Los tres cerditos
Eran tres hermanitos que decidieron hacer sus casitas en el bosque. La del cerdito más joven fue construida de paja, la del cerdito del medio de madera y la del mayor, de ladrillo. Cuentan que un lobo hambriento llegó un día y sopló y sopló contra la casita de paja hasta derrumbarla. En medio del estruendo el cerdito más joven logró escapar a la casita de madera de su hermano. Hasta allá se fue el lobo a soplar y soplar hasta lograr que la casa de madera también colapsara. Escaparon despavoridos los dos cerditos a la casa de ladrillo del hermano mayor. Esta vez, los súper pulmones del lobo, algo cansados de tanto soplar, no lograron derribar la casita; por lo que el lobo hambriento intentó colarse por una pequeña chimenea. El cerdito mayor, muy previsor, había colocado sobre la lumbre un caldero hirviendo a donde fue a caer el infeliz lobo. Los tres cerditos salvaron sus vidas y nunca más volvieron a ver ese lobo hambriento y escaldado. Lo que la historia no narra es que una vez librados del lobo los cerditos debieron hacerle frente a la posibilidad de otra amenaza como aquella. Dedicaron muchos días a hacer ladrillos para reconstruir o ampliar sus casitas, mientras juntos superaban la secuela del trauma que les provocó la visita del lobo. Atrás quedó para siempre la vida despreocupada en el bosque y la costumbre de confiar sus vidas tan tiernas a lo que resultó pura paja e insustancial leña.
El pacto
El cuento nos viene a cuento. Digamos que el Partido Popular ha sido nuestros tres cerditos. La casita de paja es donde colocaron sus entendidos acerca de nuestra relación política con los Estados Unidos. Ahí estaba el famoso pacto entre las dos naciones con la grandilocuente retórica de la moneda común, la defensa común y el mercado común. Ahí estaba, como decía Muñoz, nuestra libertad e independencia chiquititas contenidas en una mucho más grande: la libertad e independencia de los Estados Unidos. En una de las paredes colgaba el daguerrotipo del ideal decimonónico de la autonomía, en un estante la «nueva tesis» encuardenada y en un lugar a la vista de todos las portadas de la revista Times con un Muñoz desaliñado y mofletudo en el 1949 y engominado y de chalina en el 1958. Debieron ser muy felices los tres cerditos al inaugurar esa casita tan nueva, tan blonda, tan ligera. Por supuesto que Albizu insistió en denunciar a los cuatro vientos que era una choza de paja, pero los tres cerditos no le creyeron. Hasta que vino el lobo y sopló y sopló y sopló tan fuerte que han tenido que salir corriendo a la casita de madera en el bosque.
Eso sí, antes de salir corriendo con pasaporte en mano, aferrándose como todos los refugiados a esa última seña de identidad, los cerditos le han escrito a toda prisa una carta a un tal Ban Ki-Moon. Este buen señor vive en un bosque que le parece a nuestros tres cerditos estar muy lejos, aunque la verdad sea dicha, está bastante cerquita. Desde su esquina del bosque Don Ban Ki-moon le insiste a todos cuantos quieran escucharle que no hay necesidad alguna que los animalitos pasen hambre porque en los bosques del mundo se desperdicia muchísima comida. Quizás es porque nuestros cerditos son tan aficionados al buen comer que pasan desapercibidos ante las preocupaciones de Don Ban Ki. Quizás es que en los pasillos internacionales los estruendos jurídicos que hacen las casitas de paja al desplomarse hacen menos ruido que los tenues gruñidos del hambre.
El progreso que se ve
En la casa de madera donde se refugian dos cerditos estaban guardadas todas las provisiones. También sobre esta debilitada vivienda ha soplado el lobo y lo que no es el lobo. En la última década, más de un 25% de toda el área habitable había colapsado.1 Por eso faltan tablas por donde se cuela el frío, el agua y las sabandijas. Ante la inminencia de un techo que se derrumba, a uno de los amigos de los cerditos se le había ocurrido quitar las protegidas vigas del piso para apuntalar el techo tan expuesto. Las improvisadas columnas son las leyes 20 y 22. Los cerditos y sus amigos han colocado el peso de toda la vieja estructura sobre cimientos cada vez más débiles.
Querido lector, si aquí la metáfora de las vigas vueltas columnas lo confunde, baste mencionar que cuando llegue el 15 de abril de este año y le toque enviar otro cheque al endeudado Departamento de Hacienda, no importa si usted tributa al 7, al 14, al 25 o al 33 por ciento, los beneficiarios de la Ley 20 tienen garantizados por 20 años una tasa menor que usted; actualmente pagarán solo el 4 por ciento. Si la amiga lectora de esta historia fuera de los millonarios quienes se acogieron en los últimos años a la Ley 22 y viviese en este bosque solo 180 días de cada año —porque todos sabemos que está fuerte enfrentar de un tirón los 365 días— pagaría entonces el 0%. Es decir, no pagaría nada. No tendría siquiera que buscar la chequera; no tendría la menor idea de por qué todo el mundo refunfuña tanto en esas fechas. No obstante, a todos nos conviene recordar que en este bosque tan particular si usted o algún conocido hace malabares para vivir con menos de $17,000 al año en vez de que le hagan un reportaje de cuatro páginas en el periódico de su preferencia, el Departamento de Hacienda le demanda $.07 centavitos por cada dólar que usted se buscó. Si a duras penas llega a los $30,000, entonces Hacienda le solicita una ficha y cuatro perritas por cada pesito devengado. Si sus ingresos no pasan de $50,000 le toca enviar sin falta una pesetita por cada pesito de ingreso. Y si fuera de los afortunados que gana más de $50,000 dólares sin estar acogido a una de las leyes de exenciones contributivas, entonces sepa que tendrá que romper la alcancía y contar seis vellones y tres perritas por cada peso por encima de su pequeña fortuna. Nuestros centavitos sostienen el país que se nos cae encima y en el cual un delirio vuelto política económica nos compele a invitar a vivir gratis a gente muy próspera. Como si el gobierno no le debiera miles de millones a los contribuyentes, a los contratistas, a los suplidores y a los fondos de retiro; como si no nos fueran a subir la luz y el agua para pagarle a los lobos que ahúyan en el bosque; como si hubiese suficiente seguridad para que no asesinaran a las recluidas en los hospitales o a las mujeres trabajadoras en los portones de sus casas… Ahora me sigue, ¿no? Mejor volvamos a la historia del lobo.
Todo esto está muy mal, pero los cerditos no quieren pensar en ello porque el lobo que los atemoriza sigue soplando afuera. Por eso gimen y lloran y mandan S.O.S y mayday que es su modo de rogar al dios de los lobos. Los cerditos no creen que haya un dios de los cerditos. Siempre han pensado que solo los lobos tienen dioses. Si hubiera un dios de los cerditos, razonan seguro sería chiquito como nosotros con lo que no serviría de dios ante la amenaza de un lobo. Por eso siguen rogando al dios de los lobos. El caso es que sus ruegos han llamado la atención de ese dios tan ajeno quien insospechadamente ha resultado ser una verdadera legión. Curiosos con lo que le ocurre a los cerditos, los dioses de los lobos han enviado a un emisario de nombre Jacobo José León. Jacobo José llegó un día a toda prisa, tocó a la puerta de la casa de madera con cuidado de no tirarla y les notificó de buen talante a los cerditos que los dioses de los lobos por el momento solo salivan, sin tener sobre ellos ningún otro designio. Tan corteses y tan amables son nuestros tres cerditos que agradecieron mucho la visita y quedaron de plácemes y a las órdenes. La semana pasada un dios menor con un nombre que por sí solo debe provocar las más terribles sospechas escribió una carta a los tres cerditos. En muchas páginas y a espacio sencillo el dios Orín Empollado pedía que le remitiesen a la menor brevedad una detallada relación de hechos que sirviera para explicar cómo era que los tres cerditos habían terminado arremolinados en una casita tan trepidante y amenazados por el terrible lobo.
Los cerditos cuentan y recuentan y saben que a esta casita con sus escasas provisiones le queda poquito tiempo de pie. Ya no están tan seguros que les convenga la intervención de los dioses de los lobos y mucho menos su determinación de llegar hasta allí e imponer su particular concepción lobera del orden. Antes de correr a la casita de ladrillo donde los espera el mayor de los hermanos concluyen tristemente que los lobos no son los únicos que gustan de comer cerditos. Sus dioses también. El bosque donde han querido vivir despreocupadamente ha resultado ser mucho más peligroso de lo que pensaban.
La soberanía
Los cerditos dejan la tambaleante casita de madera, con sus escasos cimientos y sus pesadas vigas para agolparse en la casita de ladrillo que construyó el mayor de todos. Como esta resultaba más difícil de construir quedó mucho más chiquitita que las otras. Más que casita parece un mero cuarto de herramientas. Además, algún cerdito le endilgó un nombre extraño: le han puesto soberanía. Sí, así, con «s» minúscula. Allí los tres cerditos se sientan por turnos con la espalda contra la endeble puerta. De la pequeña soberanía no sale nada ni tampoco dejan entrar a nadie. Los tres cerditos se preguntan si esta casita resistirá el actual embate. En este momento no saben a qué temer más: si a los dioses de los lobos o al lobo que los acecha. Saben que los dioses de los lobos discuten entre ellos el destino de su pequeña soberanía. Todos, sin embargo, están conscientes de que aun cuando soberanía resista el escarnio de los dioses algo tendrán que hacer con el lobo que los amenaza fuera. Ninguno piensa que se pueden quedar así, atrincherados, casi sin víveres y solos en el medio del bosque.
Entre los cerditos hay alguno más idealista que los demás que quiere distraer a sus hermanos invitándolos a imaginar lo linda que quedará soberanía una vez puedan salir y ampliarla para que quepan todos. La imaginan grande, con amplios ventanales por donde mirar a quienes se aproximan, con un nuevo huerto lleno de frutas, legumbres y vegetales, con jardín y veredas que los conectarán a otras casitas hasta ahora desconocidas. Los hermanitos cierran los ojos, imaginan y sonríen, hasta que escuchan afuera al lobo soplar y a sus dioses tronar. Entonces se petrifican y enmudecen. Comprenden que todo cuanto sería hermoso requiere enfrentar astutamente a los lobos. Comprenden también que ser un cerdito no es otra cosa que ser incapaz de eso que se ha vuelto impostergable y necesario. Por eso ya nadie en el bosque los escucha hablar. Cuando abren la boca a penas tartamudean.
- García Pelatti, Luisa. «La actividad económica sufrió una mayor contracción en los últimos seis meses,» http://sincomillas.com/la-actividad-economica-sufrio-una-mayor-contraccion-en-los-ultimos-6-meses/. Febrero 4 2016. [↩]