Myrna Maestra Báez
Si esa tristeza se relegaba a la intimidad, la celebración que supone su trabajo pictórico, el asordinado clamor de su cromatismo, las controladas superficies de sus lienzos y papeles proclaman la fiesta del arte, el triunfo de la creación. Y parte esencial de esas efemérides es el compartir su conocimiento de la forma, el ritual del oficio plástico, la autenticidad de la expresión artística no exenta de mutismos elocuentes, de espejos acallados. Entonces el silencio se evidencia en los espacios vacíos y quietos; la ausencia, el tiempo detenido; la habitación y el paisaje, un paréntesis eterno. A veces las paredes desaparecen, interior y exterior entreverados en alucinante visión. Nacida en clase acomodada, no se sentía cómoda en ella, mudando habitaciones y habitantes, ella misma emplazada y rebelde.
Fue una trabajadora disciplinada y aventurada que se proponía problemas con cada imagen para conseguir, después de gran esfuerzo, resolverlos a su satisfacción, algo difícil de lograr pues era tan exigente consigo misma como con los demás y nunca quedaba del todo complacida.
La patria para Myrna fue, en no pequeña medida, el territorio no incorporado y ansioso de libertad en la expectante superficie presta al beso de la estampación gráfica, el discreto frotar del dibujo, la escurridiza huella del pincel, el leve susurro del aerosol. En todas ellas manifestó maestría, pero fue en las conversaciones académicas, públicas o privadas cuando su tajante severidad e implacable rigor hacían gala de sus dotes tan políticas como plásticas.
Digna discípula de los maestros Lorenzo Homar y José Antonio Torres Martinó, consideraba la cursilería el peor de los pecados; el pregón vociferante, falta de imaginación. Su proverbial discreción plástica iba a la par con su intransigente vocación libertaria. Casar lo uno con lo otro suponía un precario balance entre lo público y lo privado, lo estético y lo político.
El espejo, tan constante en su obra, raras veces es fiel a lo en él reflejado. Éste se transforma, muda de piel, se enriquece con tonos recién nacidos de esa fría superficie refractaria templada ahora al calor de la creación. Espejos del silencio, proclaman verdades del otro lado del azogue transformando a Myrna en una Alicia mutante, ni aquí ni allá del resbaloso resplandor.
Todos los que a ella nos acercamos, querámoslo o no, fuimos sus discípulos porque su autoridad no admitía peros, siendo ésta dictatorial. Su defensa de las causas difíciles, como nuestras centenarias luchas por la independencia y los derechos de la mujer, casi siempre las libraba fuera del lienzo o el papel desarrollándolas en la calle o la cátedra, el gremio o las urnas. Lo pictórico, lo gráfico, eran para ella un campo de batalla paralelo, un coto privado poblado de voces secretas, sentimientos aún innombrables, colores, tonos, volúmenes, luces y sombras que denuncian sin confesar, acarician sin infligir heridas, revelan al callar.
Paisajes, objetos cotidianos, muebles domésticos, cuerpos de mujeres y hombres, vestidos o desnudos, jóvenes o viejos, se asoman ocultando a nuestra inquieta mirada su más preciada esencia. Tan sólo adivinamos o intentamos adivinar aquello que permanecerá para siempre provocación, enigma no revelado.
Myrna Maestra Báez vivió para contarnos en clave un territorio jamás incorporado: lo imaginado.
* Publicada en El Nuevo Día el miércoles 3 de octubre de 2018 y reproducida aquí con el permiso del autor.