Omar Banuchi viaja a la semilla
Considerando sus documentos generales
y mirando con lentes aquel certificado
que prueba que nació muy pequeñito…
-César Vallejo
Tal proyecto no es ajeno a nuestras artes plásticas. 1977 pertenece a una de las más poderosas prácticas nacionales, el portafolios gráfico. Teresa Tió, en su estudio sobre esta manifestación artística, define portafolios como “carpeta que contiene un grupo de estampas o grabados originales que por lo general están relacionados temáticamente” (3). Por tanto, no se trata de un grupo de imágenes aisladas: “El portafolios, concebido como un conjunto y constituido por una secuencia de imágenes en vínculo conceptual y formal, debe verse como tal, como una totalidad” (8). Las imágenes son consideradas por las relaciones que se establecen entre unas y otras, por sus potencialidades narrativas.
Mucho de nuestro arte persigue la constatación de una experiencia histórica colectiva. Como tantas veces se ha señalado, en el estado colonial la historia del colonizado es sistemáticamente borrada por el colonizador para legitimar su saqueo. El testimonio que afirma una historia común se convierte entonces en una de las armas más utilizadas para la resistencia al coloniaje. El Ex voto del sitio de San Juan por los ingleses (1797) de José Campeche, las decenas de retratos de educadores, escritores y activistas políticos de Francisco Oller, El manicomio (1936) de Julio Tomás Martínez, La parada (1949) de Manuel Hernández Acevedo, son algunas de las muchas muestras de nuestra pintura puesta al servicio del testimonio histórico. Es en la gráfica donde mejor encontramos este trabajo de investigación histórica pictórica, con tal asiduidad, que es imposible escoger ante tal infinidad de ejemplares. En la fotografía, Contrastes (1982) de Jack Délano, los portafolios de Héctor Méndez Caratini y las imágenes de la comunidad nuyorrican de Máximo Rafael Colón se yerguen igualmente como proyectos indispensables.
1977 de Banuchi comparte intenciones similares a otro significativo proyecto, la serie de dibujos Álbum de familia de Antonio Martorell (1974-78), igualmente basados en fotografías familiares. Los dibujos de Banuchi, sin embargo, tienen una particularidad que no aborda la serie de Martorell, específicamente, el elemento narrativo. (Martorell separa éste para su literatura.) Banuchi cuenta una historia, con inicio, desarrollo y desenlace, por lo que la ordenación rigurosa de sus imágenes es decisiva, como no lo es en el Álbum de familia y otros trabajos análogos. 1977 tiene más en común con la serie de dibujos realizados por Jack Délano para el libro En busca del maestro Rafael (1994), a través de los cuales seguimos la historia del maestro Cordero aun sin el apoyo del texto escrito, o el portafolios Los sueños del patriota (1977-79), en el que Méndez Caratini narra el último tiempo de vida del héroe nacional Andrés Figueroa Cordero. Este elemento narrativo le da una unidad a la serie de 1977 y hace su totalidad esencial a la comprensión del mismo, como es también el caso, ya en otro registro, de Contrastes de Délano.
De acuerdo a Tió, “cada estampa de un portafolios es esencial para el justo aprecio de la obra como conjunto” (7). Examinemos, de este modo, 1977. Las estampas están fechadas del 1959, la primera, al 1992, la última. La serie, sin embargo, no está organizada cronológicamente. Las primeras cinco imágenes, por ejemplo, están fechadas 1959, 1961, 1957, 1977, 1968, respectivamente. Salvo nombres y escasos testimonios familiares, Banuchi nos ofrece pocas claves para la comprensión de las mismas, colocándonos en una situación similar a la de la persona que descubre un ajeno álbum familiar, cual rompecabezas para armar. Si este menoscabo de información fuera solamente un recurso para proteger la intimidad del artista, rayaría en la mezquindad; por el contrario, se trata de un gesto generoso, que abre, por invitación, el portafolios a nuestra imaginación. Nos inmiscuye en el proceso de intentar conocer quiénes son esas personas identificadas como “Inés”, “José Luis”, “Elizabeth”, “Sylvia”, “Chele”, “Charo”, “Moreno”, “Cabán”, “Virginia”, que pueblan la serie. Es una tarea que intencionalmente se nos dificulta, en aras de que ejercitemos nuestra capacidad creativa. El resultado de esta lúcida estrategia es que, felizmente, recibimos a estos personajes como nuestros.
Los dibujos en esta serie siempre aparecen en el centro del papel, enmarcados por amplios márgenes blancos. Con ello Banuchi hace énfasis tanto en su condición de dibujos, como de su proveniencia de fotografías. De ahí la exigencia de apreciar estos trabajos en una galería o museo, impresos sobre papel y enmarcados. Su aparición virtual en las redes, si bien permite una mayor difusión de la obra, reduce considerablemente su impacto en un espacio real, en el que el movimiento de cada espectador a través de una galería agudiza la mirada, el pensamiento. Es en esos espacios de exhibición donde necesitamos verla.
El portafolios comienza con una boda y termina en un cementerio. Entre estos dos extremos, se repiten lugares de encuentros, mayoritariamente, interiores hogareños y costas. Así, Banuchi va configurando la atmósfera de un lugar muy específico: el caribeño. Puebla este espacio de arquitecturas y objetos que acompañan a sus personajes, de tal modo que la narración se enriquece con detalles –un automóvil, unas “ventanas Miami”, una lata de cerveza, una lancha– que invocan un lugar y una historia colectiva.
Los personajes aparecen en estampas, las cuales, por su informalidad composicional, reconocemos como provenientes de fotos producto del ojo poco educado de un fotógrafo familiar. Banuchi no “mejora” los descuidados encuadres de los retratos originales. En vez, mantiene una torpeza que, en los dibujos, obligatoriamente, no lee igual que en los originales. Esos encuadres incómodos fungen como efectos de distanciación, tanto de las fotos originales como de los personajes que aparecen en las mismas. La selección del artista nos obliga a reconocer sus imágenes como “robadas”, distanciadas de su ojo, observadas con la objetividad con que nosotros, por desconocer a los personajes, también las observamos.
El locus caribeño no se identifica únicamente por los paisajes y los objetos. Este espacio se define sobre todo por la variedad de fenotipos que ostentan los personajes. Banuchi se hermana a –y de paso, amplía– la visión que una y otra vez muestra la plástica puertorriqueña al representarnos como un arcoíris de rasgos y pigmentaciones. (Consideremos, como ejemplos, el Oller de El velorio, las pinturas de Carlos Raquel Rivera o las ilustraciones para The Emperor’s New Clothes de Jack e Irene Delano.) Hasta en aquellos rostros que se presentan sin rasgos definidos – podrían entonces ser cualquiera– sus fenotipos son evidentes. Mujeres, hombres, paisajes, objetos, exhiben una familiaridad fácilmente reconocible a cualquier habitante de estas latitudes. Por eso esta historia, tan personal e individual, resuena en la de tantos y deviene en una historia de la colectividad: pensar a todos, en uno.
Al igual que en otros trabajos de Banuchi, el color en 1977 es hábilmente controlado. Brilla una paleta que consistentemente se mantiene en el registro de colores pasteles y le asegura una sólida unidad al portafolios. Es el mismo caso de la importante obra del afroestadounidense Jacob Lawrence, Migration Series (1940-41), en la que la repetición de tonos, al igual que formas, sostiene la coherencia de la totalidad. Lograr la unicidad en una serie basada en imágenes que originalmente no constituían un conjunto es ciertamente uno de los grandes aciertos de este trabajo pero, más significativamente aún, esa meticulosa elección de colores apoya un estado particular que se cuela por toda la obra: el de la serenidad. Si este arte fuera hindú, tendríamos que remitirnos al concepto de rasa, de inducir en cada espectador uno de los nueve “estados de ánimo permanentes” (Coomaraswamy, 32) al que aspira todo arte y del que, la tranquilidad, es el preeminente.
La tan hábilmente enfocada paleta de colores le otorga a la serie una pulcritud que confirma uno de sus mayores logros: las cosas más emotivas y profundas se expresan sin emitir juicios. Distancia, objetividad, silencio. Y es gracias a ese silencio que esta obra anima a la reflexión, a considerar cómo la intensidad de una vivencia puede conducir a un ser humano a un proceso de autoconocimiento, expresado en imágenes que se obstinan en conservar un decoro, un pudor.
Recato no es sinónimo de claudicación, sometimiento. El pudor, por el contrario, es signo de reserva y autorrespeto. 1977 se concibe en esa controlada tonalidad, apartado del sentimentalismo, en alerta para no ser descarrilado por una trivial sensiblería “telenovelera” que ponga en riesgo la totalidad de la serie. Conste, tal control no implica supresión de las pasiones, de lo humano. En una de sus estampas, la quinta, Banuchi excepcionalmente le sube el tono a los colores cálidos al presentar una enigmática, casi surrealista, imagen de una mujer vestida de rojo brillante, caminando por un mar. La acompaña un inusualmente extenso texto. Identifica a esta mujer como “Chele Gago” quien, en 1968, “dijo que José Luis había sido el amor de toda su vida. Veinte años después aún pensando en Banuchi”. Es un momento portentoso en la serie que, por su ubicación al inicio de la narración, resulta en un elevado acento dentro de la muy cuidada estructura total y resalta tanto por la intensidad del testimonio como por el misterio de su presentación gráfica. Manifestación artística que nunca depende de recursos manidos ni de ordinarias manipulaciones emocionales: arte inteligente por demás.
La acumulación de estampas en el portafolios no nos lleva, empero, a descifrar las circunstancias de esta historia que, al final, queda sin claves para conocerla. Poco importa. Nos llevamos algo mucho más urgente: el honesto y poderoso testimonio de una vida. Haber compartido soledades, alegrías y desasosiegos, cotidianidades ordinarias y prodigiosas. Queda, sobre todo, el sentimiento de que hemos participado de una verdad.
Reunir las experiencias individuales y expresarlas en toda su intensidad para transformarlas en colectivas es don de pocos. Así, Banuchi. Su control del color y de la composición, de la estructura narrativa y pictórica, expresa una seguridad y una afirmación categórica de que se es, de que contra el mentís colonial, somos. En su viaje en busca del padre, Banuchi nos congrega a todos. Su viaje a la semilla es igualmente nuestro.
Guillaume Apollinaire, en su libro Los pintores cubistas (1913), argumentó que el arte de Marcel Duchamp podría “reconciliar el Arte y el Pueblo”: “Un arte que puede producir obras de una fuerza inimaginable. Puede incluso que llegue a tener una función social” (79). Salvando las distancias de tiempo y espacio, que San Juan no es París –ya quisiera París–, esa misma labor la realiza Banuchi en un Puerto Rico en el que el único divorcio del pueblo con sus artes es el que impone el sistema colonial. Su arte resuena en nosotros porque brota de entre nosotros, sin la mediación de autoridades. Practica una libertad que desconoce jerarquías. Su mayor belleza radica, sobre todo, en la pulcritud de su mirada: una mirada virgen, íntegra, ajena a todo vicio o decadencia. Mirada generosa que afirma la nobleza humana. En medio del desgaste y la putrefacción que hoy caracterizan nuestra sociedad, este arte se levanta como un urgente salvavidas.
Mucho de lo más significativo de nuestra plástica ha sido realizado en las periferias, carente de pretensiones o alharacas, en provocación abierta a la displicencia de las instituciones. A esa preciada tradición se incorpora el bienaventurado arte de Omar Banuchi.
Obras citadas:
Apollinaire, Guillaume. 1994. Meditaciones estéticas: Los pintores cubistas. Madrid: Visor.
Coomaraswamy, Ananda K. 2006. La danza de Siva. Madrid: Siruela.
Fullana Acosta, Mariana. 2016. “Artista Omar Banuchi presenta su primera exhibición individual”. El Nuevo Día 28 abril.
Tió, Teresa. 1996. La hoja liberada: El portafolios en la gráfica puertorriqueña. Catálogo de la exhibición. San Juan: ICP.