Nelson Mandela venció a su propio mito
«La piedra que desecharon los arquitectos se convirtió en piedra angular».
Isaías 28:16
Bajo el apartheid, la vida de la mayoría negra estaba controlada de tal manera que las leyes dictaban a dónde podían vivir, dónde y en qué podían trabajar y cómo y cuánto podían educarse. Y no solo eran las leyes, sino que había un estado dispuesto a toda clase de crímenes para asegurar su cumplimiento.
Ser negro significaba tener que cargar y mostrar un pasaporte cada vez que se salía de los guetos reservados para que viviesen. Significaba ser arrestado por caminar de noche fuera del gueto, con pasaporte o sin él. Significaba vivir en la miseria, la indignidad y la impotencia, sin que importaran virtudes o capacidades individuales.
Y ese era el tratamiento normal. Cosas peores les pasaban a los que se oponían abiertamente al sistema.
Nelson Mandela estuvo formalmente preso durante 27 años pero él y el resto de los sudafricanos negros vivían en un país que era como una gigantesca cárcel.
Mandela había sido un símbolo de la oposición al apartheid, a través de una campaña brillantemente delineada y ejecutada por el Congreso Nacional Africano, la organización bajo cuyo cobijo había desarrollado su ideario y su liderato.
La campaña convirtió a Mandela en un mito viviente. Era el joven que, después de vivir una niñez y adolescencia acostumbrado a un trato deferente, por ser parte de la aristocracia rural de Transkei, chocó de frente contra el trato indigno al que pretendieron condenarlo en Johannesburgo por el hecho de ser negro.
Era el joven que, pudiendo optar por regresar con tu tío jefe tribal, decidió quedarse en Johannesburgo y hacerse allí hombre. Era el hombre joven que encontró en el Congreso Nacional Africano, sobre todo en su liga juvenil, un vehículo para transformar su frustración personal en acción organizada de cambio.
Era el hombre político que se dio cuenta de que la desobediencia civil funciona para conmover la conciencia de una sociedad y un estado con valores democráticos, pero es inútil contra un régimen incapaz de reconocer la humanidad de quien es distinto. Era el hombre líder que, sin tener vocación para la violencia, organizó con otros Umkhonto we Sizwe, el brazo armado del Congreso Nacional Africano.
Era el Pimpenela Negro: una versión de la vida real del héroe de novela que salvaba gente de la guillotina; el hombre que había logrado entrar y salir de su cárcel-país y vivir en el clandestinaje, a pesar del ojo casi omnipresente del estado.
Era el principal de los diez líderes de su partido sometidos al llamado juicio de Rivonia, en el que Mandela pasó de acusado a acusador.
Ante un tribunal con poder para condenarlo a muerte, Mandela declaró:
«Durante mi tiempo, me he dedicado a la lucha del pueblo africano. He luchado contra la dominación blanca y he luchado contra la dominación negra. He abrazado el ideal de una sociedad democrática y libre en la que todas las personas vivan juntas en armonía e igualdad de oportunidades. Es un ideal por el que quiero vivir para verlo hecho realidad. Pero si es necesario, es un ideal por el que estoy preparado para morir.»
Por todo esto y más, Mandela era un mito. Un mito que, a partir de su libertad personal, compararían con el Mandela de carne y huesos.
En esa campaña que lo convirtió en mito, la imagen de Mandela era la de un hombre robusto; con poco más (y a veces poco menos) de 40 años; bigote y a veces también con barba.
Ese 11 de febrero, el pueblo de Sudáfrica y el mundo vio salir de su última prisión a un hombre de 71 años, delgado, de pelo gris, con grandes surcos en el rostro y sin barba ni bigote, pues durante 27 se los prohibieron; un hombre con problemas de visión y audición, que casi había muerto de tuberculosis y que había sido operado de cáncer de próstata.
Dos años antes había recibido una oferta de libertad condicionada que rechazó en un discurso que leyó una de sus hijas y en el que afirmó que no aceptaba una libertad condicionada a renunciar a luchar por la libertad de Sudáfrica. Su libertad y la de su pueblo eran una, dijo.
Ahora se le ofrecía una libertad sin condiciones. Pero detrás del gesto, en apariencia noble, un régimen convertido en paria en el mundo y con buena parte del país en estado de rebelión (y que, por lo tanto, se sabía sin futuro) escondía un plan para lograr algún acomodo que le permitiese en la práctica perpetuarse.
Y apostaron que ese hombre de 71 años, con varias condiciones de salud y al que habían aislado de sus compañeros de lucha durante más de tres años y puesto en una jaula de oro durante el último año de sus 27 de presidio (18 de ellos bajo condiciones extremas en Robben Island), sucumbiría ante la enormidad de la presión sobre sus hombros.
Pero se equivocaron. Nelson Mandela el hombre resultó ser más grande que Nelson Mandela el mito. Mandela no había permanecido estático en la cárcel. Había evolucionado. Esta es una de las grandes lecciones de su historia.
Durante esos años en prisión, Mandela forjó un control interno, una disciplina, una máscara de quietud en medio del caos que más de una vez imprimió valor a sus compañeros, una manera multidimensional de ver la realidad, una aguda percepción del momento oportuno para actuar, una gran paciencia para esperar por ese momento, y una poderosa capacidad de exigir respeto a su dignidad en circunstancias adversas y de arrancarle concesiones a las autoridades carcelarias, que probaron ser invaluables en las negociaciones con el gobierno de la minoría blanca.
Mandela vio en Robben Island un laboratorio de la Sudáfrica post apartheid. Aprendió afrikáans y se dio a la tarea de aquilatar la psicología y sensibilidades de los guardias de la prisión.
Mandela llegó a la conclusión de que nadie nace odiando, que odiar es una conducta aprendida y, por lo tanto, quien odia puede aprender a no hacerlo.
Esto no quiere decir que Mandela la pasara bien en la cárcel. Mandela nunca fue un asceta. Si lo hubiese sido, tal vez no se hubiese opuesto al Apartheid de la manera que lo hizo. Mandela amaba la vida; le gustaba la buena mesa; le gustaba interaccionar con la gente, sobre todo con mujeres, niños y jóvenes; disfrutaba la compañía de famosos; le encantaba que lo adularan; adoraba viajar; amó entrañablemente a su esposa Winnie y a los hijos que procreó con ella y con su primera esposa.
Mandela sufrió en silencio el tremendo sentido de impotencia que le causó la persecución maliciosa que el régimen, a manera de venganza, emprendió contra su anciana madre, quien, habiendo vivido siempre en una apartada zona rural, nunca entendió la lucha política de su hijo. Pero, sobre todo, sufrió la impotencia de los continuos vejámenes del régimen contra su esposa.
Y esa no es toda la historia. Estando preso, uno de los hijos de su primer matrimonio murió en un sospechoso choque de tránsito.
Así que a quien Mandela primero debió enseñarle a no odiar fue a él mismo. Y no fue nada fácil porque Mandela sí guardó resentimientos hacia sus carceleros; sí sufrió la sensación de que esos años prisionero fueron un tiempo perdido; un tiempo fundamental de ser hijo, padre y esposo que le fue arrebatado irremediablemente.
Lo que separa a Mandela de la mayoría de las personas es que con plena conciencia y disciplina decidió ocultar todo ese rencor y tratar de olvidarlo y perdonar para así poder cumplir un propósito que consideró mucho más importante que sus sentimientos personales.
Que nunca se nos olvide que Nelson Mandela fue un ser humano. Si lo santificamos, si desinfectamos y perfumamos su vida y obra, le quitaremos mérito a lo extraordinario de sus logros.
Al salir de la cárcel, Nelson Mandela (a pesar del año de transición en condiciones de libertad parcial que vivió en Víctor Vester, su última cárcel) tuvo que adaptarse rápidamente a un mundo en muchas cosas distinto del que lo mantuvieron aislado por más de un cuarto de siglo.
Y el pueblo sudafricano y el mundo tuvieron que adaptarse rápidamente a un Nelson Mandela en muchas cosas distinto al hombre-mito.
Digo rápidamente porque los acontecimientos que se precipitaron a partir de su liberación se parecieron demasiadas veces a un volcán en erupción.
Antes de entregar el poder, el régimen del Partido Nacional se sacó varias de las cartas marcadas que ocultaba debajo de la manga.
Mandela era xhosa en un país donde la etnia principal es zulú. Y el régimen, al saberse cerca de la derrota, jugó a crear las condiciones para que floreciera la división.
Los gobiernos del apartheid crearon bantusanes para que vivieran en ellos la mayoría negra y para tratar en todo lo posible de aislarlos de la vida urbana. Mientras se hundía en el desprestigio, el régimen fue convirtiendo estos bantusanes es una especie de reservaciones indígenas con reyezuelos a los que concedió o restituyó poderes la mayoría de las veces arbitrarios.
El principal de estos reyezuelos lo fue Mongosutu Butelezi, quien vio en el proyecto inclusivo que proponía Mandela una amenaza a su pequeño y parcelado poder.
Esta política de división fomentada calladamente por el gobierno de Frederik De Klerk provocó que Sudáfrica viviese entre 1991 y 1994 una guerra civil no declarada que el régimen blanco utilizó para alegar ante los suyos y ante el mundo que la mayoría negra era incapaz de gobernarse a sí misma.
De Klerk nunca estuvo a la altura moral de Mandela y no mereció el Premio Nobel que en el 1993 ambos recibieron conjuntamente.
Pero no solo eso. Mandela debió enfrentarse a la desconfianza de una parte del liderato del Congreso Nacional Africano.
Quienes conocieron las interioridades del proceso de negociación para la nueva Sudáfrica afirman que la lucha que libró Mandela en el seno de su partido para que prevalecieran sus posiciones fue más dura que la que libró en las negociaciones paralelas con De Klerk y con Butelezi.
Sin embargo, esta desconfianza jamás incluyó a sus grandes amigos del alma.
Uno fue Oliver Tambo, compañero de estudios universitarios y luego de oficina de abogado. Tambo dirigió el Congreso Nacional Africano desde el exilio durante un cuarto de siglo.
Otro fue Walter Sisulu, cuya influencia fue decisiva en la militancia de Mandela en el Congreso Nacional Africano. Sisulu fue, junto a Mandela, uno de los acusados en el juicio de Rivonia y su compañero de prisión durante 25 años.
Tambo y Sisulu son, por sus propios méritos, héroes de la libertad de Sudáfrica.
Pero cuando decidió intentar terminar con el apartheid a través de la negociación directa con el gobierno de la minoría blanca, Mandela actuó solo.
Comenzó la iniciativa sin consultar a nadie para cargar solo él con la culpa si fracasaba.
Desde el principio supo que las negociaciones le ganarían acusaciones de traidor o, por lo menos, de viejo senil, pero aun así sintió que la decisión era correcta porque, desde la masacre de estudiantes de Soweto, en 1976, el país ardía bajo las llamas cada vez más intensas de la violencia, sin que ningún bando tuviese aun el poder de derrotar de manera definitiva al otro.
Podría parecer una contradicción que el hombre que una vez defendió la tesis de que la desobediencia civil debía dar paso a la rebelión armada, años después plantease que la rebelión armada debía dar paso a la negociación. En realidad, esos cambios partieron del mismo principio pragmático: si la estrategia no está dando los resultados deseados debe intentarse otra distinta.
Mientras Mandela iniciaba su riesgosa estrategia de sentarse a hablar con el enemigo, su esposa Winnie se radicalizaba.
El año y medio de confinamiento solitario a la que fue condenada cuando sus hijas aun eran niñas pequeñas, los varios realojamientos forzosos de que fue objeto y la vida de pobreza a la que la sometió el régimen al obstaculizarle ejercer su profesión de enfermera, terminaron envenenándole el alma, como a tantos otros sudafricanos negros.
Winnie Mandela, para entonces una prominente figura política, creó una organización de adolescentes futbolistas que varias veces se tomó la justicia en sus manos, incluyendo el asesinato de un adolescente de 14 años.
Mandela nunca dejó de sentirse de algún modo responsable de aquellos excesos que al principio no creyó pero de los que se trajeron pruebas irrefutables. Sabía que aun en los días más terribles de Robben Island -durante los registros al desnudo de madrugada después de doce horas de trabajo forzado en la cantera de cal que casi le quitó la vista- él tuvo a su lado a sus compañeros de lucha, mientras ella estaba sola, criando dos niñas bajo hostigamiento constante, al principio por el único hecho de ser la esposa de él.
El matrimonio se separó en 1992 y divorció cuatro años más tarde.
Pero esos años de transición a la democracia no le dieron a Mandela mucho espacio para el dolor personal.
La violencia política se agravaba.
El punto de inflexión de ese periodo fue el asesinato en abril de 1993 de Chris Hani, el carismático dirigente comunista sudafricano cuyo apoyo al proceso de negociación había sido fundamental. Su muerte a manos de un extremista blanco llevó al país al borde de un abismo de sangre del que salió -en buena medida- por el dramático llamado de Mandela a mantener la esperanza de que se acercaba una sociedad más justa para todos.
Mandela negoció un acuerdo con Butelezi que, para todo efecto práctico, puso fin a la fragmentación del país en bantustanes. Fue un acuerdo que se cimentó sobre las miles de personas que murieron durante esos años.
Con Butelezi, con De Klerk y con el ala más radical del Congreso Nacional Africano, Mandela demostró su gran astucia política; su sabiduría para decidir cuándo era el momento de la palabra fuerte y cuándo era el momento del gesto conciliador.
Contra todo pronóstico, logró forjar un acuerdo que, aunque no exento de concesiones, mantuvo los principios democráticos por los que, en el juicio de Rivonia, afirmó estar dispuesto a dar la vida.
Jamás aceptó otra cosa que una democracia basada en un ser humano un voto.
El 27 de abril de 1994 Mandela y la inmensa mayoría de los sudafricanos votaron por primera vez en sus vidas. El Congreso Nacional Africano recibió el 62 por ciento de los votos.
El 10 de mayo, con casi 76 años y con sus condiciones de salud agravándose, Mandela se convirtió en el primer presidente verdaderamente democrático de su país.
Klerk ocupó el segundo puesto en jerarquía del gobierno y Butelezi el cuarto.
Mandela supo que la democracia que construía dejaba con pocos cambios en sus condiciones materiales de vida a la inmensa mayoría de su pueblo. Pero también se dio cuenta de que la existencia misma de Sudáfrica como estado nacional estaba en juego si no ocurría una reconciliación; si no se construía una nueva identidad nacional con la que fuera capaz de identificarse al menos la mayoría de los seres humanos nacidos dentro de los límites territoriales de Sudáfrica.
Convirtió la reconciliación nacional en prioridad, aun enfrentándose al liderato alto e intermedio de su partido.
Bajo su presidencia se creó una comisión de verdad y reconciliación que, a cambio de amnistía, permitió exponer públicamente numerosos crímenes cometidos bajo el apartheid.
En 1996 se aprobó finalmente la constitución de la Sudáfrica democrática.
El estado comenzó a invertir dinero público en mejorar las condiciones de vida de su pueblo negro.
Fue una inversión social que poco pudo hacer ante carencias tan enormes y tan antiguas.
A pesar del desgaste sufrido durante su gobierno, de las actuaciones indebidas de personas que no estuvieron a la altura de la confianza depositada en ellas, sin duda alguna Mandela hubiese ganado la reelección.
Pero en un continente donde la norma ha sido que los líderes se aferran al poder, en 1999 Mandela se retiró de la política partidista.
Catorce difíciles años han pasado desde entonces. Hoy Sudáfrica es un país democrático pero con muchos problemas. Un país con una monstruosa desigualdad social. Un país que busca el balance adecuado entre usos y tradiciones ancestrales y la modernidad. Un país donde la violencia racial y étnica sigue latente. Un país con un liderato político que demasiadas veces ha cedido a la tentación de la corrupción y la impunidad.
Hoy el legado de Mandela, su ejemplo, su capacidad de sacrificio, es un importante contrapeso que evita que su país colapse.
Mandela es un faro que no solo ilumina a Sudáfrica, sino al mundo. Porque cuando el peso de las circunstancias del momento parezca abrumador -en lo personal y en lo colectivo- mirar a lo que Nelson Mandela se enfrentó, y los frutos que cosechó bajo cielos siempre tormentosos, servirán para recobrar valor y decir: «es posible», «es posible», «es posible».
Gracias, Mabida, por tanto.