Nadie en persona
*Ensayo escrito como parte de una serie basada en el seminario de Rubén Ríos Ávila sobre la escritura literaria y la teoría crítica, que forma parte del currículo del MFA de Escritura Creativa que dirige para New York University. Los autores son jóvenes escritores de distintas partes del mundo hispánico.
Mi búsqueda personal es desde el lenguaje. Las líneas a continuación presentan las razones por las que encarno el mito y la naturaleza de este cuadernillo, una escritura lateral al manuscrito de poesía que he ido trabajando desde mi llegada a la ciudad de Nueva York. Mi propósito es claro: escribir poesía, pero la intención rebasa el cántaro. Entonces surgen escrituras al margen, grados ceros, donde verter la reflexión del proceso creativo. Este ensayo representa esa conversación conmigo misma, yo y mi enemiga, con la cotidianidad, los libros y los textos que han pasado por mis manos llenas de saliva al tiempo que escribo mi proyecto de libro. No quiero decir que estas palabras no se levanten con su propia autonomía. Muy al contrario. He aquí otro proyecto, sin embargo reflexivo, que pretendo continuar el próximo semestre. Con el oído atento a las complejidades del lenguaje y reconociendo la buena fortuna de escapista que he tenido, encuentro casa en el mito de Polifemo, el cíclope que intenta devorarse al protagonista de La odisea. No es primera vez que para esta clase recurro al mito del cíclope, alguna vez lo asomé y siempre lo consideré oportuno para resumir los primeros meses de mi estancia y encauzar según él estos párrafos finales.Polifemo representa la mirada primitiva, tiene un solo ojo para mirar el mundo y por eso su percepción de dimensión, profundidad y panorama es limitada y a él lo vence Odiseo con su inteligencia. En el libro IX, Polifemo entra a su cueva con sus ovejas y empieza a comerse a los compañeros de viaje de Odiseo, que estaban ahí. Él le ofrece vino hasta emborracharlo. Una vez ebrio, el cíclope le pregunta el nombre a Odiseo a cambio de la hospitalidad que le ofrecía. Odiseo, diestro, le responde: “Cíclope, ¿me preguntas mi célebre nombre? Te lo voy a decir, mas dame tú el don de hospitalidad como me has prometido. Nadie es mi nombre, y Nadie me llaman mi madre y mi padre y todos mis compañeros.” Cuando se queda dormido por todo lo que había libado, Odiseo le clava una estaca en su ojo para salir huyendo. Él y sus otros compañeros de viaje logran salir de la cueva al tiempo que Polifemo se retorcía de dolor. Con sus gritos Polifemo estremece todo a su alrededor y otros cíclopes llegan a averiguar lo que le pasa, ante lo que responde: “Amigos, Nadie me mata con engaño y no con sus propias fuerzas.” Los cíclopes, al escuchar esto, le responden: “Pues si nadie te ataca y estás solo… es imposible escapar de la enfermedad del gran Zeus, pero al menos suplica a tu padre Poseidón, al soberano.” Odiseo logra huir gracias a una coartada desde el lenguaje. El lenguaje como camuflaje. El lenguaje como salvación.
Acabo de revisar el clima. Hace -3 grados centígrados, sensación térmica de -9. La calefacción reverbera tenuemente después de haber acusado su percusión estrambótica. Puedo escribir desde el comedor de este apartamento en Washington Heights, generoso en su tamaño. Pero escogí sentarme frente a las ventanas de la sala que dan a la calle por una razón: escribo desde Manhattan. Escribo desde Manhattan el día más frío que mi cuerpo ha experimentado en su vida. No me he bañado. Llevo dos tazas de café. Mi piel se acostumbra incluso a las telas nuevas que la visten. Escribo frente a las ventanas porque desde aquí puedo ver la ciudad. Detallo mis circunstancias para resaltar que escribo sumida a lo extraño y creo en el resultado de tal proceso porque las impresiones, desde la extrañeza, son consecutivas venidas al mundo. Así que estoy frente a estos edificios y dentro de uno de estos, constantes en mis andanzas de flâneuse de calles y libros. El término flâneur quizás resulte más familiar, se le reconoce en la literatura del siglo XIX de Balzac y Baudelaire. Hablo del caballero descrito con sombrero de copa y bastón, diestro para desentrañar los entramados sociales, económicos, artísticos y políticos de la ciudad modernizante. La mujer era considerada como ángel de la casa o prostituta. Era cosificada, excluida de toda participación de la sociedad burguesa capitalista. Tal reducción de los historiadores se contesta al revisar textos de mujeres escritoras de la época, quienes se dedicaban a publicar retratos de una mujer ambiciosa, que buscaba independencia económica, satisfacción sexual, voz política, y experimentar con el género. Este retrato, podría decirse en consonancia con la periodista Dana Goldstein, es el de la flâneuse, una alternativa femenina al tropo privilegio del hombre blanco.
En esta ciudad me propuse encarnar una flâneuse, caminar todo lo que Venezuela, con su índice de delincuencia más alto del mundo, no me ha permitido. Cuando estuve en la Feria del Libro de Bogotá, este año, fui a visitar a una amiga en su casa. Era tarde. Me dijo, ponte la chaqueta que te voy a dar un regalo. Abrió la puerta y salimos a caminar. Me tomó de la mano a mitad de la calle. Quería darte esto que no tienes, caminar sin miedo y quizás sin rumbo. Me tomaba fotos con el celular. Ponte frente a esa casa. Sí, yo posaba como turista porque atravesar la noche era un paseo ajeno. Ahí pude avizorar mis caminatas en Nueva York, la promesa que mi imaginación estaba haciéndole a mis piernas. Vamos a perdernos. Recuperaremos el extravío que no hemos vivido. Abriremos Google Maps y veremos el trayecto con el ojo izquierdo tapado. (Seguían hablándole a mis piernas como cuando uno se reencuentra con un amigo perdido.) Sufro de un fuerte astigmatismo en el ojo derecho, de modo que solo miro con ese ojo cuando quiero contemplar algo desde el abstraccionismo. Mi ojo derecho es el ojo de la ilusión.
A esto quiero sumar, mientras el viento sopla las ventanas de mi casa como si se trataran de una zampoña, que me he pedido a mí misma ser algo más que una flâneuse en Nueva York. A destiempo, con heridas muy frescas, “starving, hysterical, naked”, me he propuesto un canto alternado entre la vita contemplativa y la vita activa. Sin antagonismos, como apunta Walter Benjamin en su ensayo “Sobre algunos temas en Baudelaire”. Salir a la ciudad con esta afirmación en su máxima potencia: “La experiencia no consiste principalmente en acontecimientos fijados con exactitud en el recuerdo, sino más bien en datos acumulados, a menudo en forma inconsciente, que afluyen en la memoria” (9). Salir cada día con una sonrisa inevitable, con la misma con que me bajé del avión, un rictus entre alegría e incertidumbre por pisar un terreno tan idealizado y por lo tanto frágil, y lo que de estar en él puede acumularse. Esa acumulación, bagaje de información, estímulos sensoriales, impresiones, pensamientos, es la inversión de mis días. Mi memoria es mi patrimonio, me gustaría decir cuando se sienta corto el resto de mi vida.
Mis caminatas, dirigidas por mapas que veo con un solo ojo enfermo, son hechas con la intención de extraviarme. Un situacionismo comedido si admito además que me dejo llevar al otear un edificio interesante, sigo hacia él y me abro a él para permitirle a mi cuerpo esa sensación inesperada. El modo como la arquitectura modifica la experiencia del caminante también influye mis recorridos. Cuando fui por primera vez al Museo Metropolitano, atravesé el Parque Central. No sabía con precisión a dónde iba, dónde me quedaba el destino. Anduve por un túnel donde cayó la noche. Las hojas del otoño incipiente se tropezaban conmigo. Era una vía rápida. Carros y buses pasaban a mi lado. Por un momento deseé ubicarme con el GPS, pero seguí. Lo que pasaba a mi alrededor era nuevo, avivaba mis sentidos. Los árboles, incluso las áreas del servicio que desembocaban en esa vía del parque tenían algo qué decirme. Finalmente encontré la avenida y giré a la derecha. Ahí estaba el museo, imponente, contenido. Así lucen las enciclopedias en las bibliotecas familiares. Empecé en esto gracias a las enciclopedias en mi casa, el ocio y la curiosidad por esos objetos pesados y discretos. Entré, pagué lo que tenía de efectivo, que era poco, y me fui a un área central de escultura francesa.
Estaba conmovida. Hasta la fecha me es abrumador encontrar tanta belleza cuando se viene de un desierto como Venezuela. Hasta la fecha siento vergüenza al estar frente a lo bello cuando las personas que amo, allá, tienen que hacer cola por pan y azúcar. Entonces no sé si quiero llorar frente a la escultura, por la escultura o por la ausencia del otro y mi imposibilidad. Hablo de todo cuanto veo, incluso de los cincuenta dólares que tengo en mi cuenta de la universidad para sacar copias de mis poemas y mis lecturas. Apenas el semestre pasado yo enseñaba en la Universidad Central de Venezuela con esfuerzo. Para mis estudiantes una sola fotocopia podía ser una hazaña. Me prometo librar por todos, pero el trauma es muy fresco. ¿Qué será eso de librar por todos en una labor tan solitaria? ¿Intentar la articulación de un presente desde la poesía? ¿Cómo lograr que trascienda tal articulación, que no se estanque en la efervescencia impresionista del ahora? Son preguntas que me persiguen. Dice Adam Zagajewski en En la belleza ajena:
no solo los paseos y los descubrimientos solitarios me llevaron a esa convicción, también otras personas a las que amaba y aquellas a quienes tan solo observaba. Algunas de ellas vivían audazmente, como si la ‘totalidad’ existiera. Lo apostaban todo a una carta, vivían con energía e inteligencia, arriesgándose; incluso en los ojos de algunos transeúntes veía chispas de vida auténtica, de entusiasmo, de fuerza. Porque también en la gente alentaba esa misma implacable y férrea voluntad de existir, de vivir –a pesar de todos los obstáculos–, esa misma ambición que descubría yo en la tierra y en las cosas. (87)
Como mencioné este cuadernillo es el fuelle de mi proyecto de libro. Descubrí a Anne Carson en 2005, cuando me mudé la primera vez a los Estados Unidos. Es una de mis madres literarias, sus libros siempre están a mi lado como norte de una brújula arbitraria (mi mejor amigo, por hacerme reír, porque es un erudito, me dice “Natasha, siempre estás leyendo los mismos libros”). En el taller que tomamos aprendí a ver sus costuras. La urgencia por transgredir puede agotarse, en resumidas cuentas. Pero he ido, con el afán de mi acumulación, aprendiendo a encauzar lo que yo creo es la voz de mi libro. Mi otro padre literario es Giorgio Agamben, también cercano y protegido por un velo que para poder despejar debo seguir educándome. Me interesan de ambos las herramientas que me dan para escribir poesía reconociéndome como ser contemporáneo. Parece que hablara aquí mi ojo enfermo, el que solo ve abstracto y cuya condición, paradójicamente, llaman “ojo perezoso”. Estoy lista para contrariarla. Con Carson busco con cautela desacralizar los géneros literarios, empezando por la poesía. Me urge contestar la tradición por la que he trabajado, siguiendo las ideas de T.S. Eliot, irrumpirla simplemente con las rupturas propias de la contemporaneidad. Mi tradición, con las ideas, mejor dicho, caminando sobre las ruinas de la modernidad, empieza a asumir la condición contemporánea. Está bien errar. Entonces, el poema roto, inconcluso, incierto, desde la sintaxis, el registro, los tropos. Ruido. Ruido. Ruido. Porque es ruido lo que nos ha tocado. Simone Weil escribió “The Iliad, or de poem of force”. Ella es uno de mis sustentos porque la voz que pretendo emana de la esquizofrenia, porque sobrevivir en la región y en el ahora que me ha tocado exige un arrebato. Al pisar Nueva York me prometí no domar esa fuerza. Andar por la ciudad con las ideas de Agamben como himnos. Pararme en Times Square, ya lo he dicho, se parece a estar en este mundo y sobrellevarlo. El poeta debe reconocer el peso de sus propias vértebras. Entender la oscuridad que le ha tocado y saber andar con un pie en esa oscuridad y otro en la luz. Recuerdo el accidente que tuve hace poco: me caí al salir de una lectura en el East Village por intentar ir al ritmo de lo extraño y casi sufro una fractura. Me salvé porque caí sobre mi mano, pero el dolor fue un recordatorio de tres semanas. Quizás un recordatorio de cautela o fortalecimiento. El sol, en este momento, me da en la cara. Estoy sudando. Hay pequeños copos de nieve en la ventana. Un entramado cristalino y fractal que se interpone entre esta ciudad y yo.
He aquí una muestra de mi proyecto fragmentario. Lo dejo y me retiro con las manos atadas, ese particular estado de ansiedad. Esto es un estado de relación. Sigo pensando en Agamben, con el oído pegado al ahora, mientras afilo mi estaca y le sirvo al cíclope más del vino ardoroso.
algoritmo
Quizá del lat. tardío *algobarismus, y este abrev. del ár. clás. ḥisābu lḡubār ‘cálculo mediante cifras arábigas’.
- m. Conjunto ordenado y finito de operaciones que permite hallar la solución de un problema.
- m. Método y notación en las distintas formas del cálculo.
Algoritmo es el cíclope que intenta devorarse a Odiseo.
La piedra entre sus cejas
es una preciosa.
En su cueva hay provisiones para los que viajamos,
pero hay que ser muy diestros
pues se come a los hombres que encuentra en su camino.
El truco entonces es emborracharlo,
lacerarle el ojo
y huir con las ovejas.
Algoritmo es una nueva forma de apodar el azar,
de reclamar los náufragos,
de torcer la voluntad
por lo que no podemos llamar de lejos.
Algoritmo es una caja de cuchillos;
reposa en la espera
y justo como todo lo que apunta al corazón
(hablo del único que conozco,
del que constato hasta quitarme el hipo),
penetra mi línea de tiempo
con una foto nuestra, nosotras dos, y él
el amo con el látigo ronco del egocirco.
Natasha, tú nos importas, al igual que los recuerdos
que compartes aquí. Pensamos que te gustaría
mirar esta publicación de hace un año.
Tu mano en mi espalda solo yo puedo notar
ambarina una imagen que no se decolora.
Tu otra mano en mi mano hace que parezcan simples
las líneas de un paisaje a oscuras.
Ahí mi cuerpo se despierta al ver tus dientes.
Ahí le pongo nombre a las nubes
porque todo a tu alrededor exige una existencia.
Ahí es un ahí distante y llevadero,
pero Algoritmo intenta devorarme
con su matemática tiniebla.
Mi insurrección es mi fertilidad
porque te la ofrezco a ti y para lo que sirva.
Henos aquí entre un anuncio de Diet Pepsi
y el test Cómo de buena es tu memoria
y todo permanece. Todo permanece
como el torso de un ahogado después de salvarse.
Hay que ser un Odiseo hasta el final,
no es de extrañar que quien solo posea un ojo
crea la lengua que le hablo
mientras parto en dos su vidrio de acusarme.
Si pregunta quién soy, mientras afilo mi estaca,
le diré “Nadie”.
Así cuando emprenda su venganza
y le interroguen quién lo ha herido
responda Nadie, Nadie en persona. El vientre
lampiño y caliente
de la oveja
*Ensayo escrito como parte de una serie basada en el seminario de Rubén Ríos Ávila sobre la escritura literaria y la teoría crítica, que forma parte del currículo del MFA de Escritura Creativa que dirige para New York University. Los autores son jóvenes escritores de distintas partes del mundo hispánico.