¿María, destrucción sin sentido que no nos merecíamos?
Además, a la luz de lo que estamos viviendo como resultado del paso del huracán con quien deberíamos estar molestos es con nosotros mismos por la manera en que, ¿fundamentalmente desubicados geográficamente?, continuamos cubriendo su cuerpo de testimonios humanos que podrían ser descritos como vergonzosos.
Sin embargo, lo que acapara los comentarios es la innegable destrucción del hábitat humano, que ha sido sin duda un evento traumático para casi todos, pero que bajo ninguna circunstancia le hace justicia, o revela en toda su complejidad, ¿o sencillez?, lo que vivimos aquel 20 de septiembre.
¿Acaso no se podría afirmar que estos seres humanos que durante siglos hemos continuado experimentando este y otros ciclones, parecemos ubicarnos indiferentemente en un lugar por el cual atraviesan en verano y en otoño peligrosos fenómenos meteorológicos que van de tormentas moderadas a huracanes impetuosos? Y, entre tantas otras interrogantes y cuestionamientos que nos tendríamos que asegurar de atender, ¿no estaría el de responder a la pregunta de qué diantres hacemos aquí? ¿Por qué nos hemos aferrado a habitar estas coordenadas? Y tan importante, ¿por qué hemos insistido en habitarlas de la manera en que lo hacemos, indiferentes ante la pobreza de los que una y otra vez lo pierden todo?
¿No deberíamos ser descritos como unos advenedizos caras duras que nos hemos empeñado en ignorar una dinámica innegable que se repite año tras año desde tiempos sobre los que no se tiene memoria? Nada nos obliga a quedarnos y a exponernos anualmente de modo tan frágil a tales experiencias. ¿Por qué hemos insistido en permanecer y sobre todo permanecer como lo hacemos, y qué dice esto sobre nosotros, que somos los que, a mi entender muy evidentemente, no deberíamos ser parte del escenario que tanta preocupación causa en estos días?
¿No nos convendría admitir con la humildad que correspondería que lo que describimos como la naturaleza estaba aquí mucho antes de que nosotros llegáramos y que por tanto hay que reconocerle cierta primacía? ¿A cuenta de qué pretendemos nosotros, animales humanos relativamente recién llegados, escamotearle el derecho a desarrollarse o expresarse según lo hace? Otros animales, que arribaron hasta aquí mucho antes, con pleno conocimiento de lo que ocurre en estas ocasiones, se desaparecen, abandonan la superficie y penetran hasta lugares en los que se sienten protegidos, muy sabiamente. Nosotros, indiferentes e ingenuos, durante años vamos llenando el panorama de nuestros cachivaches, apenas agarrados a la superficie, como si no supiéramos lo que sucede cuando nos visitan el viento y el agua que acompañan los ciclones.
Pero cuidado con pensar que estoy planteando que nosotros obstruimos el paso de estos fenómenos. Somos muy poca cosa para ello. Eso lo pueden hacer algunas cadenas de montañas elevadas. Lo que hacemos la mayoría de las veces es afear un proceso que es majestuoso. Su intensidad, su potencia, que quizás injustamente es percibida como violencia, debería maravillarnos y hasta entusiasmarnos, pero lo que hacemos es intervenir con nuestros escombros, desperdicios y todo tipo de material que no contribuye más que a desmerecer un fenómeno que esa naturaleza auspicia con cierta regularidad por alguna razón que todavía desconocemos con precisión.
Si nosotros los seres humanos no estuviéramos presente, o si supiéramos estarlo, los árboles que tumbara este y cualquier otro huracán, los riachuelos y ríos que desbordara, los manantiales que pudiera, momentáneamente, obstruir, las orillas playeras que pudiera acercar o alejar, y todas las aguas que pudiera enturbiar, volverían a configurarse en función de sus modos de ser, sus necesidades y, si se quiere, hasta sus caprichos. Pero, cuidado otra vez con sobreestimar nuestra intervención. No se trata de que la naturaleza no se volviera a configurar según lo entendiera. Lo hará con o sin nuestra presencia. Con nuestra presencia se tardará un poco más; sin nosotros procederá con mayor agilidad.
Sin embargo, las preocupaciones que nos acompañan en estos días, semanas y meses no tienen como objeto esta desfiguración, insisto que momentánea, debida a nosotros. Viéndolo todo desde nuestra muy exclusiva perspectiva humana, lo que más nos llama entonces la atención es la manera en que nos ha afectado, ¿a quién más sino a nosotros?, perdiendo de vista que no debimos haber estado presente allí donde ella habría de aparecerse, con uno de sus múltiples disfraces, según lo hizo, e ignorando tantos otros aspectos que nos deberían conducir a repensar nuestra relación con ella. Si no avanzamos a tomar conciencia de lo que ella exige para que podamos acompañarla como se debiera, lo que viviremos reiteradamente será la supuesta destrucción que tiene desanimados y deprimidos a cientos de miles.
¿Pero sobre qué destrucción pretendemos reflexionar, si a la semana de habernos visitado el huracán, tantas plantas retoñaban y hasta florecían y todo reverdecía? Ciertamente hay y habrá todavía durante algún tiempo, árboles y arbustos tirados en el suelo, cortándole el paso a alguno que otro conductor, que no a los escasos caminantes del país, y hojas que arrancadas violentamente y dispersas casi organizadamente por un viento que se desplazaba a la velocidad de cientos de kilómetros, pueden parecerles estorbos a algunos, y sin embargo, a pocos días del huracán, se sentía una tranquilidad seductora y reconciliadora cuando se caminaba por lo que antes habían sido bosques frondosos. Era como si no hubiera ocurrido nada que no fuera manejable por la misma naturaleza. ¿Pero ocurrió o no ocurrió algo que rompió con cierto orden? ¿Y cuál, si acaso, fue el orden que se trastocó?
Los árboles tendidos, las ramas partidas, las hojas dispersas no pueden concebirse como un cementerio de la naturaleza. Allí no yacen, desahuciados y listos para desaparecerse en una nada incomprensible, lo que llamamos escombros; no, allí viven, activos y productivos, todos los elementos que habrán de contribuir a que la naturaleza continúe con su quehacer. Los escombros están del lado de acá, concebidos como desperdicios, aparentemente inútiles porque nuestra supuesta abundancia material los hace poco merecedores de atención.
No creo que sea apropiado atribuirle a la llamada naturaleza un orden superior al nuestro. Tampoco creo que deba privilegiarse. Podría ser una especie de Gaia, según la definiera Lovelock, pero entre reconocerle cierta personalidad y concebirla como divina hay una gran distancia.
Por un lado somos parte de ella, aunque nos consideremos superiores en muchas ocasiones y en tantas otras actuemos como su enemigo. Por el otro, sabemos muy poco o nada sobre sus intenciones, su propósito y su destino. Lo que sobre ella supuestamente hemos averiguado, lo hemos hecho desde esta específica y problemática perspectiva humana. Y cuando nos hemos querido alejar de nuestro antropocentrismo, la mayoría de las veces ha sido para atribuirle un funcionamiento mecánico nada de sorpresivamente muy parecido al que le asignamos a nuestros cuerpos cuando, a la cartesiana, creemos conocerlos mejor, partiéndolos en pedacitos para luego reconstruirlos.
¿No tendrá la naturaleza su propia inteligencia, una lógica que no tiene por qué parecerse a la nuestra, una manera de concebir o relacionarse con lo que hay que no tiene igualmente por qué asemejarse a los criterios que nosotros hemos desarrollado desde lo que nos creemos que es una muy privilegiada visión de la realidad, perdiendo torpemente de vista que siempre está al servicio de nuestros intereses?
Este desconocimiento de esa naturaleza es muy similar al que nos caracteriza con respecto a nosotros mismos, pese a la abundancia de una retórica que insiste en lo contrario. Las complejidades del cerebro humano apenas se intuyen cuando se describe sin más lo que son sus partes y las funciones de estas. Y lo mismo ocurre cuando se teoriza sobre el número y tamaño de las galaxias. Se conocerán velocidades y distancias, pero ¿qué más realmente sabemos? Y en ambos esfuerzos, ¿acaso no nos sentimos sobre todo entre intimidados y avasallados?
Estamos apenas comenzando a familiarizarnos con la epidermis de lo que tenemos al frente y no poseemos las más mínimas nociones sobre lo que se nos revelará, por ejemplo, en los próximos cien años. ¿Pero nos podemos imaginar lo que sabremos de aquí a mil años, o de aquí a diez mil años, sobre nosotros y sobre la naturaleza? Por esto mismo es que las discusiones apasionadas sobre la naturaleza del conocimiento no tienen ningún sentido. Evidencian nuestras inútiles y risibles pretensiones humanas. Apenas comenzamos a saber algo y damos unas peleas a muerte desde posiciones o perspectivas que evidentemente serán superadas.
Tenemos que protegernos de esa perpetua tentación a privilegiarnos a nosotros mismos cuando pensamos en la realidad que compartimos en el universo. Porque ningún otro ser, animal o vegetal, habla nuestro idioma, no debemos suponer que no tengan nada que decirnos. Probablemente ocurre que no le estamos prestando atención adecuadamente. El mejor ejemplo es el del llamado calentamiento global. Cada vez estamos más seguros de que a través de este la naturaleza se expresa con mayor contundencia. Evidentemente no se vale de alguno de nuestros idiomas, pero algo nos deberá querer decir cuando se multiplican fenómenos meteorológicos como el que acabamos de vivir. Aunque no sabemos del todo si somos responsables de los huracanes, no obstante parece que les damos cierto impulso a través de la transformación industrial que nuestras sociedades, pensando exclusivamente en su sobrevivencia y bienestar, han protagonizado.
Sin pretender negar el fenómeno o que se crea que esto es un llamado a que no trabajemos para superarlo, debo insistir en que es nuestra perspectiva la que privilegiamos, una vez más, cuando nos referimos a la posibilidad del calentamiento global, pues ¿le molestarán a la naturaleza temperaturas más calientes en los próximos siglos o que los niveles de los océanos suban? ¿No habrá vivido todo esto ya antes, indiferente? Si mueren algunas especies por el calentamiento, ¿no surgirán otras nuevas? Si la especie humana no puede continuar prosperando en un planeta con fenómenos como María, ¿no le corresponderá desaparecer y otra, quizás más atenta y fiel a las dinámicas naturales, asumirá el control planetario según lo hemos hecho nosotros en los últimos milenios? María ha evidenciado nuestras debilidades en más de un sentido. Si nos recordó que no somos tan ricos como nos creíamos, también nos mostró nuestra insignificancia como seres humanos. A lo primero se le ha prestado mucha atención; a lo segundo apenas.
Pese a todo lo anterior, la humanidad no tardará mucho en plantearse definitivamente con mayores posibilidades de las que ha tenido hasta ahora, controlar la extraordinaria energía que poseen las tormentas y huracanes tropicales y ponerlos a su servicio. Lo hemos hecho con el aire, lo hemos hecho con el agua; ¿por qué no habríamos de hacerlo con la mezcla de estos que es la que constituye tales fenómenos? Hay mucho de Fausto en nosotros que apenas se ha canalizado. Luego habrá que ver qué se hará con tanto poder, si nos beneficiará a todos o a unos privilegiados.
No debe extrañarnos que eventos en los que la naturaleza parece salirse de su cauce como lo fue María generen en nuestra época toda suerte de comentarios. Los medios de comunicación se convierten en el centro de nuestras vidas, reiterando una y otra vez cuánta destrucción se produjo. Pronto todo el asunto se transforma en una especie de espectáculo.
El contraste entre los medios estadounidenses y los boricuas es evidente. Allá se explica el fenómeno sin la nota personal y religiosa. Acá, aun los comentaristas más irreverentes recaen en la perspectiva religiosa que es como lo atienden, privadamente, nuestra gente. A falta de explicaciones claras y precisas de las instancias gubernamentales, comenzando por las alcaldías que se hacen de la vista larga y hasta ofrecen ayuda cuando se construyen hogares en lugares en los que no se debería construir1, nuestra gente se vale todavía de la referencia religiosa para explicarse la experiencia dramática, la que sea.
Entre nosotros, antes del temporal se acostumbra convocar a la oración para evitarlo y para que continúe por otros rumbos. En tales momentos se pierde de vista poco cristianamente que en otros rumbos hay otros seres humanos que tendrían que sufrirlo, si llega a modificar su trayectoria. Luego, tras el fenómeno, si se da la destrucción como en esta ocasión, se vuelve a orar como si las plegarias anteriores no hubieran tenido lugar. Mientras no hubo fenómenos como María sobre la isla de Puerto Rico, estábamos supuestamente protegidos y algo bueno habíamos hecho para merecernos tal tranquilidad. Como si los mexicanos, los haitianos y otros pueblos caribeños hubieran hecho algo para merecerse la destrucción que ellos, en las muchas ocasiones en que nosotros no fuimos azotado, tuvieron que soportar.
Pero María cambió el escenario. La incertidumbre y la desesperanza aparecieron como quizás nunca antes se habían dado en nuestro país y en este nuevo contexto, tanto vital como social y habrá que ver si político, no se han escuchado voces llamando al arrepentimiento dramático. ¿Cómo se explica entonces el huracán? ¿Es que los caminos de la divinidad son misteriosos, según se dice demasiado frecuentemente? No he escuchado a nadie referirse públicamente a ese extraordinario Libro de Job para aclarar el estado de confusión en el que la inmensa mayoría del país cayó durante y tras el paso de María, aunque debe haber sido traído a colación entre algunos creyentes. ¿Cuántas interrogantes habría que discutir? ¿Nos merecíamos el huracán? ¿Fue una prueba el huracán? ¿Cómo pensar lo divino y/o religioso en este contexto? ¿O será mejor no pensar en ello cuando la naturaleza se expresa como lo hizo y preferible, o moralmente obligatorio, es reflexionar desde otras perspectivas, como las filosóficas y científicas?
Pero si abundan los que se expresan desde perspectivas religiosas, debo decir que se echa de menos a los poetas. ¿Por qué no nos atrevemos a celebrar el poderosísimo fenómeno natural como una expresión imponente de este mundo que nos rodea y del que también somos parte? No escuché ninguna reflexión con perspectiva estética entre amigos o través de la poca prensa de aquellos primeros días, pero sí estuvieron siempre presentes las referencias a la necesidad de una intervención divina. Me imagino que para compensar esta ausencia el tema que predominará en los aguinaldos navideños será el del huracán.
Naturalmente, la mayoría de las reflexiones religiosas que escuchamos, si no todas, parecen dirigidas a garantizar la esperanza de que en un futuro nos irá mejor. Las reflexiones que parten de consideraciones filosóficas y científicas, por el contrario, no garantizan nada. Idealmente, responden a esfuerzos dirigidos a explicar y no a salvar. Su norte es el reconocimiento de la complejidad de un universo que produce fenómenos tan impresionantes como el huracán que nos visitó y se asegura de que veamos en estos mucho más que una destrucción sin sentido que no nos merecíamos.
- Debe de haber en PR más de 100,000 viviendas construidas sin permiso de ARPE. ¿Pero existe ARPE todavía? [↩]