Más allá de la puertorriqueñidad
La campaña del PNP con el lema «Ser puertorriqueño es…» amenaza con revivir las polémicas sobre la identidad, la puertorriqueñidad y la cultura, temas que en Puerto Rico nunca están alejados de los debates públicos y privados. Para muchas personas que un partido anexionista afirme la puertorriqueñidad, aunque sea implícitamente, constituye un escándalo, una manipulación o un chiste de mal gusto. La estadidad, se afirma a menudo, es la «culminación de la colonia» y la colonia tiene la destrucción de la identidad puertorriqueña como uno de sus objetivos y consecuencias. Esa destrucción, de hecho, prepara el camino de aquella culminación. Por lo mismo, hay otros que detectan una victoria en el «puertorriqueñismo» born-again del PNP, pues incluso el partido anexionista se siente obligado a presentar su ofrenda en el altar de la identidad. Me parece que en estos debates se mueve más de una suposición que conviene examinar críticamente. En lo que sigue se abordan dos o tres, sin que por ello se agote el tema, ni mucho menos.
Una de las ideas que subyace en muchas discusiones es la noción del colonialismo, o de la relación colonial con Estados Unidos, como absolutamente contraria a la existencia de una identidad puertorriqueña: la relación colonial sería una fuerza represiva y, más que represiva, corrosiva, que mina, paso a paso, dicha identidad. Pero esto supone una concepción muy simplista de dicha relación colonial que, además, no corresponde a la realidad histórica. La política de imposición cultural o de «americanización» abierta y crasa es ciertamente una de las formas que puede tomar la política colonial, pero no es la única: fue la política que prevaleció en Puerto Rico hasta más o menos la década de 1930. El intento de relegar la lengua que usan los puertorriqueños y de imponer el inglés a través de su utilización como medio de instrucción en las escuelas públicas fue el ejemplo más evidente de esta política de asimilación cultural. La resistencia a esa política de imposición cultural fue sin duda una lucha democrática de quienes la desarrollaron. Pero, como dije, aquella política de imposición es tan sólo una de las formas que puede tomar, y que ha tomado, la política y la relación cultural en el contexto colonial. Baste recordar que Puerto Rico no dejó de ser colonia en la década de 1940 y que, sin embargo, aquella política de imposición se desmanteló en sus aspectos más importantes: a partir de esa década, el colonialismo en Puerto Rico adquirió formas más complejas que no pueden reducirse a un intento concertado de destruir la cultura o la identidad puertorriqueña. Lo menos que puede decirse es que la relación colonial (¡por más de cincuenta años!) ha sido compatible con la enseñanza en español y con diversas formas de reconocimiento y fomento institucional de la cultura puertorriqueña.
En cierta medida, esto no debiera ser tan sorprendente. La política adoptada por los gobernantes en Washington en 1898-1900, y que no ha sido revocada por sus sucesores, no fue convertir a Puerto Rico en estado de la Unión americana. Ni siquiera se le convirtió en territorio de Estados Unidos, como etapa preparatoria para la estadidad. En su lugar, y aunque no sin grandes polémicas, se creó un nuevo status para Puerto Rico y Filipinas: territorio no incorporado, que, como elaboraría el Tribunal Supremos de Estados Unidos en los llamados Casos insulares, definía a Puerto Rico como «posesión pero no parte» de Estados Unidos. Es decir, lo definía como subordinado y distinto. Como se trataba de una posesión de Estados Unidos, el Congreso de Estados Unidos podía organizar el gobierno de la isla y extender sus leyes a dicho territorio. Como no se trataba de parte de Estados Unidos, el Congreso no tenía que atenerse a todas las disposiciones de la Constitución al hacer una cosa y la otra. Esa relación de no-incorporación, esa condición de «posesión, pero no parte» era y es compatible con diversas formas de organizar la relación y el gobierno colonial, como fueron la ley Foraker, la ley Jones y la ley 600 (bajo cuyas disposiciones se organizó el ELA).
Pero, ¿cuál es la política cultural que mejor corresponde a esa definición de Puerto Rico como «posesión, pero no parte» de Estados Unidos? Basta meditar un segundo para comprobar que la política cultural que mejor se ajustaría a esa doble definición de Puerto Rico sería una política que por un lado se acomode a la subordinación colonial de Puerto Rico mientras que, por otro lado, afirma su diferencia y particularidad o identidad cultural ante la cultura metropolitana. ¿Y qué ha sido la política del autonomismo puertorriqueño durante el siglo XX sino precisamente una política que por un lado se acomoda a determinada versión de la relación de subordinación colonial a la vez que, por otro, reafirma alguna versión de identidad cultural propia? De esa mezcla de subordinación colonial y afirmación cultural se pueden dar muchos ejemplos generales o puntuales: la aceptación a finales de la década del cuarenta y principios de la del cincuenta de la Ley de Relaciones Federales (que perpetúa el poder del Congreso sobre Puerto Rico) y la eliminación de la política de imposición del inglés; la entrega progresiva, durante décadas, de la economía insular al capital extranjero combinada con la fundación del Instituto de Cultura Puertorriqueña y otras formas de fomento de una identidad propia, o, si se quiere, la mezcla de Moscoso en Fomento y Alegría en el ICP; o, para dar otro ejemplo, el intento de Hernández Colón de vender la Telefónica al capital externo combinada con la proclama del español como lengua oficial.
En fin, el régimen colonial ciertamente puede conllevar una política de imposición cultural, como fue el caso de la política educativa durante las primeras décadas del pasado siglo. Pero la relación de no-incorporación también es compatible con otras políticas culturales. No sólo esto, el autonomismo, con su mezcla de subordinación colonial y diferenciación cultural muy bien puede ser la forma más adecuada a una relación que define a Puerto Rico a la vez como subordinado y distinto. Una conclusión que se deriva de esto es que el sentido político de la afirmación de una cultura propia ha sido y puede ser ambivalente: puede ser tanto una forma de protesta y resistencia contra las formas más burdas de imposición colonial y también una forma de acomodarse a una relación que nos define como distintos, además de subordinados.
Que el autonomismo puede ser la forma política más adecuada a la reproducción de la relación colonial es algo que ya plantearon varios autores en otras épocas: es el caso de Matienzo Cintrón en el tiempo de la Ley Foraker, del mismo Albizu Campos en algunos textos de la década del 1920 en la época de la Ley Jones y de Rubén del Rosario en la época del ELA. El tema merece un artículo aparte. Por lo pronto digamos que la forma más evidente de este fenómeno de seguro estará en exhibición en 2012: ante una administración PNP, el PPD desde la oposición nunca deja de presentarse como defensor de la cultura puertorriqueña, como baluarte contra la asimilación cultural. Logra con ello recoger el apoyo de buena parte del país para un partido francamente comprometido e incapaz de romper con la relación colonial. Con el lema de la puertorriqueñidad se nos ata a la relación colonial.
Pero de lo dicho se derivan otras consecuencias. Por ejemplo: no basta con que el independentismo se presente como quien verdaderamente defiende la identidad puertorriqueña. Lo que hemos dicho también nos recuerda que la mera afirmación de la puertorriqueñidad no plantea un desafío a la relación de no incorporación. La realidad es que la mayoría de la gente en Puerto Rico se siente puertorriqueña y vive esa identidad dentro de los límites de la relación colonial. No es porque no se sientan puertorriqueños que no apoyan la independencia. La independencia tiene que ofrecer mucho más que una afirmación de la identidad.
Una política independentista renovada tendría que partir de una doble realidad: la crisis terminal de la economía colonial creada por la política de exención contributiva durante los pasados sesenta años y la crisis global del capitalismo neoliberal. Ambas descalabros tienen efectos terribles. Ambos exigen una respuesta que conlleve políticas de incrementada intervención y control público sobre los procesos económicos para ponerlos al servicio de la satisfacción planificada de las necesidades de la población determinadas democráticamente y de la protección del ambiente. La gente apoyará la independencia tan sólo en la medida que llegue a concebirla como un medio para alcanzar esa soberanía pública sobre los procesos económicos. Pero para eso tienen que primero entender la necesidad de esa soberanía pública. Y eso tan sólo se logra organizándose y movilizándose para resistir los efectos de la crisis y para exigir que no sea el pueblo trabajador quien pague por dicha crisis. Ese debe ser el punto de partida de una respuesta a la política del PNP. No meterse en nuevos debates sobre la puertorriqueñidad. No aliarse con la política puertorriqueñista del PPD para sacar del gobierno al PNP. Lo que necesitamos es construir una alternativa a la política subordinada a los intereses del gran capital tanto del PNP como del PPD, una alternativa distinta, fundada, no tanto en una definición de puertorriqueñidad, sino a partir de los intereses de los puertorriqueños (y no puertorriqueños) que hoy sufren las consecuencias de esas políticas. Para construir esa alternativa los independentistas deben estar dispuestos a trabajar con muchos que no lo son, pero que ya están cansados de las políticas de los partidos dominantes.