Nadie puede ofrecernos un pedazo redondo del mundo
reflexiones en torno a «De El Nuevo Día al periodismo digital»

En la foto de izquierda a derecha: Graciela Rodríguez, Manolo Coss, Anayra Santory y César Colón Montijo. foto por Victor Birriel.
*Palabras leídas en ocasión de la primera presentación pública del libro de Luis Fernando Coss, De El Nuevo Día al periodismo digital: trayectorias y desafíos. Editorial Callejón, 2017.
Agradezco enormemente a Peri (Luis Fernando Coss) la invitación a leer su libro en primicia y a estar aquí esta noche comentándolo junto a Cesar, compañero de otras luchas cuyas causas ahora se magnifican hasta lo inimaginable y de Manolo, superviviente y testigo de otras tantas.El libro de Peri trata sobre algunos de los actores más influyentes en lo que conocemos como la esfera pública. En sociedades más o menos democráticas como la nuestra —con el énfasis en el menos— y con algún grado de reconocimiento a la libertad de expresión y de prensa, la esfera pública es vastísima y fluctuante. Sin embargo, la mirada de nuestro autor es precisa y se concentra en dos momentos particulares de su historia en el país. La primera parte del libro trata sobre la transición entre la hegemonía del periódico El Mundo como el diario de referencia a la supremacía de El Nuevo Día, tal como ocurriese durante las últimas décadas del siglo XX. (Espero que escriba algún día no muy lejano el libro sobre la próxima transición, evento sobre el que Peri ofrece ya algunas pistas.) La segunda parte del libro que sí escribió y que tenemos ante nosotros atiende el surgimiento de cuatro portales digitales —Mi Puerto Rico Verde, 80grados, Sin Comillas y el del Centro de Periodismo Investigativo—todos organizados a partir de modelos de propiedad y trabajo alternativos que contrastan con la de todos los diarios tradicionales y con mucho auge e impacto en sus respectivos temas.
Ya en trabajos anteriores, por ejemplo, en su memorable documental Un Diario Amable, Peri se ha embarcado en la ingrata, pero necesaria tarea de la crítica y el exposé. Aquí concentra su atención en otros elementos, más allá del imperturbable apego de El Nuevo Día a entretenernos mientras el país se cae en cantos y a normalizarnos como consumidores de cosas y experiencias que no podemos pagar. Por ejemplo, a menos de 48 horas del balde de agua fría —qué digo balde de agua, más bien la amenaza de muerte— que fue la quinta reunión de la Junta de Control Fiscal, El Nuevo Día nos preguntaba entre las primeras informaciones matutinas de su portal si sabíamos lo que era el casual dining y nos instaba a acudir a Il Nuovo Mercato en The Mall of San Juan para que aprendiéramos. Más allá de esos resabios que lo hacen parecer cada vez más perdido y fuera de lugar, Peri ahora hace, por ejemplo, un análisis a fondo de la banalidad de la filosofía periodística del conocido diario que se resume en la perogrullada de su fundador, Antonio Luis Ferré, de que “lo que es noticia en noticia.” Muy sagazmente nota que entre más obvia resulta la relación del periódico con el gobierno de Luis Ferré, entre otros; o su adhesión a la estadidad como fórmula de futuro; o su modelo de negocios que lo vincula a un imperio económico con múltiples ramificaciones e influencias, más porfiada es la cantaleta de que el norte del diario es publicar “lo que es noticia” .
Su éxito, sin embargo —apunta también Peri—, estribó en elevar a la categoría de noticia asuntos otrora impensables de merecer esa categoría como los temas femeninos (vistos muchas veces desde la perspectiva más tradicional y sexista), la de los encantos del hogar burgués, incosteables para las mayorías o las alegrías que nos traen los deportes. Según su primer director, Carlos Castañeda, así se podía compensar la pobreza noticiosa de la isla para un diario que optó por sacar del foco noticioso, añado yo, todo lo que tuviera que ver con otras pobrezas: las de las condiciones de vida de gran parte del país, en particular las mayorías que viven fuera del área metro. Como Peri nos cuenta el aburrido linaje de la filosofía periodística a la que hago referencia, al igual que nos presenta todos los datos políticos y socio económicos para dudar de su candidez, permítanme hacer un comentario filosófico cuya genealogía reconocerían inmediatamente los colegas de esta anciana disciplina.
Todos sabemos que la esfera pública es un (re)invento de la modernidad. El ágora de los atenienses, cuna de la filosofía de Sócrates y de su hermana, la democracia de Pericles y de Euclides, el arconte, nunca aspiró a ser tan inclusivo en sus voces ni tan abarcador en sus temas como su contraparte moderna. Constituye, sin embargo, un antecedente remoto. Tampoco eran tan optimistas los griegos como los fueron los modernos, quienes le confirieron a la esfera pública poderes que rayaban casi en lo mágico. Para los filósofos políticos modernos, por ejemplo, la esfera pública era ese espacio entre lo personal y el ejercicio del poder del Estado, ambos ámbitos entonces por construir y delimitar. La privacidad es una idea tan moderna como la de lo público; esta última pensada como una especie de ampliación virtual de los salones parisinos, menos exclusiva y elegante, por supuesto, para mortificación de Voltaire. Acostumbrados al principio del mérito, a la pluralidad de visitas intercontinentales y a la intensidad de los debates entre ellos, la esfera de lo público sería todo esto, pero mediado por la imprenta, ese invento chino que Gutenberg rediseñó en el siglo XV y que constituyó, hasta nuestra época llena de pixeles, el soporte material del ágora moderna.
Los ciudadanos modernos tendrían acceso y podrían participar de los debates por la inversión en la educación pública y la cultura que haría el Estado, gastos que le parecen a los gobernantes contemporáneos cada vez más superfluos e incosteables. Los réditos políticos de esta inversión estatal que buscaba enaltecer la inteligencia natural de hombres que nacían por primera vez libres e iguales consistiría en el apoyo que los ciudadanos más ilustrados pudieran brindar a quienes defendieran las mejores ideas en el terreno de lo público. Los más optimistas, como Rousseau, aspiraban incluso a que esta conversación en la que todos tomarían parte llevaría a los individuos a superar, no solo su comprensible ignorancia sobre muchos temas, sino la visión de túnel que incita en nosotros nuestros intereses más estrechos. El ciudadano de Rousseau se sobrepondría al individuo que llevaba adentro, hablando y debatiendo con sus pares, identificarían juntos el norte del bien común y lo expresarían en la famosa “voluntad general.”
Si la Modernidad nos parece aún un proyecto trunco de luces cegadoras y sombras abismales, su criatura, la esfera pública, es también mitad genialidad, mitad salón de espejos. Hasta el sol de hoy defendemos no solo su existencia, sino la participación en esta; reconocemos el rol central que tiene en ella la prensa a través de todos sus medios; y le reclamamos, como a los demás, su cuota de responsabilidad en cuanto nos ocurre. La fuerza de esa idea es tal que Peri comienza su libro con la siguiente pregunta: “Si el futuro de nuestro mundo depende de cuestionar a los poderes que nos han llevado a la incertidumbre y próximos al caos, ¿cómo es que el poder de la prensa no se cuestiona a fondo?” Y añade una pregunta que nadie había atendido y no muchos han formulado: “¿Por qué los medios de comunicación no asumen también su responsabilidad?”(13).
Parte de su responsabilidad, argumentaría yo, recae en querer abjurar de su verdadero poder. Cuando una voz otrora tan poderosa como la de El Nuevo Día quiere hacernos creer que su única responsabilidad es salir cada día a a buscar lo que es «noticia», como quien va al prado por sus frutos, invierte las relaciones de poder que fueron contempladas por los modernos en la esfera pública. Mientras que para estos la esfera pública era la arena donde la ciudadanía pasaba un juicio informado sobre los contenidos que se debatían, El Nuevo Día quisiera convencernos de que su tarea es enterarnos del mundo como es. Mientras que para los filósofos modernos “todo lo que es” es el resultado del crisol de un largo debate, quienes le crean al New York Times su eslogan de que entre sus páginas encontrará todas las noticias que caben, solo quiere un atajo a la inevitable incertidumbre y al aguijón de lo incompleto. Detrás de la perogrullada de afirmar que “lo que es noticia es noticia” hay un profundo autoritarismo, como el de quien da en una mesa con un mallete para imponer sumisión en una sala, solo que esta vez se encuentra llena de lectores. Con el paso de los siglos los filósofos y las filosofas hemos aprendido que no hay nada menos objetivo que un dato porque el pobrecito debe siempre su existencia a una teoría y a la fiabilidad de sus hermanos con los que comparece al tribunal de la experiencia. Pocas cosas hay más frágiles que una teoría; pocas cosas, más preciadas. Si no hay nada menos objetivo que un dato a solas, mucho menos standing tendrá entonces su prima lejana la noticia, que depende no solo de la perspectiva teórica del que la selecciona, si no de sus compromisos morales y políticos. La arrolladora fuerza de la Modernidad no está en la verdad auto evidente que no pudo rescatar a Descartes de sus propios pensamientos, sino en la proclamada capacidad de todos para llegar juntos a lo válido, a lo bueno para muchos y a lo bello para algunos.
“Lo que es noticia no es noticia”, ripostamos. Solo por hoy, y en honor al colega que es también un amigo, me declaro heredera del optimismo de los primeros modernos aunque no pueda suscribir ad verbatim sus fundamentos. Por eso también rompo una lanza y me hago eco de las voces de muchas ágoras para recordarles lo que ya sabemos: que nada tiene un carácter irrebatible y que nadie puede ofrecernos tentadoramente un pedacito redondo del mundo. Las cosas nunca son solo lo que primero nos parecen. Por eso es tan fatigosa nuestra tarea y precisamente por eso es que debemos escuchar y leer lo mucho que tiene Peri que contarnos.
* Leído en ocasión de la presentación del libro, junto a Manolo Coss y César Colon, el jueves 16 de marzo en La Casa Soberanista en la Urbanización Roosevelt, Hato Rey, con el auspicio de la Asociación Puertorriqueña de Profesores Universitarios (APPU), la Editorial Callejón y el restaurante La Jaquita Baya.