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Pequeño bestiario de lo cotidiano

Grace RobiouGrace Robiou Publicado: 3 de abril de 2015



Manuel Marsol, 2012

Manuel Marsol, 2012

El colchón

Un amigo me dijo que en cada colchón vive una colonia de ácaros compuesta por millones de individuos. Los ácaros son unos insectos muy pequeños y muy feos, que tienen la cabeza pegada al tórax, el abdomen inflado y ocho patas peludas. Como son parásitos, poseen un aparato bucal para succionar. Quedé fría al ver con mi amigo un documental filmado con un microscopio en el interior de un colchón. Fue como observar a personas de otro planeta haciendo su vida. Iban de un lado a otro, como yo, sin dirigirse a ningún sitio. Algunos se paraban mucho rato en un lugar y hacían cosas con las patas, como si enviaran emails o jugaran con sus celulares en la oficina. Otros se detenían al cruzarse entre resortes del colchón y parecían discutir sobre asuntos de la colonia. Aunque sus rostros eran raros, observé en algunos de ellos rasgos de gente conocida, y eso me dio un tremendo malestar en el estómago. Imagínense lo que es comprobar que en el colchón donde uno duerme vive, por decir algo, una colonia de boricuas rabiosos o una colonia cuyos miembros son los vecinos que una vez tuve en Guaynabo City. Y es que lo pequeño y lo grande se cruzan en un sitio donde ambos mundos resultan idénticos.

El espejo

Uno a veces se siente como Alicia al otro lado del espejo. En aquel relato, lo que antes estaba a la izquierda luego estaba a la derecha. Y lo que ayer era malo hoy es bueno, y viceversa. Bien mirado, el punto de vista de la historia sufre tantas alteraciones como el estado de ánimo de los individuos. Hay veces que es tanta la fugacidad y la inconsistencia de las cosas, que la fatiga nos conduce a un término medio en que ni la desdicha es excesiva ni la felicidad insoportable. Entonces la vida, como el espacio sideral, se llena de agujeros negros por los que, si te cuelas, llegas en cuestión de segundos a las zonas más alejadas de tu biografía. Y así pasamos los días, buscando el lugar que menos sufrimiento nos produzca. Si hoy escapaste de las sábanas con tristeza, buscas un punto de vista más consolador. El problema es que, si se repite ese ejercicio cada día, en tres meses ya verás que habrás perdido tu identidad, si alguna tenías. Te habrás diluido lo suficiente como para colocarte justo en la colindancia del espejo, allí donde la felicidad sólo estriba en ir al Mall de San Juan tan pronto llegue el próximo sábado.

La bicicleta

Tuve de niña una muñeca de cuerda que pedaleaba sobre una bicicleta. Era de lata y hueca, por lo que no había nada dentro de ella que justificara su capacidad de movimiento. Una mañana descubrí que no eran las piernas las que movían los pedales, sino los pedales los que movían las piernas. Me sentí engañada y perdí una parte de mi inocencia. Estos días, observando las piernas de los ciclistas políticos de nuestro país, he tenido la impresión de que son huecas y que los movimientos que hacen sobre los pedales de la deuda, la violencia, la educación, son ilusorios. Es lo que han creado con nuestro voto, una falsa apariencia de actividad cerebral. O sea, la bicicleta no sólo se mueve sola, sino que es estática. No se cae y no va para ningún lado, aunque viene de lejos, porque está hecha en otra parte. Viene de donde fabrican las cosas destinadas a provocarnos la ilusión de que progresamos.

El plomero

Una vez vino a mi casa un plomero que no era plomero, aunque tardé en darme cuenta porque tenía una caja de herramientas estupenda. La abrías y encontrabas un montón de instrumentos con mango de goma y ordenados con un criterio que yo no entendía, pero que parecía remitir un orden superior. Cada artefacto tenía un lugar y cuando ese lugar se quedaba vacío, encontrabas un hoyo moral del que la herramienta era su objeto. Si revolvías encontrabas postulados ideológicos como el pragmatismo, el oportunismo, la utopía y otros. Era un tipo bien chévere, el plomero que no era un plomero. El único problema era que usaba la caja como mi abuela usaba su costurero. Metía la mano y lo mismo encontraba un botón o un escapulario. Se marchó a los cuatro días dejando la conciencia hidráulica de mi casa patas para arriba.

El ruido

Como el mundo no se entera de qué me pasa a mí, procuro enterarme de lo que le pasa al mundo. Cada mañana despierto y retomo el argumento en el punto donde lo dejé el día anterior. En el carro escucho las noticias. En la oficina leo la prensa. Los acontecimientos, la realidad, la cartelera, todo se comporta como una novela por entregas. Casi siempre una novela que he leído ya cincuenta veces. Se suspende en el punto más alto cuando mejor concentración he logrado, y así manejo la realidad como si de la ficción se tratara. A diario leo cómo los medios hacen inventario de lo que se construyó y se destruyó inútilmente. Todas esas reflexiones me hacen creer que algo estamos aprendiendo, pero sucede que, mientras analizamos con estupor lo que nos hicieron o lo que nos dejamos hacer, la estrategia de todos sigue siendo la misma: construir el mismo país que fuimos. Y todo esto, aparcado por aquello que se considera urgente, me convierte, quiera yo o no, también en lo mismo. Esta noche, cuando me acueste a descansar, mi vida personal se habrá diluido en la ficción de acontecimientos externos cuyo conocimiento no me habrá hecho mejor. Tal vez, en unos segundos muy cercanos a perder la conciencia por el sueño, pensaré en quienes me rodean, y advertiré, como si fuese una revelación, que el precio de saber todo lo que nos pasa es no saber lo que me pasa a mí.

La entrega

Casi que todos los días viene alguien a decirme que la cosa está fatal, terrible, peor que antes. Ya me han convencido. Por eso quiero rendirme, tirar la toalla. Me entrego sin armas, sin palabras, sin capacidad de establecer conjeturas e inclinarme hacia un lado o hacia otro en virtud de mis gustos éticos o estéticos. Solo que, no sé a quién entregarme. Al partido contrario, que es cualquiera porque no tengo ninguno. A los empresarios que compran el país, pero están de viaje. De pronto me apetece rendirme a los políticos de turno, porque continuan hablando como si tuvieran razón, y eso da mucha confianza. La palabra que más le oigo decir es «obviamente», como si estuviesen explicando cosas muy claras a una población muy obtusa. ¿A quién me rindo, entonces? ¿A Tatito?

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Grace Robiou
Autores

Grace Robiou

Nació en San Juan en 1975. Es autora del blog Coa La Macacoa (Coa es su apodo de la niñez) donde escribe sobre sus observaciones y experiencias, personales y cívicas, del pasado y del presente, y hasta del futuro cuando se atreve. Cursó estudios universitarios en Tufts University, Harvard University y New England Conservatory of Music, en ciencias ambientales y teoría de la música. Completó estudios graduados en salud pública en Johns Hopkins University. Actualmente se desempeña profesionalmente en temas de protección al recurso agua. Es amante de las ciencias y las artes. En otra vida fue pianista. Escribe por placer y lo seguirá haciendo siempre y cuando continúe levantándose más temprano que su esposo e hijos.

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