “Génesis”. En la biblia pude además leer sobre asesinatos cruentos y condenas crueles, temas censurados en los otros libros que nos asignaban.Y Dios le dijo a Caín ¿Qué has hecho? ¡Escucha! La sangre de tu hermano clama desde el suelo. Ahora estás maldito y la tierra, que abrió su boca para recibir la sangre de tu hermano rechazará tu mano. Cuando trabajes la tierra, no te dará fruto. Vagarás eternamente sobre la tierra.
No es que no me leyera los otros textos asignados, sí que me los leía; pero solían ser cortitos y se me acababan, o estaban diseñados no para leerse sino más bien para “usarse de referencia”, que quiere decir lo mismo que “sufrirse”. Los libros más o menos buenos se me acababan en la primera semana de clases. La biblia contrastaba porque tenía aguante. Página tras deliciosa página de venganzas, odios, muertes, sexo… Dios instruyendo a Rut para que se le ofrezca sexy, en sumisión, a un nuevo marido. Judit, zalamera, seduciendo a Holofernes para decapitarlo en el dulce sueño post-coito. Ester aprendiendo lecciones en la intersección entre la astucia política, la justicia social y los nacionalismos. Esas heroínas bíblicas eran más poderosas, más interesantes y más sexuales que las de las telenovelas que en casa de mis abuelos no me dejaban ver. Hoy sonrío ante la inocencia de esa prohibición. Con todo ese material…eh… “pío”, francamente, ¿quién necesitaba telenovelas?
Mi amado metió su mano por la abertura de la puerta, y se estremecieron por él mis entrañas. Creo recordar que la nueva biblia decía “hígado”, no entrañas, pero igual (aprendería yo, mucho más tarde) son mejores las dos, “hígado” y “entraña”, para pensar en el amor y en el deseo, que esa metáfora agotada que es la del cansado y repetido corazón. Leyendo de hígados y entrañas, ¿quién necesita acceso a Jazmín, Cosmopolitan, Vanidades, o a cincuenta sombras del color que sea?
Me paré sobre la arena del mar, y vi subir del mar una bestia que tenía siete cabezas y diez cuernos… Una ojeada al Apocalipsis, y todas las películas de horror callan y se ruborizan. (¿Callarán y se ruborizarán todas las películas…?) Se desvelan los orígenes del existencialismo (tal vez no el de la Historia, pero sí el de las historias de mi generación), se despiertan las ansiedades sobre la muerte y el más allá, como despertaron las de la violencia, las del sexo, y las del más acá, los libros bíblicos anteriores.
Basta con una mirada al Apocalipsis, al Génesis, a tipos como Moisés, que se la pasaba aparentemente hablando con matojos en llamas y con dioses invisibles, y reconocemos que los que alucinan y cuentan han sido escritores y revolucionarios desde siempre, y que la elección del loco de moda es un asunto bastante arbitrario. Un loco en el manicomio, otro en la premiación de los Nobel, otro preso, otro más declarando un nuevo país.
Mis compañeros de clase, todos ellos más religiosos que yo, se sorprendían al verme leer la biblia con tanta fruición en plena clase de español, matemáticas, o ciencias. Ninguno sentía particular amor por la biblia. Les parecía aburrida, y no los culpo. Acto político o no, el currículo dominico preparado en torno a la Nueva Biblia era bastante soso, corría en paralelo con esas misas dominicales que a mi sí me aburrían, me aburrían con violencia, un aburrimiento que se somatizaba en una náusea que empezaba suavecita con la primera lectura, se crecía con el salmo, y que ya para la tercera lectura me sentaba en el banco, reducida, enferma, con ganas de gritar.
Mi abuelita me miraba en la iglesia con la expresión que sus hijos, mi papá y mis tíos, tanto temieron al crecer. La palabra en inglés es contempt. Yo la perdonaba; intuía, ya desde entonces, que esa aparente combinación de enojo y desprecio resultaba no del odio, ni siquiera de la indignación, sino de la conciencia aguda del juicio ajeno. O tal vez, viviendo como vivía yo entonces medio arrimá en la casa donde generosamente me habían acogido mis abuelos tras una infancia accidentada, yo me había resignado de entrada a su contempt. Además no importaba, honestamente no podía evitar la náusea, o que la misa me pareciera un horror insufrible. Eventualmente, a los doce o trece años, sencillamente dejé de ir a misa, y nuestros domingos y relaciones familiares mejoraron mucho.
Conocedores de mi poco amor por las misas, mis compañeras y mis maestros no podían entender, entonces, mi afición por Rut, Judith, La Bestia, La Prostituta, la Amada y el Amado. Por mi parte, yo no podía entender cómo esas cosas, las más interesantes de ese libro gordo y verde, languidecían, sus páginas limpias de dedos y de lápiz, mientras leíamos una y otra vez los evangelios, que repetían los mismos eventos desde ángulos distintos pero con el mismo lenguaje. O las malditas cartas, cuyos destinatarios nunca discutimos porque no importaba, todas decían lo mismo. O los salmos, cuya poesía resbalaba sobre mis jóvenes sentidos, tan bucólica con sus ovejas y sus pastores, tan distinta a las pasiones del Cantar.
¡Que no hay que andarse por las ramas, Rimita, preciosa mía!, me decía, biblia roja en mano, exasperada pero encantadora, una de mis monjas favoritas cuando me veía venir, biblia en mano también, con alguna de mis querellas pedagógicas. Era mi monjita favorita porque tenía el cuerpo diminuto y la sonrisa gigante, generosa y fácil. Tal vez temía que me diera cuenta de que la biblia era un texto caótico, escrito por muchos locos distintos provenientes de diversos tiempos y espacios, una especie de aleph de artificio. Pero no tenía que preocuparse la monjita querida, porque eso lo supe de inmediato, en cuanto la leí. La imposición de orden sobre la biblia me parecía, y aún me parece, un acto violento de estrategia política, no una decisión racional de argumento narrativo.
Movía mi monjita su dedo índice frente a su rostro preocupado, frente a su sonrisa por renacer. ¡Usted lea lo que tiene que leer, y no otra cosa! Los trozos selectos leídos años tras año de los salmos, las cartas y los evangelios eran así el tronco del edificio de la biblia como instrumento de pedagogía y dogma. Los libros que me gustaban eran sólo ramas, ramas por las que aparentemente no había que andarse.
Pero hoy sé, y entonces intuí, que el refrán que le sirve de subtexto a mi monjita también se equivoca. Que las ramas son tan árbol como el tronco. Que sin ellas, el árbol, tanto el cotidiano como el arquetipal, no es árbol sino más bien un mero “tronco”, un árbol medio muerto, comatoso.
Las ramas hacen al árbol; y la Historia sólo lo es por y desde las historias (todas, hasta las escondidas o contradictorias) que contiene, celebra u oculta.
Jonás no pudo, no quiso aceptar que tenía que escribir y contar cosas, hasta que lo metieron en la panza de un monstruo marino que eufemísticamente llamamos “ballena”. Saulo no pensaba escribir cartas hasta que lo cegaron. Y José, el carpintero, aceptó la infidelidad de su mujer por razones que ni la biblia ni mis maestras podían o sabían explicar. Todo ello constituye una hermosa iniciación en las complejidades y misterios de argumento y personaje.
Ese año fue el primero y el último que me acerqué a la biblia como habría que acercarse a cualquier texto: con muchas ganas y con los ojos abiertos. Creo que me la leí toda en quinto grado, que aparecieron otros libros, que la abandoné, rica en historias y en detalle, llena de lecciones no tanto morales como de técnica y tono, de escritura y narrativa. Creo que, malagradecida yo, la había olvidado, a ella y a las dominicas que me tuvieron tanta paciencia, hasta que me senté a escribir esto y la primera oración se encarnó en la página, para mi sorpresa, con esa anticuada y mayúscula “Y”. Porque fue ahora que por primera vez en muchos años vi la biblia y me vi a mí misma en toda la nueva y minúscula gloria de un pupitre y mis diez años.