Palabras, personas y cosas
Lo que nos separa no son nuestras diferencias, sino la resistencia a reconocer esas diferencias y enfrentarnos a las distorsiones que resultan de ignorarlas y malinterpretarlas. Cuando nos definimos, cuando yo me defino a mí misma, cuando defino el espacio en el que soy como tú y el espacio en el que no lo soy, no estoy negando el contacto entre nosotras, ni te estoy excluyendo del contacto –estoy ampliando nuestro espacio de contacto.
–Audre Lorde
A Isar P. Godreau Santiago, por marcar diferencias y ampliar espacios de contacto.
Las palabras y las cosas tienen una relación arbitraria. Esa es una lección estructuralista clásica. Las oposiciones binarias implican una jerarquía. Esa fue una de las más afortunadas críticas posestructuralistas a la quimera neutral de aquellos pares.Las personas, forjadas por el lenguaje y su infinito itinerario, nos inscribimos en una conversación en curso, en la zigzagueante andadura de vínculos, relaciones, hitos y coyunturas que preludian –y en buena medida cincelan– nuestro instante comunicativo.
Por lo tanto, cada vez que hablamos, aún en solitario, participamos de un gesto colectivo. Somos una tertulia. Las palabras, del mismo modo, son ellas y su historia. Son ellas y todo lo que no son. Nosotras, cuando las articulamos, somos instrumentos de una sucesión de diferencias. Somos otra porque no somos la una.
Cuando decimos discrimen activamos un cúmulo de imágenes del horror humano en su más triste expresión. Evocamos cuerpos silenciados y negados. Despertamos una larga secuela de oprobios y violencias. Esgrimimos el terror que cegó vidas y sueños sin decir.
¿Cuándo la palabra discrimen dejó de ser una operación, aparentemente aséptica, de clasificar y segregar, y se convirtió en un acto contra la otra, contra el otro, contra todas las diferencias conmigo? Cuando nació el privilegio, la dominación y la pretendida superioridad de unos sobre otras. Creo que fue ese día.
Desde entonces, el instante justo en que ocurrió es lo menos importante, cuando digo discrimen se desbordan en esos nueve sonidos una de las más perversas genealogías de la violencia. Negar, ningunear, ridiculizar, trivializar esa relación supone otra violencia. Desencadena otras formas de impunidad. Es también violento despojar de radicalidad esa trayectoria de resistencia contra el discrimen. Mofarse de su potencia crítica y de su pertinencia en un país como el nuestro –tan atravesado aún por el racismo, el privilegio de clase, la cuirfobia y tantas otras lacras de la humanidad– es un acto, sencillamente, repudiable. ¿Quién se presta para semejante desatino? ¿Quién se atreve? El privilegio, la dominación, la pretendida superioridad de unos sobre otras por supuesto.
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¿Por qué se ensaña tanto esa voz autorizada contra quienes resisten? ¿Por qué los desprecia tanto? ¿Por qué no dirige un poco de su violencia contra los poderes?
Porque las palabras, las personas y los poderes tienen una relación predecible. Son la arquitectura de cada jerarquía que nos aqueja. Son los artífices del orden y sus cosas. Son la negación de las genealogías del discrimen. Porque así son las cosas y las personas cuando terminan pactando con el poder y sus miradas. Porque nadie quiere ver su distorsión en el espejo.
Reconozcamos nuestras diferencias. Ellas no son las que nos separan. Nos distancia negar las luchas que seguimos librando para llegar a lo justo. Sin ignorarlas, ampliemos los espacios de contacto.