Más barrotes para nuestra mermada niñez y juventud

El sistema penal en Puerto Rico se ha expandido desproporcionada y contraproducentemente de forma progresiva. El aumento y endurecimiento irrazonable de penas; la reducción considerable de garantías procesales; la merma constante de herramientas penológicas de rehabilitación, así como el cambio drástico de función de nuestras prisiones al convertirse en refugios de presuntos “enemigos” incorregibles, han configurado una política criminal extremamente draconiana, cuya efectividad mayor ha sido la de aprisionar en masa a quienes en gran medida el Estado les ha dado la espalda desde la niñez. Este es precisamente el paradigma político-criminal en el que se enmarcan los Proyectos de la Cámara 1035 y 1036 que pretenden reformar la justicia juvenil en la Isla.
En efecto, los referidos proyectos pretenden enmendar nuestro sistema de justicia juvenil con el fin, a grandes rasgos, de acercarlo más al ámbito penal de adultos antes descrito. Sendas propuestas fueron aprobadas en la Cámara de Representantes de forma abrupta durante la pasada sesión, y el pasado 4 de diciembre fueron refrendadas, igualmente de forma atropellada, en el Senado. Ese día también se aprobó en el mismo cuerpo el Proyecto del Senado 489, el cual contiene un paradigma de justicia juvenil diametralmente contrario y abiertamente incompatible con el de los proyectos de la Cámara antes mencionados. Este propone un modelo sensible de justicia para nuestros menores y se fundamenta en prueba científica (tanto de ciencias naturales como sociales) para justificar una reforma del sistema de justicia juvenil alternativa.
No obstante lo anterior, el mismo día el Senado aprobó las tres medidas para que sea el Gobernador quien finalmente decida qué política criminal dirigirá el tratamiento de nuestros menores de edad en los tribunales. Mediante este proceder contradictorio, dicho cuerpo legislativo abdicó parcialmente su función de órgano de la soberanía popular. Es en nuestra rama legislativa donde se origina la política pública que atiende asuntos eminentemente políticos, como lo es una presunta reforma del sistema de justicia juvenil. Si desde esa rama no se toma una postura clara y precisa sobre qué política pública será la hegemónica en este ámbito, la misma se dejará en manos de asesores y asesoras de la Rama Ejecutiva y, finalmente, del Gobernador, cuya rama de gobierno existe precisamente para ejecutar la política pública que surge de la Rama Legislativa. Este proceder es insostenible en un modelo republicano de gobierno.
Por otro lado, entre las varias reformas que pretende el proyecto del Senado 489, se encuentran la fijación de una edad mínima (trece años) para que el Tribunal de Menores asuma jurisdicción sobre un menor (precepto necesario para que se le adjudique responsabilidad en un tribunal), el establecimiento de un procedimiento de agotamiento de remedios y mediación antes de comenzar con un proceso judicial que puede ser tan traumático como contraproducente, la prohibición de la utilización de restricciones mecánicas (Shackling), la erradicación del confinamiento solitario y la obligación de uso de intérpretes de lenguaje de señas e idiomas durante el proceso. Estas medidas tienen una importancia fundamental si deseamos construir un modelo de justicia juvenil eficiente, sensible y humano.
Permitir que niños y niñas de ocho, nueve o diez años se procesen detenidos y encadenados en nuestros tribunales, en la mayoría de los casos por ofensas menores, es de un retroceso civilizatorio enorme. Asimismo, dejar que por ofensas leves –o más graves- los niños y niñas deban enfrentarse al lóbrego proceso judicial en vez de a un proceso administrativo y competente en sus escuelas –donde suceden una gran cantidad de estas presuntas ofensas- es impulsar que nuestra niñez de escuela pública, porque esto no ocurre de ordinario en las escuelas privadas, se encamine a un sistema de castigo institucional que ha sido en cierta medida un puente para las prisiones de adultos. De la Exposición de Motivos de esta medida se desprende que los fundamentos para justificarla provienen eminentemente de los más recientes avances de las ciencias sociales y de las ciencias naturales.
Por el contrario, los proyectos de la Cámara 1035 y 1036 intentan aumentar notablemente los términos de las medidas dispositivas (sentencias condenatorias en adultos); amplían el catálogo de faltas tipo III (delitos con las penas más severas); posibilitan la reclusión para menores que incurran en faltas tipo I (delitos menos graves); flexibilizan los términos de juicio rápido en perjuicio del menor; equiparan el desvío de menores al de adultos, exigiéndole una alegación de incurso (culpable en adultos) para poder acogerse al mismo; exigen el cumplimiento consecutivo de la medida dispositiva y de la pena cuando el menor haya sido juzgado y convicto como adulto; equiparan finalmente la figura del procurador de menores a la de un fiscal, y posibilitan la renuncia de derechos del menor aun en la ausencia de representación legal, padre, madre o encargado. En definitiva, endurecen aún más un sistema de justicia juvenil que de por sí es uno de los más punitivos posibles en un Estado democrático y constitucional de Derecho.
Este acercamiento al sistema de adultos ocurre pese al sinnúmero de estudios científicos y sociales que recalcan las diferencias decisivas entre el cerebro de un adulto y el de un menor, lo que repercute efectivamente en el grado de culpabilidad que se le puede imputar a uno y al otro. También a pesar de la corriente jurisprudencial más reciente del Tribunal Supremo de Estados Unidos, la cual adopta un criterio de culpabilidad disminuida para diferenciar el tratamiento de un menor al de un adulto (Roper v. Simmons, Graham v. Florida y Miller v. Alabama). Si la tendencia en la judicatura federal –y del Derecho internacional público- es la de alejar el juzgamiento de menores al de adultos, mediante estos proyectos de ley en Puerto Rico se asume la posición radicalmente contraria.
No hay ninguna urgencia para aprobar estos proyectos de una forma tan atropellada. Nuestro sistema de justicia juvenil, en gran parte, está dirigido hacia las comunidades más empobrecidas de nuestro país cada vez más pobre, precario y vaciado. Es una falacia de la democracia liberal pensar que un menor de escuela privada se va a exponer igual que un menor de escuela pública –o desertor- a un sistema que históricamente ha fungido como puente hacia la cárcel de adultos. El Estado no puede excusar su ausencia mediante medidas que desaparezcan a nuestros menores de la libre comunidad. Es inaceptable y absurdo que como comunidad gastemos un aproximado de $100,000 anuales en un menor procesado y encontrado incurso, de los cuales la enorme mayoría es de escuelas públicas y de educación especial, y solo alrededor de $5,000 al año en un estudiante del sistema de educación público.
Claro que hace falta una reforma del sistema de justicia juvenil, pero una lo suficientemente inclusiva como para reunir a profesionales de la conducta, de las ciencias sociales y naturales, a adultos que fueron procesados como menores y a personas que se han visto envueltas en un proceso tan traumático. Tenemos la oportunidad y los profesionales para ello, pero los seguimos no solo desperdiciando, sino prácticamente expulsando de nuestro país. En el ámbito de nuestros menores se hacen más relevantes aquellas palabras de Fernando Picó cuando acertó que la cárcel no es la solución, sino el problema, y que su eliminación debería ser una prioridad pública. El paradigma de la cárcel como solución no puede seguir siendo la banal excusa de un Estado para asumir sus responsabilidades como Estado social y democrático. Las premisas liberales que le acompañan como justificación se encuentran en las antípodas del republicanismo que debería ser hegemónico en un democracia de mejor calidad y contenido material, ya no simplemente un esqueleto de formalidad.
La crisis política que existe en Puerto Rico, en la cual el sistema de representación institucional no satisface las necesidades mínimas de los sectores más populares, también se demuestra fervientemente en la perniciosa administración de la justicia en el caso de los menores de edad. La desafección y apatía entre amplios sectores sociales y los actores institucionales que presuntamente los representan, afecta de forma decisiva las políticas públicas que se aprueban en nuestras cámaras legislativas. El proceso legislativo tan abrupto que se ha utilizado en el caso de esta presunta reforma de justicia juvenil, la cual es evidente que pudo haber surgido de cuartos cerrados y de expertos del Departamento de Justicia por su contenido, demuestra una peligrosa erosión procedimental que deslegitima unas medidas de tan alto impacto social.
La legitimación de una norma radica en el cumplimiento de un procedimiento lo suficientemente inclusivo y consensuado como para hacer partícipes en diferentes grados a los potenciales afectados por la misma. Es decir, que quienes se pudiesen ver afectados por la vigencia de la norma tengan la oportunidad de expresarse efectivamente al respecto en unas condiciones de igualdad entre pares y de buena fe y apertura en el proceso intersubjetivo de comunicación. Un proceso con esos mínimos podría legitimar la aplicación de una norma en una democracia ya no solo formal, sino de contenido material, o mejor dicho, de mayor calidad y madurez.
En este caso, sin embargo, no se celebraron audiencias públicas efectivas y sinceras donde pudiese ocurrir esto último, sino todo lo contrario. Como si fuera una materia meramente de algunos expertos, radicalmente parcializados a favor del Ministerio Público, se gestó anodinamente una pseudo-reforma que no contó con ninguna participación ni amplia ni cerrada de sectores del país que pudieron haber contribuido a la confección de la misma. Su falta de legitimidad es evidente, y la demagogia con la que defienden su proceder es realmente contraria a las aspiraciones más elementales de una democracia de calidad. Lo más democrático, inteligente y responsable que podría hacer el Gobernador es reenviar esas medidas al cuerpo legislativo de origen y que se comience un proceso multidisciplinario y socialmente inclusivo para reformar desde sus bases el sistema de justicia juvenil. Mientras tanto, aprobar el Proyecto del Senado 489 sería un importante paso para comenzar con esa tarea que nos corresponde como colectivo político.