Monoteísmo masculino, dicotomía de la liberación
Pero la historia de la humanidad que conocemos es predominantemente occidental y cristiana. El dominio por la Iglesia de la Europa que se autoproclamó la cuna de civilización, duró mil años desde la caída del Imperio Romano hasta el siglo XV de la era formalizada como, precisamente, después de Cristo. El catolicismo y las demás religiones derivadas de la de Roma han dominado el discurso de la relación del ser humano con un ser superior y con sus semejantes durante dieciséis siglos, incluyendo la filosofía, la astronomía y, hasta el siglo XVII, las ciencias naturales.
La Ilustración transfirió los conceptos del origen de los astros y los planetas, los seres humanos y la naturaleza, y de la voluntad inquebrantable de un dios a la habilidad de los seres humanos de entenderse a sí y el mundo y sus alrededores, con su raciocinio, su capacidad de pensar. “Pienso, luego existo”, afirmó Descartes y el ser humano decidió concebir por sí mismo el orden del universo y las razones, así como las abstracciones, de su existencia. Ante las acusaciones de ¡sacrilegio! se arguyó que la razón también era una creación divina, para apaciguar a los más coléricos defensores de la fe, hasta entonces el único vernáculo compartido con “el Creador”.
Ya para el alto medioevo la suerte estaba echada. La idea de un ser supremo se materializaba en un dios, su hijo y un espíritu santo que, a pesar de representarse con una paloma, no exhibía ninguna característica femenina. Dios se manifestaba en tres dimensiones, dos de ellas masculinas y una etérea, incorpórea, liberada de las tentaciones de la carne. El mensaje parecía ser: dios es tan todopoderoso que se puede crear a sí mismo en tres dimensiones. Solo para una de ellas, necesita de la mujer como vehículo, como envase en el cual depositar la naturaleza humana del hijo, sin renunciar al género masculino al transfigurarse de espíritu a carne.
No sorprende, por lo tanto, que las tres religiones de los herederos de Abraham, adoptaran similares actitudes y diseñaran similares códigos de conducta para la mujer, a diferencia del hombre. La religión judeocristiana y, no menos, la musulmana, equipararon la mujer con el pecado, la inmundicia, la caída del hombre en tentación y su ulterior entrega a Satanás, un ángel caído iconizado con todas las características de la lascivia y la tentación carnal, desde la fálica serpiente del paraíso (irónica condena de la naturaleza sexual del ser humano) hasta el reto definitorio a un Jesús, a todas luces también casto, que no cede a “la tentación” en el huerto de los olivos. Curiosamente, en Lucas 22: 39-46, no se especifica a qué tentaciones no cedió o se refería Jesús.
En algunas comunidades judías, los hombres hacen una invocación en las mañanas que reza: “¡Gracias, Señor, por no haberme hecho mujer!”. Otras congregaciones judías impiden que el hombre se siente junto a la mujer en público para no revelar cuando esta se halla o no “impura”. La propaganda de los grupos islámicos en guerra con occidente estipula que la mayor recompensa para un mártir musulmán es que en el paraíso le habrán de esperar 72 vírgenes. El pasaje no aparece en el Quran, como el aborto no aparece en la Biblia, pero el efecto es el mismo: la mujer pura, la que está libre de pecado y que no induce al pecado al hombre es la mayor recompensa para el hombre virtuoso. La asociación de la virginidad con la salvación del alma y, en su defecto, la condena por el contacto carnal pecaminoso, resulta ineludible.
La mujer es el objeto del deseo que hace sucumbir al hombre y la recompensa por la virtud. En ambos casos, el objeto de la tentación no tiene naturaleza humana que la redima. Su naturaleza provoca la caída del hombre en la tentación y el pecado. Pero si el hombre es lo suficientemente virtuoso y combate la tentación que es la mujer, entonces será recompensado con infinidad de mujeres puras, como él. Objeto del deseo y trofeo de virtud masculina.
Las religiones evangélicas a partir del siglo XVI fueron más lejos que la católica en destituir a la mujer como intermediaria entre la humanidad y el Cristo o Dios Padre. Eliminaron todas las imágenes y cultos a las diversas vírgenes que ocupan altares de preferencia en la mayoría de las iglesias católicas del mundo. Paralelamente, aunque Mahoma funda el Islam siete siglos después de Cristo, la invisibilización de la mujer musulmana bajo la burka y sus versiones menos radicales como el hijab, el chilaba y el litam, afirma la misma implacable destitución de su rol social. La prevalente práctica en algunos países musulmanes que le impide a ninguna mujer a salir de su casa si no es en la compañía de un hombre de su propia familia, normaliza la subordinación de la mujer por un Alá que no se distingue significativamente del Dios del Torah judío y del Viejo Testamento cristiano.
No es casualidad que de las 20 mujeres de mayor visibilidad e influencia en la Biblia, 16 corresponden al Viejo Testamento y solo la Virgen María, las hermanas Marta y María de Betania, Isabel, la madre de Juan el Bautista, y María Magdalena, fueron las únicas mujeres que prevalecieron dentro del dogma adoptado ulteriormente, en el Concilio de Nicea en el 325 d.C. cuando se aprobaron los libros y evangelios que habrían de conformar la Biblia. María, símbolo de una pureza saneada de la mano del hombre, las hermanas de Lázaro, también doncellas y puras, y María Magdalena, supuesta prostituta salvada por el hijo del hombre o viuda adinerada que sufragaba el culto, y convertida en su seguidora pero no apóstol, simbolizan mujeres que vivieron a los pies del Mesías hasta su muerte. Su virtud, que las hizo merecedoras de recordación en el Nuevo Testamento, giró en torno a su rol subordinado a la figura de el Salvador.
La subordinación de la mujer a la voluntad del hombre, por lo tanto, se presenta no como un capricho del ser humano sino como un legado del propio Creador. Esta subordinación, forzada durante siglos a fuerza de amenaza de condena, ostracismo o los objetos cortantes y las llamas de la Inquisición, se convirtió en la normativa de las sociedades modernas y cristianas. No quiere decir esto que en las sociedades asiáticas, africanas, indoamericanas o del Pacífico, la mujer ocupe un rol de igualdad social. Lo que es innegable es que esa subordinación de la mujer ha trenzado y matizado el tejido social de occidente durante casi dos milenios.
Y esa subordinación ha prevalecido hasta nuestros días a tal grado que a pesar de que en el 2018: de 195 países en el mundo, de los cuales, el 49.55% de la población es femenina, solo diez contaban con una mujer como jefa de estado: Alemania, Bangladesh, Inglaterra, Namibia, Nepal, Noruega, Nueva Zelanda, Serbia, Singapur y Taiwán; solo 24 mujeres (4.8%) ocupaban posiciones de liderazgo entre las empresas que conforman el Fortune 500, las 500 empresas de mayor rendimiento en el mundo; en Puerto Rico, a pesar de que 61% de los egresados de universidades del país fueron mujeres, el porcentaje de mujeres que ocupan cargos directivos en el sector empresarial apenas llega a un 7.5%; y según Sallie Krawcheck, presidenta de Ellevest, una firma de asesoramiento financiero digital compuesto predominantemente por mujeres para servir la población femenina, en el último siglo no ha habido verdadero progreso. Como exempleada de algunas de las firmas de corretaje más grandes de los EEUU, Krawcheck asegura que en términos de la brecha salarial entre hombres y mujeres en los EEUU, a las mujeres blancas les tomará décadas alcanzar a los hombres, a las mujeres negras, por lo menos cien años y a las mujeres latinas, no menos de 200 años. La distancia social y económica entre hombres y mujeres se ha mantenido estable a pesar del aumento en ingresos, participación en la fuerza laboral y aun en las posiciones de liderato.
Si bien el siglo XX experimentó un aumento del laicismo, en gran medida como resultado de las decisiones institucionales y de los ministros y directivos de encubrir crímenes, tanto de naturaleza sexual como económica, el cristianismo está repuntando en varios lugares del planeta. A diferencia de la Teología de la Liberación, que promovía la justicia social para las clases marginadas, incluyendo a la mujer, difundida por la América Latina a partir de la década de los 60 del pasado siglo, el resurgir de la religión cristiana como fuerza política en los EEUU, Brasil, Hungría y Croacia, por ejemplo, augura un renacer de antiguos dogmas que promueven la subordinación de la mujer al hombre. La naturaleza anti-crítica del cristianismo hacia la Biblia, los Evangelios, incluso la teoría de la evolución de Darwin, viabiliza el regreso a las escrituras como guía para la conducta aceptable, deseable, virtuosa y, en tiempos tumultuosos, de paz interior.
Para tantas mujeres que solo han conocido sus comunidades y sus iglesias como lugares de formación educativa, emocional y de carácter, sería impropio, si no pecaminoso, cuestionar el mandato de las Escrituras. Las mujeres son llamadas a que “[e]stén sujetas a sus propios maridos, como al Señor” (Efesios 5:22), toda vez que “Dios claramente le dio al hombre el papel de líder en la familia” (Corintios 11:3). Inclusive Dios anima a las ancianas a “que enseñen a las mujeres jóvenes a amar a sus maridos y a sus hijos, a ser prudentes, castas, cuidadosas de su casa, buenas, sujetas a sus maridos, para que la palabra de Dios no sea blasfemada” (Tito 2.4-5).
Ante esta nueva ola religiosa que coincide, paradójicamente, con la “cuarta ola” del feminismo, orientada a liberar cada vez más a la mujer de las fórmulas, estructuras y designios de lo que debe ser y hacer una mujer, resulta imprescindible darle una nueva mirada a los preceptos que por “normales” con frecuencia impiden concebir roles, responsabilidades y relaciones humanas alternas a las que venimos realizando durante siglos.
Con cuánta frecuencia escuchamos a hombres y mujeres, viejos y jóvenes, estudiantes y hasta aquellos que abandonaron la escuela, decir: “yo odiaba la historia”. Paradójicamente, ese jarabe que hizo a tantos arquear de disgusto o caer inconscientes de aburrimiento sobre el escritorio, es lo que más se necesita de cara a un presente que no guarda muchas ilusiones de futuro.
La precariedad con que se vive en esta segunda década del siglo XXI, no motiva a soñar con un futuro a mediano o largo plazo en el que se alcancen los sueños. Vivimos aferrados a un presente líquido, como un golpe de río que apenas permite aferrarse a uno que otro objeto inamovible. Nos conformamos con un futuro inmediato en el cual se pueda satisfacer las necesidades básicas, e intentar guardar un poco para la inevitable manada de vacas flacas que no cuentan con suficientes campos verdes donde engordar. Y es precisamente en medio de esa precariedad que necesitamos mirar hacia atrás y cuestionarnos el porqué de tantos comportamientos autodestructivos, por qué nos resulta tan normal que las mujeres sigan siendo marginadas, subordinadas, agredidas, y cuánto obedece a una forma de ver el mundo que nos viene de hace al menos 2,000 años. Esa forma de ver el mundo, a su vez, obedece a una concepción de quiénes somos, de dónde venimos, qué nos hace humanos y qué, si decidimos abrigar una fe religiosa, queremos para nuestras hijas, nuestras hermanas, nuestras sobrinas, nuestras nietas, como hubiésemos querido para nuestra madres.
Los hombres somos los cancerberos del infierno que viven tantas mujeres. Podemos escoger seguir siendo los protectores de quienes no tienen reparos en continuar haciendo tanto daño, o podemos comenzar con nosotros mismos a no tolerar tales conductas, a rechazar esas agresiones, a denunciar tantos atropellos. De seguro que significará perder algunas amistades (los amigos no siempre se nos parecen), algunos colegas, clientes, socios o suplidores. Pero no todo es pérdida. Por cada macho que nos retire (o le retiremos) la amistad, vendrán muchos hombres y mujeres a compartir lo que querríamos para ellos y para los nuestros. ¿Qué mejor recompensa?