Mejorar a Augusto Marín
Recientemente estuve en el Centro de Bellas Artes en Santurce para asistir a un concierto. Mientras mi marido estacionaba aproveché la hermosa noche para disfrutar de la plazoleta con sus estatuas, fuentes, mural y vitral. De momento por poco me desmayo. Vaya sorpresa la que me llevé al ver que sin pudor ni sentido estético ni urbanístico alguno, con total falta de respeto y desprecio por el arte, algún burócrata sin educación o peor, algún comité de burócratas imbéciles decidieron colocar un bolón rojo enorme anunciando la compañía de teléfonos Claro frente al mural de Augusto Marín, entorpeciendo la vista e impidiendo el disfrute del mural, que es parte del Centro desde que se inauguró en el 1981.
Cuando recuperé el aliento, volví a considerar algo que desgraciadamente me encuentro obligada a pensar cotidianamente. En este país prima el mercado con tal fuerza y magnitud que ya la cultura, la del goce, de la inteligencia, el conocimiento, la liberación, no tiene lugar. Con el mayor desparpajo se le echa a un lado para dar espacio a la propaganda mercantil, a la cultura neoliberal de mercado capitalista.
Supongo que los constitucionalistas dirán –y con razón– que la propaganda comercial está protegida por la Primera Enmienda a la Constitución de los EEUU que nos rige. Bien. Yo también busco los anuncios en las páginas de los diarios cuando necesito comprar algo. Así funciona nuestro sistema capitalista. En las artes todas, cine, música, artes plásticas y escénicas, en la literatura, el mercado es un factor imprescindible. Los artistas tienen que vender sus obras para poder sobrevivir y para hacerlas accesibles al mayor público posible. De ello nos beneficiamos todos, pero de ahí a promover una política pública de desprecio a las artes y a la cultura, y priorizar en todo las necesidades mercantiles, hay una diferencia enorme.
Las artes y el mercado siempre han encontrado la forma de coexistir y nutrirse mutuamente desde el arte urbano de los tiempos de Nabucodonosor, de Pericles, del Imperio Romano, desde el gran arte gótico, hasta el día de hoy. Desde antaño, iglesia, estado, comunidad de las artes y mercado han creado vínculos que han permitido el embellecimiento no sólo del espacio urbano –como en el caso del susodicho mural– sino los espacios arquitectónicos interiores, iglesias, oficinas, museos, hogares que a la vez nos ofrendan lecciones y placeres estéticos. Para vender las obras y hacerlas llegar a empresas, gobiernos e individuos media el mercado: los negocios de subasta, las galerías de arte hasta los propios talleres de los artistas y los mercados artesanales.
El problema que se plantea, sin embargo, es uno complejo. Primero, para lograr esta simbiosis necesitamos gobernantes educados, no payasos ignorantes en las artes pero muy listos y hábiles en eso de la acumulación del dinero en sus cuentas de banco y el manejo de sus capitales e industrias. También necesitamos un público educado que aprecie las artes y exija que su gobierno le dé al asunto la prioridad que merece. El gusto estético no es condición “natural” del homo sapiens, no se trasmite genéticamente. Requiere conocimiento del que se trasmite en las escuelas y universidades. Requiere espacios urbanos que expongan las obras de arte, requiere museos, galerías, teatros, cines, talleres. Requiere gobiernos que estimen y comprendan la necesidad del elemento estético en la vida humana. Sabemos por el riguroso trabajo de arqueólogos, antropólogos, sociólogos, biólogos, psicólogos que las artes han sido aguijón y parte, sostén de la evolución humana. Nos desarrollamos y aprendimos a ser homo sapiens pintando, danzando, cantando y, de ese proceso, el lenguaje oral y luego la escritura fueron parte primordial. De ahí que el conocimiento y disfrute de nuestro pasado artístico, el estímulo de las libertades y la imaginación que necesita la creación de nuevas formas artísticas tiene que ser parte de nuestra educación, de nuestra vida. Por eso, como bien señalaba el colega Rafael Acevedo recientemente en una de sus columnas, el Gobierno de Puerto Rico, en vez de llevar a los estudiantes a visitar las cárceles, “debería trasladar a los estudiantes a una sala de conciertos, a las librerías independientes, al parque de pelota, al bosque tropical o al bosque seco, . . . permitirle a los estudiantes la experiencia de un taller de ebanistería o fotografía, o una clase de danza. Experiencias que enriquezcan sus vidas. Experiencias que les liberen la mente de ataduras ideológicas”.
Segundo, nos falta pensar un poco sobre los valores que hemos permitido al mercado y a sus adláteres gubernamentales injertar en nuestra conciencia. Nos quejamos de la falta de seguridad, de la violencia cotidiana, de la “falta de valores”, discurso cotidiano de los politiqueros gobernantes. Esos que a diario roban, mienten, alteran estadísticas, dicen sí ayer, no hoy y sí otra vez mañana creyendo que engañan a los votantes, esos que tiran la piedra y esconden la mano. Es cierto, no se puede caminar tranquilamente por las calles, parques o playas de nuestras ciudades, barrios y pueblos. Cierto, la violencia es el pan nuestro de cada día. Pero no, no es por “falta de valores”. En esto también se equivocan nuestros políticos. Es por los valores que sí tenemos porque son los que promueve este sistema. Un mural de un gran artista ya no vale nada, pero sí vale el teléfono llamado inteligente y que sea del último modelo. Sí vale la tabletita, último modelo también. Lo que hay que hacer es desechar todo lo viejo y comprar y comprar todo lo nuevo que desecharemos también con prontitud para sustituirlo por lo más, más nuevo. Sí vale la rapidez, la prisa; sí vale la comida basura que nos tapa las venas y destruye el sistema digestivo, pero llena las arcas de las empresas que la producen y venden. Sí vale mantenernos entretenidos a toda hora –ATH como los bancos que también valen mucho. Entretenidos con la farándula, con la cultura light, que como la cerveza light, llena, divierte pero sabe más a agua que a cerveza. Lo que nos falta no son valores. Lo que nos falta es reflexionar sobre las consecuencias de los que sí tenemos. ¿Cuánto nos cuesta? Para quiénes y qué trabajamos? Todos esos productos que se van convirtiendo en indispensables, que son tan entretenidos, que saben tan rico y que poco a poco nos van costando tan caro y desgastando nuestras vidas en estupideces, ¿a quiénes benefician realmente?
Sí, un cuadro de Picasso o Kandinsky, un museo para exponerlos, un bello edificio o puente de Calatrava, una magnífica sala de conciertos o un nuevo teatro, un nuevo estadio deportivo, pueden costar millones. Un parque, un jardín, un mural de un joven artista puertorriqueño pueden costar miles, pero, ¡cuánto enriquecen nuestras vidas! Así también cuesta caro subvencionar el ballet, la danza, el teatro, la sinfónica nacional, los deportes, la ópera ni digamos. Cuesta caro sostener talleres para educar a esos nuevos artistas escénicos, bailarines, cantantes, músicos, artistas plásticos, deportistas. ¿Por qué será que hay miles sobre miles para mantener el taller para las maripilis, para los faranduleros con sus cuerpos hechos a la medida en gimnasios y quirófanos pero no para educar, desarrollar y mantener a nuestros artistas y deportistas serios?
Tercero, nos hemos olvidado de un elemento fundamental, fundamental por ser también fundante de nuestra condición humana. Hablo de la solidaridad, de la conciencia de que no podemos sobrevivir solos, de que nos necesitamos unos a los otros y de que esta convivencia exige el respeto mutuo, la aceptación de nuestras diferencias y el reconocimiento de nuestras igualdades. Hemos dejado primar el “yo adelante y el que venga atrás que arree”. Endiosamos el individualismo a ultranza, un individualismo ajeno a nuestra condición de seres humanos. Sin la acción común, sin la cooperación y solidaridad la especie humana no puede sobrevivir y uno de los requisitos que nos hace humanos es la creatividad artística y la capacidad y necesidad de disfrutar del placer estético tanto individual como colectivamente. Sí, puedo apreciar al gran Rubinstein tocando a Debussy o Ravel solita en mi hogar, oyendo un CD que fue comprado en el mercado de discos y me alegro mucho de poder contar con una buena colección de música. Ah, pero cuánto disfruto cuando un colega me regala el disco porque lo escuchó y pensó que a mí también me gustaría, o cuando yo hago lo propio. Cuánto disfruto de ir a un concierto o museo con mis hijos, amigos, marido, cuánto disfruto una obra de cine, de teatro compartiendo con un público que también sabe admirar, disfrutar del goce del buen arte. Y de paso, ese mercado capitalista es tan selectivo. Desde mis años adolescentes al día de hoy han desaparecido en Puerto Rico los lugares donde se pueden comprar discos de buena música. Ahora dependemos de la cibernética para hacer nuestras compras. ¡Qué diferente de aquel proceso de ir a la tienda, conversar con el vendedor que te ofrece lo nuevo pues bien que conoce tus gustos, que te deja escuchar antes de comprar! Ahora prima la total impersonalidad de la pantalla del ordenador, del punto com.
Cuarto, nos hemos olvidado de la crítica. A mí particularmente me ofende la falta de crítica de medios. Encerrados en el individualismo tan destructivo no puede haber crítica. Estaría rica si tuviese un dólar por cada persona que me ha dicho lo molesto que está con la WIPR por el abuso diario con el oyente que quiere disfrutar de la música clásica en la única emisora de este tipo que hay en Puerto Rico. Nunca he leído una crítica al nuevo formato comercial de la emisora que se supone que sea para educar al público no para venderse como si fuera una compañía de teléfonos o productora de cerveza o de dentífrico. ¿Qué ha pasado en WIPR? Interrumpen desenfrenadamente a Bach, Mozart o Berg con un chirrido espantoso y una voz que grita para supuestamente “anunciar” la emisora “alegre”. Incluyen en su programación música comercial pop que se puede escuchar en cualquier otra emisora o plaza pública en el país; también ahora nos atosigan programas de música light. Para mayor desprecio y subestimación del público oyente alternan música compuesta para las bandas sonoras cinematográficas, o de teatro musical con Beethoven, Stravinsky, Shostakovich. Nos ponen solo movimientos de composiciones musicales destruyendo así el sentido de coherencia de la pieza. Programan sin ton ni son con total desprecio por la historia y coherencia de la música.
Nadie diría que hay jóvenes musicólogos, jóvenes estudiosos del Conservatorio que podrían hacer una buena labor de programación en la emisora. Tanto como llevar a los estudiosos de las artes para que nos hablen de cine, artes musicales, plásticas, escénicas, para que hagan críticas de la oferta artística en el país, de las políticas gubernamentales, de la situación internacional, como se hacía en la WIPR cuando yo era niña, ni soñarlo. Especialmente falta la crítica a la política nacional. No, la emisora “del pueblo de Puerto Rico” se ha convertido en una emisora del gobierno de turno, hoy del PNP, con todo el estilo de la más comercial de las emisoras. Criticar al gobierno de turno, salvo en onda de chisme grosero, se ha convertido en anatema. Lo dicho vale también para las demás emisoras, la tele y los diarios en papel y red. Los diarios han eliminado las columnas de crítica musical que esperábamos después de cada concierto. Las nalgas y los silicones de las maripilis, los chismes sexuales o politiqueros, los crímenes, venden, la responsabilidad social no.
Hago un mea culpa también. La autocrítica hace falta y en todo caso es de las universidades de donde mejores y mayores juicios críticos deberían salir a la luz pública. Antes en alguna que otra emisora de radio, de televisión y en los diarios sino abundaban al menos había debate, crítica. Los profesores de nuestras universidades, escritores, artistas debatían sus opiniones, sus diferendos y a través de ese proceso educaban. Sí también estaban las maripilis, si bien algo más normalitas, sí había mucha chabacanería comercial, pero también había foros, conferencias, entrevistas educativas de cuando en vez. Hoy sólo podemos echarlas de menos.
Poco a poco el ambiente cultural, educativo se ha ido desgastando. David Harvey en su estudio de las políticas neoliberales destaca la importancia que tiene para todo estado la construcción del consenso político. Hoy día en el caso del estado neoliberal, de lo que se trata es de la construcción de una cultura populista que se basa no en una que enriquezca nuestras vidas y las libere de ataduras ideológicas, sino todo lo contrario, una que nos sujete, nos encadene al mercado y sus valores consumistas e individualistas. Así se va creando un “sentido común” mercantil: compra, gasta, tira y vuelve a comprar, consumir, gastar y tirar. Una cultura que apoya al sistema neoliberal y al gobierno que vive de él. Una cultura que cree un consenso que promueva su reproducción, su perpetuidad. Un sistema educativo autoritario que a la vez parezca entretenido.
¿Cuántas veces no hemos escuchado de boca de políticos y supuestos pedagogos eso de que a los chicos hay que darles lo que les gusta? Buscar la forma de seducirles con las ciencias, la literatura, las artes plásticas, la buena música, ¡uf! eso da demasiado trabajo, obliga a pensar cómo hacerlo. Tengo un querido colega que pasó por el proceso, estudió el asunto hasta dar con la novela de detectives. No la vulgar que sirve de guión a tanta mala película de Hollywood sino las buenas, las que también son buena literatura. ¿El resultado? Excelente. Los estudiantes fueron poco a poco comprendiendo que la lectura puede ser un goce, aprendieron a dar el paso de la novela de detectives a las luchas y amores de Aquileo. (Y de paso, el profesor disfrutó mucho el proceso también.
¿Cuál es el problema? Pues que este tipo de innovaciones hay que pensarlas bien, dan trabajo, nos cuesta creatividad. ¿Pero no se supone que para eso somos profesores? Y no creo que haya que esperar llegar a la universidad para comenzar. Se puede hacer en la casa, en las escuelas primarias y secundarias. A la vez que se le compran a los niños esos juguetitos plásticos tan de moda y que antes del próximo cumpleaños o navidad ya se han desecho, por qué no comprarle libros también y que poco a poco vayan los chicos organizando su propia biblioteca y aprendiendo el placer de la lectura. Claro, el problema es dejarles en libertad para que escojan lo que más le gusta a la vez que se les educa, amén de que sería mejor si papá y mamá le pudiesen dar el ejemplo. ¡Qué bueno si en vez de destruir el mercado de libros en Puerto Rico fuéramos promoviendo cada día la mayor compra de libros! No es tan imposible. Recuerdo el segundo piso de Borders con su sección de libros para niños y jóvenes. Siempre estaba lleno, siempre vi a los chicos buscando qué leer, sentados en bancos y piso leyendo mientras papá o mamá compraban chucherías y, Dios mío, en algunos casos, libros también.
¿Qué vamos a hacer? ¿Vamos a seguir callando y conformándonos con la tertulia del café, del pasillo? ¿Vamos a salir corriendo al final de la clase para volver a enclaustrarnos en nuestros hogares y bibliotecas a escuchar en solitario la música preferida o leer el libro de turno? ¿Vamos a seguir año tras año dando el mismo curso que ya tenemos preparado sin renovarlo jamás, sin pensar en qué podemos hacer para enamorar a nuestros estudiantes con el conocimiento? ¿Vamos a legarle a nuestros estudiantes, hijos, nietos, una sociedad imbecilizada donde el placer estético ya no se conoce? Buen tema para un filme como el alucinante Alphaville de Jean-Luc Godard. Véanlo de nuevo y reflexionen. ¿Eso queremos, que al que ama, al que llora, al que piensa, critica, se le castigue con la pena de muerte? Quizá ni eso haga falta. Un mundo sin arte es ya la muerte misma.