Nuevo cine puertorriqueño: imagen, narración y representación de lo social

El silencio del viento: la narración mediante los sentidos
La película El silencio del viento del director puertorriqueño Álvaro Aponte Centeno, es una reflexión fílmica sobre la presencia del fenómeno de la inmigración en la sociedad actual.[1] Se trata de una sociedad que lucha por encontrar formas de vivir con diferentes culturas, creencias y costumbres. En la actualidad, los inmigrantes son vistos como extraños amenazantes que golpean las puertas de un país o se escabullen a través de estas hacia sociedades más ricas que aquellas de las que provienen. Refiriéndose a la importancia de comprender las múltiples razones de la migración, Saskia Sassen afirma que hoy estas formas de interpenetración están profundamente mediadas por el capitalismo global y la globalización de las culturas. De hecho, el capitalismo global tiene una gran influencia sobre cómo se entiende y aborda la inmigración en Puerto Rico, Estados Unidos y algunos países europeos. El mismo tiene un efecto significativo en los procesos de integración, asimilación e inclusive de formación nacional de estos países. Afortunadamente las perspectivas reaccionarias, maniqueas o estrictamente legales de la inmigración están cada vez más bajo escrutinio y cuestionamiento, tanto en el ámbito académico, como en el artístico. Una de las preguntas que surgen al ver la película es la de cómo representar, mediante la multiplicidad del lenguaje cinematográfico, un fenómeno tan complicado y doloroso como el de la inmigración ilegal. La reflexión artística sobre la inmigración que lleva a cabo El silencio del viento queda plasmada mediante la belleza sensorial de la cinematografía y el sonido.[2]
Mediante una relación dialógica entre imagen y sonido, el filme narra la vida y las condiciones sociales de los inmigrantes chinos, dominicanos y haitianos que llegan a Puerto Rico ilegalmente, y de quienes les ayudan a entrar al país. La historias de migración que sobre todo en imágenes muestra la película, así como el sufrimiento humano que implica el largo y azaroso viaje de migración, quedan visualmente representadas a través de la belleza sonora y el encadenamiento de las imágenes cinematográficas. La constante presencia del mar y su sonido, las imágenes del cielo al atardecer y al amanecer, el juego de luces tenues, azules y melancólicas y, por supuesto, la presencia del viento, son las verdaderas voces narrativas de un filme con muy poco diálogo. En este sentido, El silencio del viento es un cine-poema que trata el tema de la inmigración vinculado a diversas manifestaciones de la condición humana.
El viento es el eje metafórico de la película. Pero es el espectador quien debe hilvanar el tejido de esta relación oximorónica, es decir, de opuestos. El silencio del viento emerge, paradójicamente, de su constante sonido, de su continua presencia en el viaje que hacen los inmigrantes al atravesar el mar para llegar a Puerto Rico. En este viaje migratorio el viento y el mar son eco, rumor y voz. El viento es simultáneamente sonido y silencio; violencia y vacío. Es símbolo de la vida; aquella que desesperadamente buscan los inmigrantes que llegan a Puerto Rico y que melancólicamente añora el protagonista de la historia, un pescador de rostro severo y espíritu lánguido que no tiene espacio para el duelo por la muerte de su hermana, asesinada violentamente por el esposo.[3] La muerte de la hermana se encuentra asimismo íntimamente relacionada con la simbología del viento si se tiene en cuenta que la muerte es la suspensión del halo vital del aire.
El complejo retrato del personaje del pescador lo componen las contradictorias circunstancias de su existencia. Practica el contrabando de inmigrantes en la isla y les cobra por ello; es padre soltero y ama a su hija; vive con su madre y su abuela parapléjica; no le ha dado lugar al duelo por la muerte de su hermana y es parte de la materialización de un evento violento como lo es el viaje de inmigración. Él, sin embargo, no es violento, por el contario, lleva el dolor que causa su sórdida existencia en su cuerpo, en su rostro y en sus ojos. Su tristeza, está contenida hasta el final de la historia. En la desoladora escena con la que acaba el filme: el llanto quebranta la falsa impavidez del pescador, de rostro enjuto y mirada violenta.
La superposición de imágenes y la abundancia sonora de la película, crean paulatinamente la atmósfera de dolor y de esperanza que emana de la historia. Dolor y esperanza que están íntimamente ligados con la naturaleza ambivalente del viento. Es inestable, cambia el tiempo y ocasiona tempestades, hurta y arrebata, está entrelazado con la vida y también con la muerte. El viento, nos recordaba Gaston Bachelard, es un poder vivificante y destructivo. La brutalidad y el esperpento que giran entorno a los procesos de inmigración los vemos a diario en los periódicos nacionales e internacionales en sus más realistas y crueles formas. Mediante la perfección sonora, el encadenamiento de imágenes y el diálogo mínimo, Álvaro Aponte Centeno crea una representación visual (dentro de múltiples posibles) del fenómeno de la inmigración. La particularidad estética de El silencio del viento es haber creado – y enseñado – tanta belleza en medio de la sordidez.
El Chata: metáfora de la sobrevivencia
La vida, de diversas maneras desasosegantes, es como el boxeo. Se trata de la lucha entre los más fuertes, de sobrevivir ante el otro, tu contrario, pero también de resistir ante el mayor adversario, que es uno mismo. El boxeo es inherentemente dramático; un microcosmos de la vida; es indudablemente brutal, un “espectáculo del exceso” decía Roland Barthes, característico de tiempos y contextos de crisis y violencia. Asimismo, en el espacio metafórico del cuadrilátero (cerrado y delimitado por cuerdas) el cuerpo golpeado del boxeador se convierte en alegoría del sufrimiento, de la justicia y de la muerte. Paradójicamente el boxeo parece estar fuera del orden simbólico (el mundo de las leyes, las reglas y los códigos que ordenan el aspecto social de la vida del ser humano) en que estamos obligados a vivir a causa de la suspensión temporera de la compasión y la vulnerabilidad ante el otro. Sin embargo, el boxeo es intrínseco al engranaje social, en cuanto emerge de la materialidad y la realidad de contextos sociales específicos. En la película El Chata de Gustavo Ramos Perales, el boxeo es el espejo que refleja la dureza del contexto social de los márgenes en Puerto Rico. Si bien es cierto que relacionamos el boxeo más con la danza (por el movimiento) y con la música (por el ritmo) que con la narración, en el filme de Ramos Perales el boxeo es el centro de la unidad narrativa de la historia. El Chata, sin embargo, no es una película sobre el boxeo, es una historia sobre la sobrevivencia y la redención.
La descomposición social del entorno se representa en el filme mediante el personaje llamado Papillón y el despliegue de la violencia en el barrio.[4] Papillón es un narcotraficante que controla el barrio mediante el uso de la fuerza y la subyugación de los más débiles. Como parte del retrato social que quiere enseñarnos el director, El Chata presenta la batalla del ser humano entre la libertad y el determinismo social. El protagonista de la historia, Samuel, acaba de salir de la cárcel y vive el pleno proceso de reintegración a su familia y al barrio en el que creció. [5] De hecho, los espacios en los que transcurre la historia son metáfora de las experiencias vitales de Samuel. La cárcel; la casa; el barrio; la represa de agua y, por supuesto, el cuadrilátero, son al mismo tiempo encierro y libertad; amor y protección; abismo y sufrimiento. Además, el campo metafórico que crea el boxeo en la película (vida, sobrevivencia, muerte, violencia, encierro) cobra una gran riqueza estética mediante la herramienta expresiva de los colores que predominan en la poderosa cinematografía: el rojo, el amarillo, y los tonos opacos.[6] El rojo y el amarillo plasman la violencia de las peleas ilegales de Papillón y los tonos opacos crean una atmósfera fría y de pesadumbre en el ámbito del barrio.
Samuel es un hombre lacónico que parece tener muy presente su origen y su biografía. Su rabia contenida va en crescendo mientras se desarrolla la historia. El proceso de reinserción a la familia y la comunidad está mediado primordialmente por una sola cosa: no debe volver al boxeo; su única opción es ser un chata. El determinismo del contexto social y del entorno en que vive la familia lleva al protagonista a prometerle a su esposa que no volverá a boxear y que se irán del país. Sin embargo, como una dolorosa muestra del poder y efecto de los contextos sociales para determinar la vida de los seres humanos, Samuel vuelve a boxear para poder obtener el dinero que le ayudará a salir no sólo de su barrio, sino de la isla. El espectador ve a Samuel en el cuadrilátero, espacio al que lleva todo lo que él es: su pasado y su presente; su miedo y su violencia; su espíritu derrotado y su esperanza.
Frente a la fuerza avasallante del contexto social, El Chata nos presenta dos rayos luminosos: el dueño del gimnasio, Joe, y la esposa de Samuel, Susana.[7] Joe es un personaje sumamente interesante: es un entrenador “old fashion”, de carácter al mismo tiempo duro y gentil. Como si estuviera describiendo la vida misma, Joe explica lo que sería una buena pelea: “una buena pelea es aquella en la que todo el mundo piensa que vas a perder… y sin embargo, ganas”. De igual manera, ante la abismal presencia de la conocida “Trompeta” del lago Las Curías, a la que lanzan el paquete de drogas que había escondido el niño, Susana y su hijo sueltan un grito de desahogo y furia que parece darle fuerza a la madre para finalmente escapar del entorno de violencia en que viven.[8]
Ciertamente las historias de sobrevivencia de Samuel y Susana – el dolor, el sacrificio y el cansancio vital – se metamorfosean en grito al final de la película. A través de poderosas imágenes cinematográficas, el grito de la madre y el hijo se encadena con el grito de Samuel en la pelea de boxeo a través de una brillante concatenación auditiva y visual. Este es un grito de rabia y fortaleza que parecería haber estado dentro de ellos desde siempre. En El Chata Ramos Perales revela una parte de la realidad social de Puerto Rico, y la denuncia a través de una composición cinematográfica visualmente impactante y emotiva.
Antes que cante el gallo: entre la realidad y el deseo
La realidad está, a menudo, opuesta al deseo. Y el deseo, frecuentemente, está en la búsqueda de lo que el ser humano ha perdido. La realidad y la búsqueda que supone el deseo se encuentran, sin embargo, en una constate batalla. Antes que cante el gallo del director Arí Maniel Cruz es una historia sobre la búsqueda de lo que el ser humano ha perdido. Por ello, la ausencia es el “leitmotif” de una historia que envuelve al espectador de manera desconcertante e imperiosa, puesto que esta búsqueda se articula mediante la plasmación cinematográfica de una forma de ausencia que es desbordante.
La forma en que se presenta la ausencia, y la búsqueda que esta implica, es mediante el deseo del personaje protagonista, Carmín.[9] En plena adolescencia, en el momento en que “le canta el gallo,” Carmín sufre por la ausencia del padre (Rubén) y de la madre (Doris).[10] El padre lleva muchos años preso, mientras que la madre es una figura ambivalente, inestable, es ausencia y es presencia. Paradójicamente los efímeros momentos de presencia de la madre llevan a Carmín a vivir la repetición de la ausencia y el vacío. Esta dinámica (presencia- ausencia-repetición-vacío) queda plasmada en la desconsoladora escena en que la madre rompe la promesa de llevarse a Carmín a vivir con ella fuera de Puerto Rico. La confrontación con la realidad (su madre la ha dejado una vez más) crea la repetición de la ausencia del objeto (la madre y lo que ella representa). Carmín ha perdido un “objeto real o material” (la madre y el padre), pero además ha perdido un “objeto no material”, es decir, aquello que representan la madre y el padre ausentes.
Al salir de la cárcel, el padre regresa a la casa materna, la abuela con quien Carmín ha crecido (Gloria).[11] El padre, no solo es joven y atractivo, sino que activamente busca la cercanía con su hija. A causa de la ausencia del padre y la madre, y la búsqueda de lo que ha perdido, Carmín desplaza su deseo y aquello que ella anhela a la figura del padre. La dirección de Arí Maniel Cruz junto al guión de Kisha Tikina Burgos crean un dialogismo narrativo y visual mediante el cual la batalla entre deseo y realidad queda plasmada.[12] Las imágenes de Barranquitas: el río, el campo, el platanal, la casa del pueblo, el entorno más bien rural, forman el espacio donde transcurre la historia.
Por medio de un impresionante contraste estético, la realidad y el imaginario cultural y religioso del pueblo (el cual recuerda muchos otros pueblos de Puerto Rico e inclusive de Latinoamérica), se le entregan al espectador en toda su complejidad: vemos su belleza y su abyección así como sus intersticios de libertad ante la violencia. Dicha complejidad queda capturada en la escena en que la mujer ciega de la ceremonia religiosa en el platanal se encamina al carro de uno de los hombres del pueblo y dentro de este tienen sexo. Además de estar perfectamente construida – pues seguimos a esta mujer en el camino con nuestra ansiosa y curiosa mirada, en realidad queremos saber hacia dónde va –, esta escena representa parte de lo grotesco del pueblo. La mezcla de lo sagrado y lo profano: ritual religioso, adoración a la virgen, lamentos de creyentes, peticiones, presencia de la figura inocente y un tanto angelical de la mujer ciega y la “desacralización” de esta figura mediante el acto sexual, constituyen una forma de lo grotesco. Se trata de la presencia de lo profano como forma de transgresión: el instinto y el cuerpo ante lo sacralizado.
Carmín vive este proceso de búsqueda y autoconocimiento en un entorno que es a un mismo tiempo atávico y violento – por su imaginario religioso y cultural – y liberador por la belleza de su naturaleza, su silencio y su distinta forma de materializar el paso del tiempo. Pero el deseo está irremediablemente mediado por la ley (la ley del orden social, la ley del padre, o la ley del ego) ya sea directa o indirectamente, consciente o inconscientemente. Es por ello que Carmín decide revelar el secreto de la relación pasional del padre con la maestra de la escuela. El develamiento del secreto ocasiona una concatenación de eventos violentos que conducen a la tragedia y, nuevamente, a la ausencia.
Antes que cante el gallo es una historia cíclica; comienza y termina con la ausencia y la pérdida. El padre es encarcelado de nuevo, y nuevamente vemos a la abuela y a la hija pidiéndole a la virgen por el padre en la ceremonia religiosa en el platanal. Esta vez, sin embargo, el llanto profundo de la madre por la ausencia del hijo pone de manifiesto la presencia avasallante de la pérdida: la batalla de la realidad ante el deseo parece haberla ganado la realidad. Dice la voz lírica de un poema de la poeta argentina Olga Orozco dedicado al poeta español Luis Cernuda: La realidad, sí, la realidad,/ese relámpago de lo invisible/que revela en nosotros la soledad de Dios. Es este cielo que huye. Es este territorio engalanado por las burbujas de la muerte. Es esta larga mesa a la deriva/ La realidad, sí, la realidad: un sello de clausura sobre todas las puertas del deseo. La película termina con la imagen de la mano de la abuela acariciando la cabeza de Carmín. Entre la realidad y el deseo: la promesa.
[1] La película se presentará en Plaza las Américas a partir del 10 de mayo.
[2] La cinematografía estuvo a cargo de Pedro Juan López y el sonido de Mayte Rivera Carbonell.
[3] Personajes actuados por los actores Kairiana Núñez e Israel Lugo respectivamente.
[4] Interpretado por el actor Modesto Lacén
[5] El personaje de Samuel es interpretado por el actor Alexon Duprey.
[6] La fotografía estuvo a cargo de Willy Berrios.
[7] Personajes actuados por Carlos Miranda y Mariana Monclova respectivamente.
[8] El personaje del hijo es interpretado por José Gael Valentín.
[9] Actuado por Miranda Purcell.
[10] Actuados por Kisha Tikina Burgos y José Eugenio Hernández.
[11] Interpretado por Cordelia González
[12] La cinematografía estuvo a cargo de Santiago Benet Mari.