Oscar Mestey Villamil: Retrato de Arlequín como artista
El breve y jugoso libro de Starobinski nos hace la historia del motivo de la feria y de sus personajes: los payasos, los arlequines y los saltimbanquis. Pero sobre todo explora el hecho de que estos personajes capturaron la imaginación romántica al concebirse como un “reencuentro con la genialidad”. La vida del funámbulo —la vida arriesgada de la cuerda floja— tenía todo que ver con ese ya no tan heroico intelectual que había perdido su prominencia en la vida pública, y que estaba encajonado en el “idiota” shakesperiano que narra su relato con sonido y furia… signifying nothing.
Si existió una queja repetida a lo largo del siglo XIX —que terminó empollando posturas como “el arte por el arte”— fue que cada vez había menos espacio para el intelectual. La luna menguaba sobre la fama del genio, se escamoteaba lo memorable tras la hiper-presencia de lo fácil a costa de lo importante. El síntoma principal de los mercados de la cultura en el siglo XIX, con su apego a una creciente banalidad, sería aquello que apelara a los públicos igualmente crecientes… y diversos. A eso, y no a otra cosa, le dedicó Carlos Marx su meditación sobre la mercancía. La productividad selecta del intelectual, como nos recordó Thomas Carlyle en su importante ensayo On Heroes, Hero Worship and the Heroic in History, (1841) ya no era suficiente para ganarle un lugar en el mundo, y por “mundo”, Carlyle se refería a los encumbrados espacios sociales donde se decidían el “world’s business” y se manejaban los “human affairs”.
Ni pa’pool ni pa’banca servía ya el intelectual, reducido al voyerismo solitario de quien, a través de la vitrina de un café, escrutaba los misterios de la calle, exactamente como Baudelaire imaginaba a su artista: un “homme de la foule” (“hombre de multitud”). Interesa decir, además, que a ese corillo de gente quitá’ pertenecían también mujeres: prostitutas, vagabundas, actrices, cantantes, bailarinas, funámbulas… de ahí que pudiera darse el salto de un Baudelaire fâneur a una Edith Piaf de la rue, o callejera. Lo que conecta a Baudelaire con la Piaf no es otra cosa que el espíritu mistérico y disfórico de la feria callejera, que reina entre esos noctámbulos que asumen la calle como su cuerda floja, y allí desempeñan su papel, su caricatura de la humanidad. Escuchemos otra vez a Shakespeare, tan de moda por sus idiotas en el siglo XIX, diciendo, en As you Like It, “all the world’s a stage, and all the men and women merely players…”
Monstruos nocturnos como Quasimodo, locos habladores como Bouvard y Pécuchet, rémoras sociales como “el Hombre que Ríe”, de ellos se encargó la literatura. El arte, remiso a las truculencias melancólicas de los hombres de letras, se fijó más en el colorido, en la hazaña, en la destreza asombrosa de esos mismos personajes que pasaron a poblar obras de Goya, Daumier, y luego (y con mayor fama) de Henri Toulouse-Lautrec, Edgard Degas, Pablo Picasso y Marc Chagall, por mencionar a los más memorables.
Quieras que no, el arlequín —y el payaso, el saltimbanqui, el personaje de feria—, tanto en los espectáculos como en su representación en las artes plásticas, condensaba un diorama temático bastante repetitivo: los asombros placeres de la destreza y la ligereza, del virtuosismo y el arrojo, pareados con la vida oscura o disoluta, la ambigüedad sexual o de género, pero, sobre todo, la capacidad metamórfica de eso cuerpos que eran, a la vez, demasiadas cosas. Cada vez que estos personajes —fueran funámbulos o bailarinas de ballet—, desafiaban la gravedad, nos permitían asomarnos a un mundo otro, más allá de la banalidad cotidiana de la naciente sociedad de consumo.
La figura de Pablo Picasso es esencial en el largo proceso histórico de la condensación del personaje que, de muchas formas, abrazaba a todos los demás personajes de la feria: Arlequín. Personaje que en su origen medieval era un diablejo de la noche, un espíritu del mal, pero de rango menor, se convirtió pronto en el underedog, agraciado y a la vez menospreciado por su diferencia o singularidad desasosegante, monstruo oculto tras la máscara de feria. Picasso fijó en la mente colectiva ese payaso hábil que llamó Arlequín, y al cual dotó de familia, de empleo, de sinsabores y, a fin de cuentas, de tragedia. El patetismo del Arlequín de Picasso nos es familiar en demasía, y tengo que decir que, sin Picasso, para nosotros no habría Arlequín.
Me provoca interés el hecho de que Picasso nunca abandonara por completo esta figura que él siempre propuso como enigma. Sus cambios de estilo, de forma y de medios siempre tuvieron lugar para el metamórfico Arlequín. Fuese como monstruo hecho de incongruos retazos, fuese como figura frágil, delicada, fuera como tablero de formas o masa de colores, el Arlequín nunca abandonó del todo la escena picassiana. Pero con en este payaso ciertamente trágico, en palabras de Ángel González García, “Picasso no se propondrá tanto constituir un nuevo registro de intensidades anatómicas y fisonómicas como salir en busca de lo que queda del cuerpo para ponerlo de nuevo en marcha”… y de paso representar es desvalimiento del artista al tratar de “despertar los fragmentos dormidos o enterrados”. Quizás, como Arlequín, el artista está hecho de retazos, pero, también como Arlequín, el artista es el mago de los mil trucos.
Oscar Mestey, Arlequín
Así ha llamado Nelson Rivera a Oscar Mestey en el ensayo curatorial para el catálogo de Contramuro, la exhibición retrospectiva de este artista que abre el 25 de enero en el Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico. La conversación de Mestey con Picasso, que agudamente señala Rivera, me parece esencial, aunque quizás por motivos que a mí me parecen particulares. Por ejemplo, si bien el Arlequín de Mestey padece de la misma melancolía que la figura picassiana, e igual se propone como una metáfora del artista cuyo rostro, según Starobinski, “está habitado por las diversas virtualidades de la ridiculez y lo monstruoso”, lo cierto es que ese Arlequín puertorriqueño se encuentra, como advierte el propio Nelson Rivera, “en la brecha”, es decir, presto a sublevarse y a asumir la lucha saltando sorpresivamente desde el umbral de lo posible. ¿Cómo lo sabemos? Pues, por el gozo evidente que guía, en la obra de Mestey, la mezcla de colores, la diversidad de materiales, y la derrota del caos que sobreviene cuando el impecable ordenamiento de la obra produce un gran placer en el observador. Si los saltimbanquis llamaban la atención porque desafiaban la gravedad y hacían sus piruetas a pesar de su rastrera humanidad, los de Mestey sobrevuelan la basura que delata su bárbara hechura, y se asoman, en su colorido, desde las tinieblas ocasionales de sus lienzos. Veamos un par de obras en detalle.
Contramuro incluye una serie de esculturas/construcciones hechas de desechos (o deshechas de hechos… no sé qué será mejor decir…), que Mestey ha llamado “tótems”. Habría que comenzar diciendo que no hay tótem sin tabú: a ese constructo cuya función es presentar, en una sola figura, los rasgos simbólicos que constituyen el tejido de una comunidad, debe oponerse ese otro constructo que condensa en su figura aquello que amenaza con disolver o desgarrar la comunidad. Escoger “tótem” para nombrar a sus figuras no es, por lo tanto, ocioso. Si bien estas piezas de Mestey son aglomeraciones heteróclitas, son a la vez ejemplo de la fuerza vinculante de la simetría, del equilibrio, de formas y materiales aparentemente imposibles de conjugar.
En vez de monstruos, Mestey, en su coincidentia oppositorum, produce figuras gráciles que apuntan hacia nuevos cuerpos para nuevas coyunturas vitales. El uso del trípode me parece aquí clave: sabemos que cada tres puntos definen un plano y, por lo tanto, una base estable. La figura puede padecer de lo que William Blake llamó “fearful symmetry”, pero se mantendrá en pie. La estabilidad misma brinda a estas obras exactamente el sosiego que el tótem primitivo brinda a su comunidad: en palabras de W.J.T. Mitchell, el tótem no inspira ni implica la iconoclasia: en él aparecen los rasgos dominantes del grupo en un retrato que los incluye a todos. Por eso, digo yo, el tótem no es un monstruo, sino un retrato del colectivo en su amogollada heterogeneidad.
Las pinturas de Mestey que deseo comentar y que aluden a Arlequín presentan rasgos parecidos a estas esculturas de des-hechos. Arlequín circo, Arlequín contra muro y máscara y Caretón Uno comparten elementos básicos de la imagen ya tradicional del Arlequín del siglo pasado: el colorido del vestido, la máscara —que puede asumirse como una máscara literal y como una gestualidad congelada en una mueca característica que da identidad al personaje— la idea de parche o retazo como fundamento del cuerpo y del vestido. Caretón Uno dispensa del cuerpo y presupone que la máscara basta para comprender el concepto del caretón como máscara de tamaño desproporcionado que puede cubrir parte del cuerpo. En este caso el caretón tiene el rostro dividido entre el color rojo vivo y la oscuridad, y si bien su expresión está dividida en los dos lados de la cara, la posición de los ojos apunta hacia una armonía entre el exterior y el interior. La técnica conocida como “push and pull”, mediante la cual se yuxtaponen tonos cálidos y tonos fríos para crear la ilusión de movimiento y tridimensionalidad (el color caliente avanza hacia el espectador, mientras el color frío retrocede) conforma las figuras. La misma técnica se utiliza para conformar el fondo, lo cual otorga aún más profundidad a la imagen, en la cual la máscara —que tiene su propia profundidad, solapa el fondo igualmente profundizado. Da la impresión de que, sobre un fondo móvil, la máscara gesticula mientras la recorremos con la vista.
Los tres Arlequines, realizados en el mismo esquema de contrastes, parecen moverse mientras entran y salen del “contramuro” o de su propia máscara, o del fondo sobre el cual se destaca su figura. Siguiendo una técnica básica de color, estas figuras que idealmente se presentan como máscaras rígidas adquieren una gran expresividad gracias a los sabios contrastes de color. En este sentido, contrario a los tristes Arlequines del primer Picasso y del Picasso cubista, los Arlequines de Mestey se saben hechos de color y posan su persona (su máscara) en la virtud virtual del color mismo para permitirles ganar en expresividad. Del mismo modo que el Arlequín es un tramposo, alguien que engaña haciendo suertes y prestidigitaciones con su cuerpo y con su vestimenta, el cuadro mismo donde se representa a estos Arlequines se arlequiniza al jugar con nuestra mirada y al obligarnos a ver movimiento donde no lo hay. El cuadro mismo es un Arlequín.
Vale señalar que tanto las técnicas como las figuras de Mestey son sencillas, todo en ellas está a la vista, incluso su oscuridad está de frente a nosotros: la ocultación se ostenta, y es la técnica del push and pull lo que además nos permite ver el malabar del cuerpo adelantándose y retrocediendo por partes, en el oleaje interminable de los bordes entre el color frío y el caliente. Es importante señalar esta sencillez abrumadora de los recursos de Mestey: su repertorio de formas “platónicas” —el círculo, el cuadrado, el triángulo, como señala Nelson Rivera en su ensayo curatorial—, pero esta sencillez está también en las técnicas que ponen literalmente a bailar a estos personajes acartonados.
Es importante que la ambición de Mestey parezca ser el ir a los llamados “primitivos”, a lo que George Kubler aptamente llamó las formas arquetípicas de las cuales derivan las otras formas. Aquí, “primitivo” nada tiene que ver con la prehistoria ni con la rusticidad ni con la simpleza, sino con ese a priori de todo arte: la forma apriorística, genésica, original —la que quizás nunca antes existió, pero la que necesariamente hay que imaginar para comprender la complejidad del trabajo del artista.
Mestey, él mismo, prestidigita sus formas que bailan ilusoriamente sobre la piel del cuadro. Trickster (burlador) por excelencia, este Arlequín artista confabula con sus materias y sus técnicas para dar vida a sus personajes. Amante de las oposiciones que acaban produciendo agudas coincidencias, crea esculturas que juegan con una estabilidad desestabilizada (sus planos inclinados definidos por tres puntos en el espacio, por ejemplo) y con el juego óptico en la yuxtaposición del color. Este no es el artista como Arlequín, sino el Arlequín como artista. Aquí no hay nada simple sino el gusto que una siente observando estas des-hechuras de Mestey. Un regusto. Un gustazo.