Pena capital
texto de una charla ofrecida en la Universidad de Puerto Rico el 8 de noviembre 2011
Durante el próximo año, probablemente en febrero, se empezarán a ventilar al menos dos casos en el Tribunal Federal de Puerto Rico en los que se podría imponer la pena de muerte. Es probable que a estos les sigan otros dos casos similares. Entre 1898 y 1929, se realizaron 23 ejecuciones en Puerto Rico. La última se realizó en 1927. Dos años después, se eliminó la pena de muerte en la isla. A finales de la década del treinta, el exgobernador Blanton Winship intentó restablecer la pena de muerte, pero enfrentó la oposición de la gran mayoría de los legisladores del momento. En 1950, la Constitución del Estado Libre Asociado consignó en su Artículo II, Sección 7, que “no existirá la pena de muerte”.
Sin embargo, a pesar de que la Constitución del ELA establece que no habrá pena de muerte, el Federal Death Penalty Act, aprobado por la administración Clinton en 1994, permite a los tribunales federales imponer la pena de muerte en Puerto Rico. La decisión del juez federal Casellas de julio de 2000, que concluía que dicha ley no era extensiva a Puerto Rico, fue revocada en junio de 2001 por el Tribunal de Apelaciones del Primer Circuito de Boston. (El caso sujeto de estas decisiones es United States of America v. Hector Acosta Martínez, Joel Rivera Alejandro). Desde entonces, en el Tribunal federal se han visto diversos casos en los que se intentó imponer la pena capital, sin que hasta ahora se haya logrado una sentencia de este tipo. No hay duda de que los casos que se avecinan volverán a plantear el debate de forma dramática. Desde hace tiempo, los fiscales federales favorables a la pena de muerte han estado en amigable y macabra competencia para ver quién logra la primera imposición de la pena capital en la isla desde que la Legislatura insular la abolió en 1929. Por todo eso, agradezco la invitación a abordar este tema.
Me parece que el asunto tiene varios aspectos: primero, el tema de la pena de muerte en términos generales y la actitud que debemos asumir ante esta; segundo, la historia de la pena de muerte y de la oposición a ella en Puerto Rico, y, tercero, la situación legal actual de la pena de muerte y su vínculo con el problema de las relaciones entre Puerto Rico y Estados Unidos. De igual forma, podríamos hablar de la situación de la pena de muerte en el mundo en el momento actual. Por razones de tiempo, aquí me voy a limitar al primer punto, sin pretender restar importancia a los otros temas mencionados. Me han indicado que, según la división de temas entre el panel, me corresponde ofrecer la “perspectiva socialista”. Ciertamente, me propongo hablar como socialista, pero aclaro que, para compartir las ideas que intentaré explicar, no es necesario asumir una perspectiva socialista: son ideas que los y las socialistas compartimos con otras corrientes de pensamiento, si bien no opuestas, al menos distintas a la nuestra.
Para empezar, tenemos que subrayar nuestro punto de partida y la idea que subyace todo lo que vamos a plantear: el aprecio por la vida y el compromiso con la protección de la vida como valor supremo. Por lo mismo, afirmamos que, para quitar una vida legítimamente, es necesario contar con una razón muy poderosa. No negamos —al menos yo no niego— que tales circunstancias existen. Para tomar un ejemplo sencillo: lo que la legislación vigente en nuestro país llama “legítima defensa”. Me parece que una persona agredida, que considera que su vida está en peligro, tiene derecho a defenderse, incluso a costa de la vida del agresor. Es algo lamentable tomar una vida, pero, en este caso, me parece que es una acción legítima y, como mencioné, así lo reconocen las leyes. Por lo tanto, el aprecio por la vida no excluye reconocer situaciones en que es legítimo privar a alguien de la vida, pero sí exige que para tal acción existan razones válidas. Esto, repito, es el punto de partida de todo lo que vamos a decir: no se puede quitar una vida sin una razón poderosa y legítima. Por lo mismo, tenemos que repudiar y repudiamos si se mata sin que existan tales razones: por eso sentimos horror cuando descubrimos que alguien mató a una persona para, por ejemplo, robarle el autómovil. Quitar una vida por tal razón nos parece ilegítimo, nos indigna y lo consideramos horroroso.
Ahora bien, y aquí llegamos a una primera idea que deseo destacar, el mismo aprecio por la vida y ese rechazo a que se quite sin una razón legítima exigen realizar una reflexión cuidadosa antes de proponer que se aplique la pena de muerte al autor de la acción que rechazamos: para imponer la pena capital, para que exista la pena capital, debemos tener alguna razón válida y convincente. Si, en ausencia de tales razones, aun así imponemos la pena capital, estaríamos haciendo lo mismo que condenamos: estaríamos quitando la vida sin justificación. Tenemos que empezar entonces por examinar las razones que podrían justificar la pena de muerte, para ver si en este caso, como en el de la legítima defensa, estamos ante una situación en la que se justifica privar de la vida a una persona. Dicho sea de paso, lo que acabo de explicar también debe eliminar cualquier idea de que quienes se oponen a la pena de muerte lo hacen porque se toman a la ligera la gravedad de las muertes causadas por agresiones de todo tipo: es precisamente porque rechazan que se mate sin razón legítima, que también exigen una razón legítima si se pretende ejecutar al autor o a la autora de dicha acción.
Si examinan la literatura y los debates sobre el tema, y reflexionan sobre ellos, verán que es posible articular cinco argumentos fundamentales a favor de la pena de muerte, de los cuales tres se escuchan a menudo. Llamo a estos intentos de justificar la pena de muerte los argumentos de la defensa, la neutralización, la reparación, la disuasión y la retribución. Los de defensa y reparación son los menos comunes, pero los considero con el objetivo de cubrir todos los ángulos. Tomemos los cinco argumentos brevemente.
El primero plantearía que la pena de muerte es necesaria para defendernos de la agresión del reo. Sin embargo, cuando hablamos de la pena de muerte, sabemos que se trata de una persona que ya está encarcelada y cuyos movimientos están controlados. No está en proceso de atacar a nadie. Es decir, en este caso, la pena de muerte es innecesaria.
A veces se plantea —es el segundo argumento— que la pena de muerte es necesaria para neutralizar al reo: para evitar que en el futuro cometa actos iguales o similares a los que ya ha realizado. La persona, como se dice a menudo, es una “amenaza” para la sociedad. Una vez más: si el objetivo es neutralizar tal “amenaza”, basta con mantener a la persona en prisión o en alguna institución. Para esto, la pena de muerte es también innecesaria: el objetivo se puede lograr por otros medios, y no podemos justificar que se quite la vida para alcanzarlo.
La reparación —tercer argumento posible— sería quizás una justificación legítima de la pena de muerte: si matando al agresor pudiésemos recuperar la vida de su víctima, tal vez podríamos justificar la pena capital. Mejor sería que no muriera nadie, pero, si alguien ha de morir, mejor que muera el agresor y no el agredido. Pero la realidad no ofrece tales opciones. La realidad, como sabemos, es que matar al agresor no recupera la vida de su víctima. En este caso, la pena de muerte es inútil.
Pasamos al cuarto argumento: la pena de muerte como disuasivo a que se cometan actos que conllevan dicha pena. En este caso, cada ejecución se convierte en una especie de advertencia a toda la sociedad sobre las consecuencias de realizar ciertas acciones. Aquí, por razones de espacio, me limito a resumir lo que afirman decenas de estudios sobre el tema. Usando diversas metodologías, se han comparado jurisdicciones en las que existe y no existe la pena de muerte, al igual que periodos en una misma jurisdicción en que ha existido o se ha impuesto y en que no ha existido o no se ha impuesto la pena de muerte. Se ha explorado igualmente la incidencia de actos violentos en fechas cercanas a ejecuciones, entre otras situaciones. El resultado abrumador de estos estudios ha sido el mismo: no se ha podido comprobar que exista una relación entre la aplicación de la pena de muerte y una reducción o una menor incidencia de actos violentos o asesinatos. También, se han estudiado las razones que pueden explicar este resultado, pero, para efectos de esta discusión, lo que quiero enfatizar es el resultado mismo: no existe fundamento empírico para concluir que la pena de muerte es una forma de reducir la incidencia de asesinatos u homicidios. Todo indica que, para lograr ese objetivo, la pena de muerte también es inútil.
Por lo tanto, para resumir lo que hemos dicho hasta aquí, tenemos dos objetivos, la defensa y la neutralización, para los cuales la pena de muerte es innecesaria, y dos objetivos, la reparación y la disuasión, para los cuales es inútil. Pasemos al que quizás es el argumento más común, el que por lo general se articula más apasionadamente: el argumento de la retribución.
Este argumento, que se presenta de diversas formas (“el que tomó una vida debe ‘pagar’ con la suya”, “el que mata no merece vivir”, por ejemplo), puede resumirse sencillamente: hacer al ofensor lo mismo que el ofensor hizo a su víctima, o, como también se dice comúnmente, “ojo por ojo, diente por diente”. Para empezar, es sintomático que este argumento no se usa en el caso de otros delitos. No solo no se usa, sino que me parece que casi todo el mundo lo rechazaría enérgicamente. Para tomar algunos ejemplos desagradables: la violación, la tortura, la mutilación. ¿Qué diríamos si alguien propusiera: a los violadores hay que condenarlos a ser violados, a los torturadores hay que torturarlos y a los que han mutilado hay que mutilarlos? Me atrevo a decir que casi todo el mundo rechazaría muy enérgicamente tales propuestas: repudiamos con horror al que tortura y, por eso mismo, nos rehusamos a torturarlo. Si rechazamos la tortura, no es para convertirnos en torturadores; si rechazamos la violación, no es para convertirnos en violadores; si rechazamos la mutilación, no es para convertirnos en mutiladores… Si esto es cierto para esos casos, ¿cómo no ha de ser cierto para el caso, aun más extremo, de matar? Veríamos con horror que, para repudiar la violación, la tortura o la mutilación, el Estado recurriera a contratar a un funcionario cuya tarea fuera violar o torturar o mutilar. Con igual horror debemos ver, entonces, que se emplee a un funcionario cuya tarea sea matar, o, en fin, que exista la pena de muerte sin que se haya demostrado que ello sea necesario o permita evitar otros males. Y es que, como puede verse, estamos de vuelta al punto con que iniciamos esta discusión. A falta de alguna justificación (como defensa, neutralización, disuasión o reparación), ejecutar (o violar, torturar o mutilar) a una persona por retribución nos coloca en la contradicción ética de hacer lo que estamos condenando: matar sin razón legítima. Lejos de diferenciarnos, estaríamos abrazando lo que estamos repudiando. Si la retribución, en ausencia de otras razones, nos coloca en tal contradicción ética y si, como vimos, no podemos justificar la pena de muerte ni como defensa o neutralización, ni como reparación o disuasivo, entonces simple y sencillamente tenemos que reconocer que no podemos justificar su existencia y debemos, por tanto, oponernos a que se imponga y exigir su abolición allí donde exista.
En lo que a mí respecta, basta con estos argumentos para oponernos a la pena de muerte. Sin embargo, además de demostrar que no es posible justificarla, podemos añadir algunos argumentos contra la pena de muerte. Para mí, insisto, esto es secundario, pues son los defensores de la pena de muerte quienes están llamados a demostrar que es útil o necesaria, o que no nos coloca en una contradicción ética. Si no pueden justificarla, entonces hay que concluir que la pena de muerte no debe existir. Pero, como señalé, a la refutación de los argumentos en defensa de la pena de muerte se pueden añadir algunos argumentos en su contra. Veamos algunos muy resumidamente.
El primer argumento es lo irreparable de los errores. Al hablar de tribunales, estamos hablando de instituciones humanas y, por lo tanto, de la inevitabilidad de errores. En el caso de una persona encarcelada injustamente, es posible reparar, al menos en parte, el daño que ha sufrido. En el caso de la pena de muerte, el error es irreparable.
El segundo es el argumento de la discriminación. Al momento de imponer la pena capital, entran en juego criterios como la posibilidad de rehabilitación y la consideración de atenuantes y agravantes. En una sociedad marcada por el prejucio persistente hacia ciertas clases y sectores étnicos o raciales, no hay que dudar que aquellos juicios, en muchos casos, se realizarán de forma discriminatoria. Existe, igualmente, la posibilidad real de que el espectáculo de la ejecución, lejos de atenuar, acentúe el clima de violencia y desprecio por la vida: su efecto, en todo caso, es el opuesto de lo que se pretende. Se podrían añadir otras razones para rechazar la pena de muerte, pero quiero aprovechar el tiempo para otra reflexión. Insisto, sin embargo, antes de concluir, que estos argumentos son para mí casi redundantes: incluso si el sistema judicial fuera perfecto, incluso si no existiera discriminación alguna, incluso si no puede demostrarse que la pena de muerte acentúa el clima de violencia, aun así, como vimos, no logramos encontrar justificación para la pena de muerte. La pena de muerte es inútil, innecesaria y nos coloca en una contradicción ética insalvable: constatar esto ya es suficiente para exigir su abolición y oponerse a su imposición.
Hay que preguntarse, sin embargo, por qué, a pesar de todo lo dicho, hay muchas personas que apoyan la pena de muerte. En muchos casos, creo que se trata de una causa muy legítima, de un sentimiento muy válido y que, de hecho, comparto plenamente: sienten una indignación muy grande, un verdadero horror y un creciente sentido de frustración ante la ola de violencia que arropa el país. Todos sentimos la necesidad, la urgencia, de que se haga algo, algo efectivo y contundente al respecto: a falta de otras opciones, es fácil pensar que la pena de muerte es una respuesta efectiva y contundente. Pero debo advertir que, como vimos, esta idea, que puede nutrirse de nuestra indignación justificada y nuestra frustración legítima, no deja de ser un engaño: pensamos que se trata de una solución, pero no lo es. Peor aun: abrazar una solución falsa contribuye a ocultar otras soluciones, verdaderamente efectivas. Me limito a decir, pues me queda poco tiempo, que si en Puerto Rico hay casi mil homicidios al año, no se trata de la suma de mil problemas individuales, sino de un hecho social o, para decirlo de otro modo: la incidencia de tal cantidad de hechos individuales es síntoma de un problema social o de un conjunto de problemas sociales subyacentes. Podemos ejecutar al reo, pero, si las causas que generan la agresión o la violencia siguen operando, aparecerán nuevos reos que será necesario ejecutar: es una máquina infinita de muerte en los hogares y la calle, y de muerte a manos del Estado, en fin, un callejón sin salida.
Permítanme raspar muy levemente el problema: cualquier observador sobrio tiene que concluir que no puede atenderse el problema de la violencia sin atender, entre otras cosas, el problema del narcotráfico. No se puede atender el problema del florecimiento del narctotráfico sin atender el carácter unilateral de la economía de Puerto Rico. Para atender ese problema, no es necesaria la pena de muerte, sino políticas económicas y sociales radicalmente distintas. Una vez enfocamos el problema desde ese ángulo, también vemos que se pueden combinar políticas sociales transformadoras con un sistema penal dirigido más a la rehabilatición que a la destrucción de quien ha violado la ley. No es la receta para un mundo perfecto. Es un camino, un camino largo, sin duda, pero es absurdo renunciar al camino largo para quedarnos o meternos en un callejón sin salida.
Como dije que iba a hablar como socialista, anticiparé un comentario o pregunta que me sospecho aparecerá en la discusión: ¿cómo justifico que algunos gobiernos socialistas, o que se describen como tales, apliquen la pena de muerte? La respuesta es sencilla: no lo justifico, lo rechazo. Dado que yo y la organización a la que pertenezco promovemos un marxismo crítico y un socialismo democrático, no estamos en modo alguno obligados a endosar todo lo que hacen dichos gobiernos y, en este caso, yo no lo endoso.
Desde los carpinteros de Ponce que en 1902 se negaban a construir los aparatos para realizar ejecuciones (una historia fascinante que no tengo tiempo para relatarles), pasando por las campañas de figuras como Rosendo Matienzo Cintrón y Rafael López Landrón, hasta la labor en el presente de la Coalición Puertorriqueña Contra la Pena de Muerte, existe en la isla una muy honorable corriente de oposición a la pena capital. Podemos decir con orgullo que en este tema hemos sido un país de vanguardia. Entre 1918 y 1922, la oposición a la pena de muerte logró que se estableciera una moratoria a su aplicación. En 1929, se eliminó la pena de muerte de las leyes de Puerto Rico. En 1950-52, se prohibió constitucionalmente. En la actualidad, Puerto Rico debe ser el único lugar del mundo en que, luego de que se avanzó hasta la abolición de la pena capital, una fuerza externa, en cuya elección los habitantes del país no participan, pretende reimponerla: el Gobierno federal pretende arrastrar a Puerto Rico al pasado, cuando, en todo caso, debiera imitar a Puerto Rico y abolir la pena de muerte. Los invito a que se unan a este abolicionismo del siglo XXI: su agenda, desgraciadamente, promete estar muy cargada en el 2012. Muchas gracias.