Para presentarles a «Mercedes», de Jaime Marzán
La segunda mitad del siglo XIX vio emerger la novela sentimental latinoamericana, que era nuestra novela histórica, puesto que, como dice José Martí en su prólogo al texto del dominicano Manuel de Jesús Galván, titulado Enriquillo (1879), América (toda ella, su historia, geografía, flora y fauna) estaban por conocerse más allá de la maravilla y el redentorismo que supusieron la conquista y colonización. Desde el nuevo redentorismo de los saberes modernos, que los criollos se apropiaron para reinventarse un continente del que ellos resultarían ser los dueños originales, se escribieron novelas históricas y sentimentales puesto que era una «novísima y encantadora manera de escribir nuestra historia americana». El continente se escribe desde el deseo de una clase que se lo imagina. Pero lo pienso un poco y llego a la conclusión de que en Puerto Rico hubo tanto afán de historia cruda y pura por parte de los primeros liberales con acceso a las letras, como de historia sentimentalizada y novelada. Así, Alejandro Tapia y Rivera recoge documentos y los publica en su Biblioteca Histórica de Puerto Rico (1854), José Julián Acosta reedita y anota la Historia geográfica, civil y natural de San Juan Bautista de Puerto Rico, originalmente redactada por Fray Iñigo Abbad y Lasierra, y Salvador Brau publica su Puerto Rico y su historia (1892), pero también Eugenio María de Hostos publica su Peregrinación de Bayoán (1865), novela histórica/sentimental, puertorriqueña. Si damos otro paso hacia atrás para mirar, no sólo el pasado sino también las miradas sobre el pasado, vemos la influencia del nacionalismo cultural que se canonizó durante los años treinta del siglo veinte como el responsable de que sea difícil ver a los gestores políticos e históricos que precedieron esa tercera década. Se trata de ver, mirar las miradas que están mirando. De perspectivas más cercanas y más alejadas del objeto, lo que estiliza o recrudece detalles.
Ya propone Arturo Morales Carrión, uno de nuestros primeros historiadores contemporáneos, en su texto Puerto Rico and the Fall of the Spanish Exclusivism, que para esta isla el resto del Caribe fue importantísimo en momentos en que la corona no se hacía cargo de ella. De hecho, los orígenes de una de nuestras formas musicales más típicas, la plena, que traza Juan Flores a la vecina isla de Saint Thomas, tal vez sea evidencia que nos quede de ese pasado. Léanse los anuncios en los periódicos, por los que se pretende recuperar esclavos escapados y tenemos otra pista para pensar la vida en la isla de esa época. Éstos, víctimas de la violencia, tenían sus cuerpos marcados (orejas cortadas y cicatrices que publicaban sus antiguos dueños con el interés de identificarlos) pero también tenían capital cultural propio: hablaban distintas lenguas, francés, inglés, español mal, lo que da testimonio del periplo que ha recorrido ese ex-esclavo antes de llegar a esta colonia, mayormente abandonada a su suerte por el imperio. Los padres del nacionalismo cultural nos han hecho ver el mar que conecta esta isla con el mundo como una frontera que nos separa. La visión de un Puerto Rico culturalmente mulato ha provocado, desde los años setenta, también del siglo pasado, que nos traslademos a tratar de imaginar el siglo XVIII: sus actores sociales y sus circunstancias. Sugería José Luis González en El país de cuatro pisos que nos fijáramos en la figura de Miguel Enriquez: Corsario que sacó a los ingleses de la isla de Vieques y quien fuera, tal vez, nuestro primer empresario: una de las personas más importantes del país en su momento. Y es que la generación del setenta fue una generación “historicida”, como dijo Ana Lydia Vega. Ella citó a Magali García Ramis, quien dijo que, “Como nunca me dijeron que teníamos historia ni cultura, yo me siento como si nos hubieran estado engañando. Un poco lo que les pasa a los hijos adoptivos que no les dijeron que sus padres no eran los naturales hasta los cuarenta años” (101). Y como dice ella en sus propias palabras:
Así surgió tal vez esa vocación de historiadores frustrados que tortura a algunos escritores de mi generación. Al calor de los destapes setentistas, bajo las influencias capitales de la Revolución Cubana, la Guerra de Vietnam, los movimientos de liberación femenina, negra y gay y el entonces nuevo y vigoroso independentismo socialista universitario, el gran vacío histórico de nuestra formación escolar se nos hizo totalmente evidente. Y totalmente insoportable. (Esperando a Loló, 102)
Ese siglo XVIII que comenzó a extrañar la literatura de los años setenta (véanse las novelas históricas de Edgardo Rodríguez Juliá) es el que reconstruye esta estupenda novela de Jaime Marzán, de la cual acaba de salir su segunda edición. En ella se recrea, en sus aspectos más cotidianos, desde el punto de vista de una mujer bien mujer, bien ciudadana de América, bocona e inteligente, afanosa y conocida por casi nadie: María de las Mercedes Barbudo (1773-1839), basado en la investigación biográfica de Raquel Rosario Rivera titulada: María de las Mercedes Barbudo: Primera mujer independentista de Puerto Rico.
Mercedes, nombre de la mujer y la novela, fue una puertorriqueña quien Miguel de la Torre descubrió estaba relacionada con conspiraciones separatistas, al interceptar unas cartas dirigidas a ella. La exiló a Cuba, donde estuvo recluida en un hospicio, y de donde logró salir. Llegó a Venezuela, donde colaboró con las guerras de independencia de América del Sur. En esta novela vemos a Mercedes antes de la parte conocida de su vida, mayormente. La vemos aprender a llevar los negocios del tío, quien era un prestamista que aprovechaba sus contactos para organizar una revolución de independencia. Así consigue Mercedes los medios para ser independiente económicamente y sin saberlo, los de ser independiente políticamente, puesto que aparecen en la narración cartas con misiones políticas heredadas, intrigas secretas, clandestinaje, amores prohibidos, accidentes, guerras. De hecho, en la vena historicista de la generación del setenta, vemos la reconstrucción de incidentes importantes de la invasión de Abercromby en 1787, con la intención de usurparle la isla a España y lograrla para los fines estratégico-comerciales ingleses luego de haber perdido las colonias norteamericanas en 1776. Los historiadores han hecho notar que fueron mulatos y negros libres, además de presidiarios voluntarios quienes ganaron las batallas que terminaron expulsando a los invasores de la isla.
Dice Antonio Benítez Rojo en La isla que se repite que la historia es como un iceberg. Lo que vemos sobre el agua corresponde a una décima parte de su volumen. Es un cliché decir que la diferencia entre la historia y la novela es que la historia ve las cosas como sucedieron y la novela las ve como nos imaginamos que debieron haber ocurrido, o quisiéramos. Pero el cliché ya está superado en la medida que sabemos que no se accede a la realidad sin mediación. Todo relato, por histórico que se pretenda, es siempre un relato subjetivo; un recorte, una invención más o menos documentada. Al perder la fe en la posibilidad de acceder a una verdad habrá quien piense que perdimos el afán por hacer novelas históricas. Pero no es así, puesto que el ejercicio de volvernos a imaginar el pasado tiene que ver con imaginarnos las relaciones del presente y el mundo del futuro. Y no negarán, queridos (o indiferentes) lectores, que vivimos un momento histórico que necesita de mucha imaginación. Por eso hay escritores que insisten en contar un cuento. Incluso en contar un cuento con base histórica, por aquello de intentar rellenar un agujero cual si fueran albañiles o héroes griegos llamados a cumplir con la misión y el deber de decir o hacer lo que exige ser dicho y/o hecho. Vivimos en tiempos más allá de imposiciones éticas de ese tipo, dirán algunos. Otros responderán que es que sabemos que la narrativa no es un ladrillo, pero aún así duele si nos la lanzan a la cabeza. Como la ausencia de nuestras memorias por tantos años, siglos, de Mercedes, mujer de ahora en adelante tan querida.