Mi primer trabajo
Mi primer trabajo remunerado fue repartir el periódico El Mundo en Puerto Nuevo. Tendría ¿11, 12 años? De verdad que no sé. Sé que mi amigo Jaime Bou tenía una ruta. Yo lo veía salir temprano con su bicicleta llena de periódicos y eso me interesaba. Recuerdo vagamente, pero como algo cierto, que una mañana fui con él. Me gustó.
Jaime me llevó a hablar con el señor de los periódicos. Este señor reunía a todos los muchachitos que querían repartir alrededor su guagua blanca y llena de periódicos cerca de la cancha de la escuela Timothée en Puerto Nuevo N.E. Fíjate, no había nenas. Éramos solamente varones.
El señor me explicó cuál sería mi ruta, la hora a la que tenía que llegar y lo más importante: me entregó unas tarjetitas de las que se arrancaban unos pedacitos como recibo de pago y que se le daban a los suscriptores.
Yo estaba super embollao. Pero no tenía bicicleta. Y también tenía que pedirles permiso a mis papás. No recuerdo los detalles de la conversación con mis padres. Me gustaría recordarla, pero ni modo. Sí recuerdo que mi papá me dijo que él me despertaría. Mi papá trabajaba en el correo del Viejo San Juan y, como nunca aprendió a guiar, se levantaba tempranísimo para coger la guagua. Esa primera madrugada me levanté a las millas. Tenía mucho entusiasmo.
Creo que fue Robert, el hermano de la novia de mi hermano mayor, quien me prestó la bicicleta. ¿O fue el mismo Jaime Bou? De verdad que no estoy seguro. En el recuerdo hay a veces como boquetes que crean discontinuidades que molestan. Cuánto daría por recordar quién me prestó la bici. De verdad. Pero no puedo. Tampoco recuerdo la logística del préstamo. ¿Cómo y cuándo la recogía, y cómo y cuándo la devolvía? No sé.
Sí recuerdo bien que era una bicicleta banana que en vez de tener el asiento curveado como un guineo estaba derechito. Era un engendro de bicicleta hecha de varias partes y colores.
Yo era feliz corriendo por la calle hasta llegar a la guagua blanca del repartidor de periódicos. Me entregaron aquel paquetote, y lo puse en el piso como me enseñó Jaime. Los enrollé en tubitos, los metí en el canasto y me fui pedaleando de lado en lado en lo que me acostumbraba al peso. Pasaba por las casas y en algunas los tiraba como en las películas. En otras me detenía y los ponía entre la verja o en el buzón. Como en media hora ya había terminado y volvía a casa orgulloso de haber “trabajado”.
Ese cierto orgullo de trabajar, en aquel momento, no tuvo nada que ver con la ética del trabajo. No era ideológico. No fue impuesto. Eso vino después, cuando el trabajo se convierte en lo que supuestamente me toca hacer como hombre, como proveedor. De esa ética masculina del trabajo no había nada en aquel orgullo mañanero. Era un orgullo de haber hecho algo por mí mismo, pienso.
También me motivaba el dinero. Tener mi propio dinero. Eso era distinto a cuando mis padres me lo daban. Yo lo había ganado. Y también me encantaba el saber que no tenía que dar razones para gastarlo. Era mi dinero y podía gastarlo en lo que quisiera.
Esa sensación de libertad era totalmente ingenua y provenía de esa experiencia personal y auténtica de ganarme mi dinerito. No era codicia capitalista, ni afán de enriquecimiento. No era canon de la religión económica del capital. No. Era simplemente la natural sensación de empezar a ser diferentes de mis padres adquiriendo cierta autonomía. En este caso, a través de un dinero del que no tenía que dar cuenta.
Orgullo y libertad. ¡Cómo con el tiempo los disfrazan de “obligaciones” y “deberes” que nos ahogan! En aquel Puerto Nuevo de finales de los años 60 eran solamente sensaciones genuinas que me iban formando sin el peso de ideología alguna.
Esa primera semana fue bien, aunque el viernes y sábado me pesó levantarme tan temprano. Y llegó el domingo. ¡Chacho, levantarse tan temprano! Era domingo. Se supone que los domingos uno duerma hasta más tarde. Bueno, me levanté y me fui.
Cuando vi los paquetes del domingo por poco me caigo de culo. Eran el triple de los de la semana. Para los que no tengan noción de cómo era El Mundo les diré que era uno de esos periódicos estilo New York Times, que son largos y casi inmanejables. Así era El Mundo y, el del domingo, era super gordo y pesao.
No pude enrollarlos porque eran muy grandes. Los monté en la bici así como estaban. Casi no podía pedalear. Me tambaleaba. Me bajé y empujé la bici. Como quiera se me caían, se volaban, se desordenaban. Fue un caos.
Sentí esa desesperación que se siente ante una situación que parece no tener un final cercano y que es angustiosa. ¿Ansiedad? No sé. Me preguntaba por qué tenía yo que estar repartiendo periódicos a esa hora, qué se me había perdido. Ya no me importaba el sentido de libertad ni de orgullo. Quería estar en casa con mi mamá desayunando café con tostadas con mantequilla. Y seguían cayéndose. Y la ruta era interminable. En un momento pensé rajarme, botar los periódicos e irme.
No sé como, pero terminé la ruta y regresé a casa.
Aquella desesperación que sentí ante una situación que parecía más grande que yo no fue conciencia de explotación. Para mí fue el descubrimiento de que el trabajo puede ser duro y exigente. Nunca pensé que yo trabajaba por un vellón por periódico mientras que el señor de la guagua blanca cogía 15 centavos y que El Mundo ganaba todavía más. Todo eso estaba fuera de mi experiencia y de mi lógica.
Los periódicos del domingo me apabullaron. Me vencieron.
El toque final fue al cobrar. Se cobraba temprano en la noche cuando la gente se supone estuviera en su casa y no se hubieran acostado. Correr bici para cobrar era fantástico. Corría liviano y veloz acariciado por el viento dulce del sereno. Pero toda esa sensación de bienestar desapareció con las respuestas que se repetían de “ven mañana”, “no tengo cambio, vuelve después”, “ya yo le pagué al otro nene”.
Antes de yo poder coger algún dinero tenía que pagarle la parte del señor de la guagua blanca. Y esa parte era el montón más grande. Cobrando pasé más trabajo que repartiendo. Al final le pude pagar al de la guagua blanca y me sobraron como dos pesos.
Renuncié. No valía la pena.
El próximo trabajo que tuve fue en el bingo de la iglesia. Marcaba en una pizarra grande los números cantados para que la gente pudiera chequear si se le había pasado alguno. Como en cuatro horas me ganaba dos pesos; con eso yo y mi noviecita íbamos el domingo al cine El Martí y veíamos dos películas con popcorn y refrescos.
Sí, mi segundo trabajo fue mucho mejor.