Palabras Prestadas
El día antes de morir Arturo Martínez estaba leyendo el cuento «The Enduring Chill» de Flannery O’Connor y se le ocurrió que si él fuese parte de otra cultura podría haber escrito igual que ella. En un flash quiso ser de un país donde el plagiarismo no le importara a nadie. Así, Arturo pensó, para escribir como ella sólo tenía que coger prestadas sus palabras. Pero, ¿cómo sabría el lector lo que era de Arturo y lo que era de O’Connor? Pues lo que tome prestado lo pongo en itálica, se dijo a sí mismo y cerró los ojos por un instante.
Arturo estaba convencido de que iba a morir al otro día. Como no creía en Dios no tenía esperanza. Creía que después de la muerte no había nada. Esa idea le atormentaba y no lograba entender que la muerte era la única manera de acabar con su angustia. Pensaba que antes de morir necesitaba hacer algo importante, tener una experiencia sobresaliente, algo que sobrepasara todos sus logros y cerrara su existencia con broche de oro.
Déjate de boberías, le dijo Maribel, tú estás enfermo, no agónico. Con la medicina que te estás tomando y suficiente descanso estarás en pie en menos de lo que un coquí repite su cantar.
Su esposa era así, perennemente optimista. Ella no entendía a cabalidad la condición de Arturo o quizás estaba clara pero simplemente se negaba a aceptar la realidad. Su modus operandi era tapar el cielo con la mano. Ese era su mayor defecto y también su mayor encanto.
Durante su juventud, mucho antes de conocer a Maribel, Arturo había querido ser un santo. Para ganar su entrada al cielo, todos los días pasaba por la casa de su vecino Don Ramón quien había perdido sus dos piernas en la guerra de Korea y ahora vivía sólo en un cuartito enfrente de la casa de Arturo. Arturo lo visitaba para ayudarlo. Don Ramón dependía de sus vecinos para todo. Pero por cuatro años Arturo asumió la responsabilidad exclusiva de atenderlo para todas sus necesidades, pensando que esa era la forma segura de lograr que después de muerto lo canonizaran.
Don Ramón era un viejo cascarrabias. La pérdida de sus piernas le había amargado la vida sin remedio. Cuando se quitaba la caja de dientes apenas se le entendía, especialmente cuando gritaba sus quejas y sus corajes. Cuando estaba de mal humor la boca se le torcía en una mueca que parecía de dolor y el sonido que emitía era como el quejido de un animal atropellado.
Arturo le escuchaba con paciencia tratando de entender lo que decía. Aún en sus momentos apaciguados sus palabras tenían tono de demandas. Después que tuviera puestos los dientes postizos no era difícil saber qué era lo que quería o le aquejaba. Pero el hombre se pasaba la mayor parte del tiempo sin las cajas.
El pobre viejo estuvo en un tejemeneje de gritos y rabias y frustraciones y tristezas desde que regresó de Korea en agosto del 1953, poco después de que la guerra terminara, hasta las postrimerías de 1992 cuando ya exhausto de su vida miserable se le desinflaron los pulmones, el corazón se le atascó y con los ojos abiertos dejó de respirar. Había vivido 39 años de podredumbre existencial de los cuales Arturo fue testigo y partícipe durante los últimos cuatro.
Ahora, veinte años después, encamado como Don Ramón, Arturo se comparaba con él para resaltar el contraste entre la condición del viejo y la suya. Arturo estaba débil y no tenía energía para enfadarse. Todavía tenía todos sus dientes y aunque su voz se había reducido a un susurro no era difícil saber qué era lo que decía. Tenía sus piernas intactas. Si no salía de la cama era porque la depresión que sentía lo amarraba del mattress. Además, como tenía una aflicción del corazón y estaba convencido de que se iba a morir, no quería arriesgarse a morir fuera de la cama. Si era cierto que la muerte se lo iba a llevar al otro día, podía levantarse y caminar el día antes. Pero ahí entraba la depre para mantenerlo acostado. Para lo único que tenía energía era para leer y siempre le había gustado hacerlo en la cama.
Buenos días, sí, tráeme un café con una tostada, también un juguito de china si no te molesta, dormí un poco, ¿tendremos un día soleado?
Esas eran las cosas que él le decía a Maribel, que ya no dormía con él, todas las mañanas cuando a primera hora ella entraba a su cuarto a ofrecerle las bondades que uno espera cuando está postrado en una cama. Maribel insistía que él no se iba a morir, pero Arturo estaba convencido de lo contrario. Aunque no se arrepentía de haber pasado cuatro años esclavizado por Don Ramón, ahora se daba cuenta de que su intento de ganarse una plaza de santo por cuenta de él había sido ridículo y que de cara a su muerte no le iba a servir para nada.
Supo que la muerte estaba cercana el día en que leía a O’Connor porque al Maribel entrar al cuarto su cara apareció en la distancia y se veía muy pequeña desde el fondo de un pozo de oscuridad. ¿Qué te apetece hoy, mi amor, tu cafecito y tostada de siempre? ¿Un jugo de china? Si quieres hoy te puedo hacer pancakes.
Arturo la escuchó y no respondió. Estaba tan quieto como un animal en el instante antes de un terremoto. Maribel corrió las cortinas para que entrara el sol. Arturo levantó sus manos sobre su cabeza como un boxeador victorioso. Fue un gesto mecánico e incongruente pues apenas tenía fuerzas para respirar. Maribel se dobló sobre la cama para besarlo. Su sonrisa era tan brillante e intensa como la bombilla de una lámpara sin pantalla.
Todavía sin responder, Arturo retomó el hilo de su experiencia con Don Ramón. Nadie sabe lo que hice, pensó. Mis actos de caridad no cuentan para nada. Ahora quiero hacer algo sobresaliente que marque el fin de mis días y no tengo energía ni para hablar. Por suerte puedo escribir aunque esté encamado.
Al ponerle punto a una oración del relato que escribía, el cuarto se llenó de una luz exagerada y sus pupilas reaccionaron con sobresalto. Maribel le pidió disculpas cuando lo vio guiñar los ojos, tapándoselos con una mano. Para escribir, la luz de la lámpara de mesa al lado de la cama le bastaba. A Maribel no le gustaba entrar al cuarto en medio del claroscuro que producía la lámpara, especialmente si llevaba una bandeja con una taza de café caliente y un vaso de jugo, que si tropezaba con algo iban a salir volando. Arturo no le prestó atención al desayuno.
¿Para qué ayudé a Don Ramón con tanto esmero si nunca obtuve nada a cambio? Quizás ya no siento nada porque han pasado veinte años desde los días en que yo lo atendía y con el tiempo el lustre de esa buena obra se ha opacado.
Una vez le puso la bandeja a Arturo en la falda, Maribel ajustó el dimmer para que la luz no fuese tan brillante. Luego cerró un poco las cortinas que había esplayado justo para que la combinación de luz natural y artificial fuese suficiente y la brillantez de las dos no le incomodaran. Cuando sus pupilas se acostumbraron al cambio, Arturo puso su mano derecha en el pecho y entrelazó sus dedos con los de la otra mano. Siguió pensando en Don Ramón y en su intento de lograr entrar al cielo como un santo.
Maribel salió del cuarto sin que Arturo le diera las gracias. Él se sentía agradecido pero no le salían las palabras. La gente deprimida tiende a ser autocentrada y Arturo no era una excepción. El cuarto olía bien, a limpio, y todo estaba donde debía estar. En el tocador su colección de relojes estaba apagada. Arturo tenía más de una docena de relojes y para prolongar la vida de las baterías las desconectaba, excepto la del reloj que estuviera usando. Al inicio de su convalecencia las desconectó todas aunque ya no le veía el sentido al intento de preservar las baterías pues dentro de poco no necesitaría usar sus relojes para nada.
Lo que Arturo había hecho por Don Ramón, aún con las mejores intenciones del mundo, era un simulacro de virtud que al ser ejercitada con ciega intensidad hacía de tontos a todos los que participaban y la virtud misma terminaba siendo ridícula. Ahora se daba cuenta que ese esfuerzo había sido inútil, un fracaso. Pensó así a la misma vez que los músculos de la cara se le retorcían al sentir un dolor punzante. El tiempo que le quedaba era poco y no sabía cómo aprovecharlo. Sintió que su cuerpo era invadido por la rabia. Ese coraje se le regó por todo el cuerpo en un silencio ominoso como el de una turba en estado de formación. Maribel no se dio por enterada pues el coraje de Arturo era invisible y silente, como una telaraña en la oscuridad.
Los ojos de Maribel, íntimos pero intocables, eran del azul de las grandes distancias después de la puesta del sol. Pero una vez salía del cuarto, bien podía ser ciega. Si Arturo no la llamaba ella no regresaba hasta la hora del almuerzo y la comida. La verdad es que ella estaba harta de cuidar a Arturo y se lamentaba en silencio de que él no estaba tan loco como para el manicomio, no era tan criminal como para la cárcel, pero tampoco estaba lo suficientemente estable para la vida en sociedad. Entre su afligido corazón y su profunda depresión no había respiro ni tregua. Él era nada más que una carga que ella no se atrevía dejar atrás.
Por su parte, Arturo sólo pensaba en que tenía que escribir algo importante antes de morirse. Pensaba en Don Ramón y en su afán de hacer buenas obras para convertirse en santo pero fuera de eso no pensaba, no decía, no veía más nada. En su mirada había algo que sugería ceguera, pero era como la ceguera de aquellos que no saben que no pueden ver. Maribel era un campo de fuerza, un desplazamiento de aire, invisible, perceptible sólo cuando alteraba la iluminación del cuarto y le ponía la bandeja con sus comidas en la falda. A veces, la presencia de ella en el cuarto era tan ajetreada que él se sentía como si hubiese visto un huracán pasar por su lado dejándolo con la premonición de que iba a cambiar de rumbo para regresar directamente hacia él y llevárselo volando.
Arturo murió tal y como él lo había previsto, el día después de preguntarse si en otro contexto podría haber escrito como Flannery O’Connor. Cuando le llegó la hora estaba gritando. Su voz vibraba como si estuviera cantando un blues, bajando y subiendo de tono, para luego descender tan bajo como cuando una pasión está a punto de ser satisfecha. Era una canción, si así puede decirse, de desespero, de insatisfacción. Comprendió que nunca llegaría al Reino de los Cielos, que jamás sería canonizado. En sus últimos días, su entorno fue su casa y fuera de eso no hubo más nada. Su casa era su hogar, su taller, su iglesia, tan personal como la concha de una tortuga e igual de necesaria.
No pudo terminar sus días habiendo hecho algo de gran importancia pero por suerte había logrado escribir un último cuento que tituló «Palabras prestadas.» En el momento agónico que le dio paso a su más sentido aliento, se le escapó un grito débil que fue su última e imposible protesta. Eso no le sirvió de nada pues el Espíritu Santo, encapado en hielo en vez de fuego, continuó su descenso implacable.
Cuando Maribel entró al cuarto con su desayuno, luego de bañar la habitación con la luz agresiva de las bombillas del plafón, al notar la mirada vacía de Arturo, postrado con la boca abierta en la cama, puso la bandeja con calma al pie de la cama y pensando que en efecto él no iba a entrar al Reino de los Cielos, cerró la tapa del ordenador sin cerrar el documento con su último cuento, y se hizo la señal de la cruz. Después retiró de la mesa de noche la antología de cuentos de O’Connor, la abrió en la página que Arturo había marcado, y para contener la emoción que amenazaba con desajustarla, se puso a leer «The Enduring Chill.« Cuando la policía llegó, la encontraron llorando.