«Memoria» de Rosario Ferré
La muerte de su madre, en 1971, transforma a Rosario Ferré de madre kamikaze en aventurera de la lengua. La pérdida de esa mujer extraordinaria embarca a Rosario en una nueva vida, y hace de su escritura su profesión. Cuarenta años más tarde, la aventura culmina con esta ofrenda que recuerda a su madre en ese estilo paradójico que es la firma de Rosario Ferré. Escrita en un lenguaje truculento pero sobrio, irónico pero escueto, sensacionalista pero fiel a la verdad, la Memoria de Rosario es una realidad que abre las tumbas en que están sepultadas nuestras madres. Su Memoria rescata a las mujeres independientes de su país del viento huracanado de la historia, libera sus fantasmas, da voz a sus recuerdos y hace de sus vidas personajes inolvidables. Con esa pasión que caracteriza su escritura, la Memoria de Rosario saca a la luz los secretos.***Prólogo
Contar un cuento va unido a un conocimientovivo: el conocimiento de uno mismo, en unomismo, por uno mismo.Scheherezade
El mirto es una “flor que sale”; después de la lluvia su perfume atrae a los fantasmas. Cuando me casé y me fui a vivir a la capital, mamá me envió con Carmelo Bocachica, el chofer de la familia, unos arbolitos de mirto del patio de nuestra casa de La Alhambra, sembrados en unas latitas de café Yaucono. Esos mirtos habían venido, originalmente, del jardín de la casa de Guanajibo, y mamá los había transplantado, a su jardín en Ponce, cuando se casó y se mudó a vivir allá. Mamá me indicó que debía sembrarlos al pie del balcón para disfrutar de su perfume en las noches, sobre todo después de la lluvia.
De niña había notado que mamá detestaba la vida pública. Los años treinta y cuarenta –las Décadas Negras en la historia de Puerto Rico– fueron años sumamente difíciles y papá muy pronto se convenció de que sólo gracias a la política lograría hacer algo por su prójimo. Para mamá, sin embargo, la política fue siempre un “teatro sobre el viento armado”. Solía burlarse de las estatuas de los próceres, compadecida de un destino tan poco higiénico como el de llevar la cabeza eternamente cagada por los pájaros. Cuando los líderes de los pueblos venían a la casa de La Alhambra cargados de presentes –de gallinas ponedoras y gallos de plumas lustrosas, de canastas de verduras llenas de chinas Nebo, plátanos o piñas cabezonas de Lajas, o enviaban neveras atiborradas de chillos, pargos y capitanes–, mamá se los agradecía con una sonrisa triste, cuyo significado sólo yo adivinaba. Aquellos frutos de tierra adentro y de mar afuera que le traían a su marido sólo querían decir una cosa: algún día papá dejaría de pertenecerle y tendría que compartirlo con toda aquella gente. Y lo que era peor, ella misma dejaría de pertenecerse a sí misma y perdería para siempre su espacio, su derecho al silencio y a caminar por el lado soleado de la calle sin ser señalada o reconocida por nadie. Le pasaría como a los habitantes de esas tribus que creen que cuando los retratan les capturan el alma; su espíritu ya no nadaría libre y anónimo en la poderosa corriente de la energía universal sino que pasaría a pertenecer a la historia y al acervo común.
Poco después del éxito político de papá –cuando llegó a ser elegido gobernador de la Isla en 1968–, mamá enfermó de gravedad. Supo que se acercaba el fin, y no quiso un entierro pomposo con las exequias públicas tra-dicionalmente rendidas a la esposa de un mandatario. Pidió, con ese deje parco de la gente de “tierra adentro” que le fue saliendo con los años, que sus exequias fuesen lo más sencillas posible, y rogó que no le mandaran flores. Le pidió a papá que pusiera un anuncio en el periódico al efecto, para que el dinero se donara, anónimamente, a obras de caridad. Su tumba sencilla en el cementerio de la capital, a la merced de la lluvia, del sol y del viento, le hace hoy honor a sus preferencias. Desprovista de panteón y techo, no tiene cruz, busto, ni figura de ángel lloroso o Sagrado Corazón sangrante que interrumpa la blanca sobriedad de sus líneas. Es por eso que esta Memoria se la dedico a ella.