Midsommar: la bella pretensión
La oscuridad domina los primeros 20 o 30 minutos del filme que narran lo que le está sucediendo, emocionalmente, a Dani Ardor (Florence Pugh), una estudiante de universidad cuyo noviazgo con Christian (Jack Reynor), estudiante de antropología, no va muy bien. El chico parece haber perdido interés en ella y se lo ha dicho a sus amigos. Ella está pasando un momento muy amargo: ha tenido pérdidas familiares que la han lanzado a un abismo depresivo y penoso. Él, embargado por el sentimiento de la traición (por haberla dejado de querer) que lo hace sentir que la ha abandonado en un momento de fragilidad emocional, la invita, con desgano, a unirse a él y a otros tres amigos a ir a Suecia, de donde procede Pelle (Vilhelm Blomgren), uno de sus compañeros de escuela. El joven sueco regresa para el verano a su “aldea” o comuna, llamada la Hårga y, resulta que ese es el tema de la tesis de Christian.
Aster, quien escribió el guion, hace una transición de la ciudad al campo en Suecia (el filme se filmó en Hungría) donde está la comuna y se ha de realizar el festival del “medio verano” (de ahí el nombre de la película), que solo ocurre cada 90 años. De los pardos oscuros y ocres del invierno, de paisajes sombríos y grises, pasamos a cielos diáfanos y de un azul transparente que nos alejan de los reflejos de los personajes en espejos o en el vidrio de cuadros, en escenas de belleza inaudita. No solo el verdor de los campos contrasta con el mundo que dejamos atrás, sino que todo parce pertenecer a un mundo idílico. Todos los habitantes de la comuna están de blanco y sus atuendos los convierten en unas especies de personajes que uno esperaría descubrir en cuentos de hadas de los hermanos Grimm o, mejor todavía, para no ser demasiado germánico, del fascinante video de un alce blanco en los bosques de Suecia, filmado por Hans Nisson y publicados hace dos años.
Las mujeres llevan flores en su cabeza; los hombres atuendos blancos o crema que implican una pureza más allá de toda expectativa que pudieron haber tenido los cinco americanos y una pareja de novios ingleses. Las flores de todos colores abundan en el lugar, y la alegría y el regocijo con que se celebra la visita de los jóvenes es un gran ejemplo de hospitalidad. Poco después de llegar, Pelle les ofrece a sus amigos hongos alucinógenos que trastornan al grupo de americanos y que causan que Dani tenga unas visiones de su hermana y sus padres muertos que agudizan sus penas y agitan su débil psiquis. Poco a poco, las celebraciones de la comuna se vuelven siniestras y violentas, y vamos descubriendo secretos que ponen en peligro las vidas de los invitados.
Si es cierto que la película es bellísima, el guion es pobre. El filme es demasiado largo, y las secuelas que lo prolongan no tienen el suficiente interés para mantener el espectador interesado. Muchas cosas son predecibles. Otras estiradas por coreografías y composiciones hermosas pero, dado su significado, pretensiosas. Una escena de una copulación, en que la pareja está rodeada de mujeres de varias edades todas desnudas, hizo estallar de risa a toda (y digo toda) la audiencia, sin que esa fuera la intención del director. Los simbolismos y las alusiones a problemas de la sociedad hoy día, no son efectivas ni captan nuestra atención debidamente porque son triviales.
Desafortunadamente, con todo y el talento que muestra Ari Aster, y la suntuosa y magnífica cinematografía de Pawel Pogorzelski, el filme solo pasa unos grados más allá que mediocre. Lo que sí es especial es la actuación compleja y conmovedora de Florence Pugh en el papel principal. El resto es solo para quienes quieran descifrar quién es más pretensioso, Aster o Yorgos Lathimos o Tarkovsy cuando quieren.