Manual de gramática parda: Sobre El corazón frente al mar de Luis Rafael Sánchez

Busca, lector, sentido verdadero
a esta visión de velo transparente
que es fácil traspasar por lo ligero.
Dante, Divina comedia
“Purgatorio” Canto octavo,
versos 18-21
Ahora no recuerdo el título del texto, pero sí recuerdo la reacción que causó el mismo en un lector ingenuo. Se trataba de un ensayo de Luis Rafael Sánchez. En este, como muchas veces hace, Sánchez jugaba con los lectores y le atribuía a “Carlitos Marx” la archiconocida frase orteguiana de “yo soy yo y mis circunstancias”. Un cándido lector que no se dio cuenta del verdadero sentido que tenía el diminutivo – se citaba a Carlitos Marx, no a Carlos Marx y muchos menos a Karl Marx – apresuradamente corrigió al ensayista; apuró en una carta al periódico denunciando el supuesto error. ¡Esa cita es de Ortega y no de Marx parecía gritar el pobre lector quien no entendió la táctica retozona del autor!
Las estrategias de las citas erradas o de los anacronismos –por ejemplo, llamar a Julieta Capuleto “teenager”– pueden esconder y esconden mucho, mucho más que un chiste. Estas son tácticas típicas de la prosa de Sánchez. Son juegos a los que se invitan a participar a los lectores quienes deben saber que detrás del aparente error o de la referencia sorprendente o la alusión voluntariosa o del anacronismo u otras tácticas estilísticas se esconde un mensaje. Si el lector presta atención hallará el sentido verdadero de lo que se oculta tras el velo transparente de esos juegos. Es que a Sánchez hay que leerlo siempre con un sentido del humor y, sobre todo, con la certeza de que su lenguaje no es críptico, pero es serio, aunque sea chistoso e indirecto.
El corazón frente al mar (San Juan, Publicaciones Gaviota, 2021), libro que es en verdad un largo ensayo, puede leerse, desde otros acercamientos, como un manual de esas estrategias estilísticas que el autor emplea para crear su ejemplar prosa neobarroca. Por eso encontramos aquí las repeticiones de palabras o de frases que le dan un marcado ritmo al texto. El autor está plenamente consciente de ello y, por eso, en el texto mismo declara varias veces “repito”. Hallamos aquí también la yuxtaposición de intertextualidades eruditas y de referencias populares, populacheras y, a veces, hasta controvertibles. Abundan las alusiones a la música popular, particularmente al bolero. Pueblan su prosa las enumeraciones, especialmente las tripartitas. No falta el empleo de puertorriqueñismos contrapuestos muchas veces a cultismos y hasta a arcaísmos. Hay también palabras en inglés. En este nuevo libro, por ejemplo, se dice que Sócrates se tomó un “smoothie” de cicuta. Pero en este caso la cicuta clásica viene condimentada con mandrágora (Maquiavelo a la vista) y anamú, la yerba que el cabro no mastica, yerba que aquí sirve para acriollar el brebaje que se toma estoicamente el filósofo griego. Hay también palabras del español de otros países. Por ejemplo, aparece en este nuevo libro una explicación del atrevido adverbio dominicano “casimente”, otra muestra del aprecio de Sánchez por las lenguas populares de Hispanoamérica. También nos topamos con palabras que copian directamente la lengua callejera, para construir con ellas un collage verbal. (Advertencia para otro posible lector incauto: en la página 60 de este libro aparece la palabra “alluda” y no es un error; es que aquí se incorpora al texto el del cartel de un drogadicto que así la escribe.) Se esparcen por estas páginas palabras inventadas: culidivas, robamaridos, viagrarse, nuevayorkés. Abundan también las menciones a figuras de la cultura puertorriqueña que aparecen junto a otras de culturas conocidas por lectores no nacionales. Esta yuxtaposición ayuda a ese lector extranjero a entender la alusión boricua que desconoce. Puebla este libro específicamente una nueva táctica estilística: el listado (a, b, c, d) de alternativas que pueden completar el sentido de la frase, como si se tratara de un examen de selección múltiple, de aquellos a los que nos sometían en la escuela elemental. Ojo: a veces, como ocurre con esta nueva estrategia, la táctica se emplea demasiado frecuentemente, lo que hace que el lector pueda ver el texto como predecible.
Sánchez siempre se vale de estas maniobras estilísticas para elaborar un texto neobarroco que deslumbra e inquieta porque nos obliga a mantenernos atentos y preparados para la sorpresa, para así captar el sentido profundo de esta prosa aparentemente difícil y siempre deleitosa. Pero esta es, en el fondo, transparente, a pesar de estos juegos que parecen hacernos creer que estamos ante un texto críptico. Pero la prosa de Sánchez siempre entretiene y sorprende. En esa sorpresa se esconde gran parte del entretenimiento y el humor ayuda a entender el texto que en verdad está cubierto por un velo transparente.
El autor está muy consciente de la naturaleza de las herramientas verbales que emplea: “El lenguaje avisa y oculta, informa y calla, engaña y libera sin mudar de palabras.” (44) Esto postula Sánchez sobre el lenguaje en general, pero tiene plena conciencia de la lengua nacional que es la base de su creación neobarroca: “En el fogoso triángulo hispanoantillano también se diversifica el idioma español, también se lo colorea con prácticas idiomáticas la mar de audaces, también se lo amplifica y enriquece.” (45).
Esa específica base lingüística y su deslumbrante dominio de la lengua le permiten a Sánchez recrear su realidad, nuestra realidad, a través de la palabra. Así lo que en la lengua popular boricua se conoce como “chino” queda juguetona y elegantemente definido como “frote del ripio eréctil contra el hembraje próximo” (31) y un pene activo se convierte en “equipaje genital [que] desconoce el tiempo muerto” (92). La frase esconde una alusión culta, la referencia a la canónica obra de Manuel Méndez Ballester, Tiempo muerto (1940). Es que a veces su creación verbal va de lo culto a lo popular. Por ello evacuar se transforma en “emanciparse de la ñoña” (102). Y por ello mismo la luz de nuestro trópico “revisa los mondongos fangosos de las verdes islas” (28). Sánchez va de lo culto a lo popular, pero también de lo popular a lo culto, de lo nacional a lo extranjero y de lo extranjero a lo nacional, para así ir creando un lenguaje neobarroco que le sirve para ofrecernos una imagen muy suya de nuestra realidad.
Sánchez es un gran maestro de la lengua y, por ello, conoce las normas profundas del lenguaje. Pero también se permite juegos que, sin violar esas reglas profundas, violan las normas de la redacción tradicional. Un ejemplo de esas transgresiones es el frecuente empleo de oraciones incompletas. Progresivamente Sánchez ha ido afinando ese estilo neobarroco con el que transgrede ciertas normas académicas de la redacción, pero nunca las reglas profundas de la lengua.
En El corazón frente al mar la mayor ruptura estilística es la quiebra del desarrollo temático lineal típico del ensayo. A pesar de ello, este texto tiene una estructura englobante que le da cohesión. La misma se basa en una imagen tomada de otro importante texto suyo: “La guagua aérea” (1983). Por ello, el libro abre con la descripción de la ciudad de San Juan desde un avión –“la alfombra voladora transmutada en supersónico pájaro de metal” (52)– que se acerca de noche a la Isla. Y el texto cierra con la partida de este que “[d]esde una altura relativa, mientras nada se apropia de la costa esmeraldina de Piñones y […] puja y temblequea, [y] la bulla de los viajeros recesa.” (106) Es la guagua aérea que ya conocíamos; así mismo llama el autor al avión varias veces en este texto. Pero ahora no importa lo que pasa en el interior de la nave, como en ese otro ensayo, sino en el exterior, en la ciudad a la que se acerca o de la que se aleja.
San Juan es el centro de todo el texto y por ello Sánchez emplea como gran cantera de metáforas la canción de Noel Estrada, “En mi viejo San Juan” (1946). La voz autorial nos lleva del aeropuerto donde aterriza la guagua aérea a la vieja ciudad. Y ahí se ancla y no explora el resto de la urbe. Pero el texto va dando saltos muy a propósito y por ello no sigue una línea recta en su desarrollo. Por ello mismo el texto está divididos en fragmentos numerados. En total son cuarenta y de diversa longitud y de variados temas. Un fragmento puede ser descriptivo; puede ofrecer un amplio mapa del casco de la ciudad. En otro fragmento, en cambio, se puede saltar a lo autobiográfico y entonces la voz nos habla de su padre panadero o de sus tías que lo mimaban o de las escuelas a las que asistió de niño o de los cines que frecuentaba de adolescente. Pero en otro fragmento se puede retrotraer a un recuento de la historia de la ciudad. La derrota de las tropas inglesas en 1797 y las manifestaciones masivas del verano del 2019 son dos hechos que reciben especial atención. La voz autorial viaja en el tiempo y cambia de acercamientos: del recuento histórico al dato autobiográfico, de la creación de un mapa de la ciudad –sus trece calles y cinco callejones indica que la componen– a la presentación de personajes que la habitan
–Saúl el vendedor de azucenas, entre otros– o a las obras de artes que la adornan: “La nave de los pingüinos” de Jorge Zeno y “La rogativa” de Lindsay Dean. (Aquí me atrevo corregir al autor: este escultor era neozelandés, no estadounidense, aunque ya, en verdad, es puertorriqueño.)
Estos cambios en el texto son abruptos y de primera instancia parecen ir rompiendo poco a poco la fluidez del ensayo ya que este no adopta la estructura ni el tono típicos de lo que tradicionalmente esperamos en obras del género. Pero hay dos elementos que unen todos estos fragmentos que parecen dislocados y que crean, a pesar de esas quiebras, una fuerte unidad.
El primero es la ciudad: la temática va cambiando pero toda gira en torno a San Juan. La metáfora del viaje de ida y vuelta en la guagua aérea sirve para redondear el texto que abre con la llegada de la nave a la ciudad y cierra con su partida. Desde principio a final el texto es una declaración de amor a San Juan y esta sirve de metonimia para nombrar al país. Pero este no es un amor ciego y por ello mismo Sánchez entiende que a veces hay que alejarse de la ciudad amada para quererla de verdad: “¿es digno de amarse un país donde la corruptela fue ascendida a la regla? No lo sé. De ahí que, para un montón de caribeños, el abandono del país natal supone la manera decorosa de seguir amándolo.” (23)
Tan fuerte como la imagen de la ciudad que le da unidad al libro es el lenguaje que, para mí, es también tema central del ensayo. Ese “idioma español que aquí mechamos, con groserías rimadas” (57) une todo el texto que, en el fondo, es un deslumbrante juego de pirotecnia verbal donde se combinan las reglas gramaticales normativas con la libertad estilística que parece romper con ellas. Por ello Sánchez dice que “el aprendizaje gramatical fluiría menos hastioso si a las gramáticas fundacionales de Antonio de Nebrija y Rufino José Cuervo se les embutieran la gramática parda de Osvaldo Farrés” (87-88). Aquí se propone otra vez la combinación de lo clásico y lo tradicional, de lo académico y lo vulgar, de lo reglamentado y lo libre. En fin, el autor propone el empleo de un lenguaje vivo en el que las reglas inviolables de las estructuras profundas del idioma quedan teñidas, pero no rotas, por otra lengua que vive, entre muchos escondites, en nuestro cancionero popular. Pero aclaro enfáticamente, el anuncio de la existencia de una “gramática parda” no implica una invitación a escribir siguiendo los parámetros de su estilo personal. No hay que escribir como escribe él para apoyar esa “gramática parda”. Sánchez sólo sugiere que seamos conscientes que tenemos una lengua propia y particular de la cual se puede partir para crear una nueva escritura muy nuestra y propia de quien la emplee.
Hay que recalcar que a esa gramática de base popular Sánchez la llama parda. Y este adjetivo es de gran importancia porque es otra muestra más de la exaltación del mestizaje físico, lingüístico y cultural que el autor presenta y defiende en todo este nuevo texto. Esto se hace claro en sus palabras sobre la derrota de los ingleses en 1797 donde los héroes no fueron los militares peninsulares asediados dentro de las murallas, sino las tropas criollas que venían del interior de la Isla a rescatar la ciudad: “heterogeneidad racial, integrada por prietos y jinchos, cocolos y canos, mulatos y jabaos, cuarterones y grifos y molletos” (43)
De esa diversidad racial –tan diversa como el léxico que el autor emplea para nombrarla– salimos y de ella sale también nuestra lengua con su “gramática parda”. Y en El corazón frente al mar Sánchez demuestra que su maestría verbal es una clave esencial para entendernos y para salvarnos. Por ello mismo el lenguaje se convierte en un arma política: “El uso preferente del idioma español se alza como el inconveniente básico del proyecto de anexión del país puertorriqueño al país norteamericano.” (52)
Si ese idioma nuestro –con sus característica muy particulares y a veces hasta incómodas, si partimos de las normas académicas– es uno de los escudos que nos protegen de la asimilación política a la metrópoli, entonces Sánchez, gran maestro de ese lenguaje, es uno de nuestros grandes defensores, porque crea en toda su obra, como lo hace aquí, en El corazón frente al mar, una lengua propia, mestiza, rica, atrevida, correcta, juguetona, agresiva, innovadora y, en fin, neobarroca.