Ponerlas por los rincones
A Toño, por la anécdota.
William Morris pensó alguna vez (dicen) que las imágenes de plantas pintadas “deben aspirar hacia espacios más allá de la pintura o de la tela”. Querer ser fuera de sus bordes, más allá de sí.
-Marta Aponte Alsina
De hacer un análisis pictórico tradicional y aplicar la proporción áurea a la imagen, descubriríamos que en esta, tan cuidada composición, el foco de interés no son los hombres, sino el grupo de mujeres. Lucena estimula esa mirada con varios recursos pictóricos: el hombre en primer plano mira hacia las mujeres; el toldo que cubre el espacio se abre en movimiento ascendente hacia la derecha; una plancha de zinc de color claro y forma rectangular enmarca al grupo de mujeres; éstas ocupan un lugar más alto que el de los hombres, cual proscenio escénico; los colores cálidos y más brillantes predominan en el área derecha versus los fríos en la izquierda. Como consecuencia, nos enfocamos en las indiscutibles protagonistas de esta estampa, esas mujeres quienes, pese a su solidaridad y lucha, son arrinconadas y relegadas al rol de cocineras y proveedoras domésticas, servidumbre para los hombres. Su presencia en medio de una barahúnda de objetos de los cuales los hombres están ajenos, así como el texto pintado que les sirve de telón de fondo, amplifica la ironía y la enormidad de la situación. Poner nuestra atención en ese rincón nos lleva a reflexionar sobre cómo, en las luchas políticas, los asuntos de género y del feminismo no pueden enajenarse de los asuntos de clase.
Huelga en Bogotá es un excelente ejemplo de arte político. No nos referimos a pintura “con tema político”. Más bien, es pintura política en sí misma. Arte que se borra como objeto de contemplación para, en vez, provocar una acción. Estimula a sus espectadores a la crítica y a la praxis que se deriva de ésta, sin sentenciar ni ordenar. Arte en el que la expresión individual o la aprobación de las instituciones del arte es irrelevante ante la urgencia de empoderar a la comunidad a la que está dirigido. Arte que se niega a sí mismo para, paradójicamente, cumplir consigo mismo. Lucena, fiel a su proyecto comunista antipatriarcal, vigoriza la aptitud de sus espectadores para aprender y actuar a partir de sus condiciones concretas, sin imposiciones dictatoriales. Se trata de una acción lúcida, particularmente cuando se pretende hacer de la pintura una herramienta de apoyo a luchas sociales y políticas, como es el caso aquí.
Esa es una manera de mirar esta pintura. Sabemos que hay otras. Por ejemplo, en su libro Feminismo y arte latinoamericano, Andrea Giunta propone una lectura muy distinta de Huelga en Bogotá. Comenta: “El mundo en el que vive la mujer del obrero no se expone desde un registro crítico” (90).
[El] nuevo sujeto femenino no se articula desde una perspectiva de género que analice el modelo de femineidad de la trabajadora, obrera o campesina. No hay comentarios sobre la situación de explotación, injusticia o violencia doméstica. La estructura patriarcal, que impregna toda la trama social, sin excluir a obreros y campesinos, no aparece descripta ni cuestionada en estas representaciones. [91]Concluye Giunta que, en tal imagen, “se diluye el espacio de una agenda feminista” (96).
¿Cómo se explica que una misma imagen reciba miradas tan disímiles? ¿Cómo entender tal disparidad? No es pregunta fácil de responder. En principio, tendríamos que poner la mirada en su contexto, esto es, reparar en quién mira y desde dónde lo hace, pues no es la misma mirada la de quien está en espacios de privilegio versus la de quien observa desde el margen. No menos crucial es considerar hacia quiénes está dirigida la obra y en qué contexto, pues no es la misma obra aquella pensada para el acreditado museo que aquella destinada al centro comunal de un grupo particular. Y, si se trata de artistas cultos como Lucena, tendríamos también que considerar cómo la experiencia del arte moderno incide en la creación y apreciación de su obra.
Ante pinturas como Huelga en Bogotá, es costumbre errónea de críticos e historiadores considerarlas ajenas al continuo del arte moderno y contemporáneo, como si los artistas en cuestión ignoraran la existencia de Kandinsky, Duchamp, Klee, Dalí o Pollock. Que Lucena escoja el (desacreditado) “realismo socialista” para realizar su trabajo en modo alguno cancela su práctica y su conocimiento del arte moderno. Lo mismo sucede con los espectadores. Es equivocado pensar que nuestro conocimiento de la pintura abstracta, del “all-over painting” (Clement Greenberg) en el que cada lastech centímetro es medular, no opere aun en nuestra apreciación de obras que no pertenecen a ese renglón, como las realistas. Los historiadores archivan a los artistas en compartimientos definidos –abstractos aquí, figurativos allá– pero nuestra percepción de sus obras no necesariamente responde a esas etiquetas. Por ejemplo, las abstracciones carentes de jerarquías visuales ya forman parte de una educación integral que utilizamos al observar cualquier otro arte. (Nuestra experiencia de la pintura de Lee Krasner no desaparece al observar la de Fragonard; por el contrario, se agudiza.) Las abstracciones, particularmente, han sido muy útiles al intensificar nuestra atención hacia los rincones, esquinas, márgenes y bordes otrora subordinados al foco central en la pintura figurativa.
La atención a aquello que nuestra mirada usualmente desestima es esencial al apreciar obras posicionadas en espacios alternativos que contradicen el poder del centro. En el caso del arte latinoamericano, y del puertorriqueño en particular, los márgenes resultan imprescindibles para la expresión contestataria de sociedades en las que, por siglos, hemos estado bajo la bota de potencias extranjeras, sea Europa, sea los Estados Unidos de América. Dadas las condiciones políticas bajo las cuales se ha desarrollado nuestro arte, ha sido necesario afinar estrategias particulares para legitimarlo. Nuestros críticos han sido conscientes de esta situación. Ejemplo de ello es Marta Traba, quien, gracias a esa conciencia, obstinadamente mantuvo presente al arte de Puerto Rico en sus reflexiones críticas.
Traba abogó por examinar el arte contemporáneo de nuestras latitudes bajo parámetros propios, en vez de los estadounidenses. Su mirada integral al arte puertorriqueño le permitió encontrar, en el pasado, claves para orientar la creación del presente. De José Campeche, por ejemplo, nos dice que de éste no espera “información”, sino “que adelante un nuevo sistema de visión: que adivine que hay que ver ‘de otra manera’, diferente a las metrópolis: ver directo y plano, ver recortado, ver sin la cultura y el artificio y el modelo culto detrás, ver de modo igualitario, sin jerarquías” (156). Mirar “de otra manera”: mirar hacia los bordes.
En el arte puertorriqueño, los márgenes han sido nuestro espacio por excelencia. Las periferias en nuestras obras ofrecen innumerables estímulos para el conocimiento. No es casualidad que el comentario de Traba citado arriba fuera provocado por una de las obras maestras del pintor sanjuanero, el retrato del Gobernador D. Miguel Antonio de Ustáriz (c. 1792), abundante en detalles expresivos, como tantas de sus otras pinturas. En Campeche, el listado es largo: los libros que aparecen en el primer plano de dicha pintura; la partitura en el retrato de la Esposa del Gobernador Dufresne (c. 1782); la vegetación y el paisaje alrededor de la Dama a caballo (1785); el folio y la piña en el piso del retrato de Las Hijas del Gobernador D. Ramón de Castro (1797); los encajes en el retrato del niño Juan Pantaleón Avilés (1808). En el retrato del Gobernador D. Ramón de Castro (1800), Campeche luce su virtuosismo, adquirido tras décadas de labor, en una pieza de gran formato que contiene uno de sus detalles más conmovedores: los matojos que crecen en las murallas al fondo –unos cerca del rostro del gobernador, otros cerca del pelotón de soldados– que rotundamente identifican y celebran la nación de la que surge este arte.
Francisco Oller no se alejó de los pasos del maestro. Su obra cimera, El velorio, contiene una apabullante cornucopia de detalles, imprescindibles para el debate político-social que implica esta pintura. No en balde, Antonio Martorell le dedica un extraordinario libro, El velorio no vela (2010), a cada uno de sus rincones, aun a aquellos que no existen, pero Martorell presiente. El velorio no es la única. También en el retrato del Presidente William McKinley (1898), el temple de Oller para “ver de otra manera” deviene pintura. Oller no conoció a McKinley, y su retrato depende de una foto. Dos detalles sobresalen del mismo: primero, la intensidad del color y la textura del empapelado del fondo, inusual en los retratos de Oller; segundo, el gesto de McKinley al agarrar el mapa del recientemente invadido Puerto Rico. Los resultados son en extremo elocuentes: primero, el fondo tan intenso desvía nuestra atención del retratado, deslumbrándonos mejor con la impecabilidad de la pincelada olleriana. Segundo, y más bello aún, la mano cerrada sobre el mapa enrollado es un solapado, pero inequívoco comentario político, al develar la mano del presidente como garra imperialista.
El artista Oller florece en esas situaciones de denuncia, y podríamos conjeturar que su estudio del trabajo de Francisco Goya en Madrid, particularmente de sus retratos, pudo haber dado dirección a sus inquietudes político-estéticas. De las pocas obras que nos quedan de Oller, una buena cantidad muestra su aptitud para tal reflexión crítica. Por ejemplo, en su retrato de José Gualberto Padilla (El Caribe) (c. 1897), coloca junto al poeta una mesa con una pequeña reproducción de la Estatua de la Libertad. Con esa obra de su contemporáneo escultor francés Frédéric Auguste Bartholdi, Oller identifica la lucha libertaria que define la vida y obra del independentista Padilla. En tal momento, el rincón protagoniza.
La inclinación a atender detalles que expresan otros asuntos que no parecen centrales, el modo de decir oblicuamente, apunta hacia el estado de represión en el que los artistas viven y crean su arte. Como tantas veces se ha señalado, hacer arte en la colonia es entregarse a una actividad criminal, al más espléndido crimen que puedan cometer los colonizados: demostrar que los esclavos sí tienen pleno uso de la razón y que la autoridad y el saqueo del invasor son ilegítimos. Así, cuando Julio Tomás Martínez, en El genio del ingenio (1910), pinta al monstruo de la industria cañera yanqui y en la esquina inferior derecha de su composición coloca un bohío con un campesino, está, sin equívocos, identificando al explotado y condenando su explotación.
En manos de artistas sagaces, los rincones pueden sostener complejos discursos. Una admirable muestra de ello nos la brinda Rafael Tufiño, en su pintura La Botella (1963, Colección MAP). Se trata de la imagen de una barra en la esquina de las calles San Sebastián y del Cristo en el Viejo San Juan, que Tufiño representa vista desde la puerta de la calle del Cristo. Muy al fondo de la barra, sobre una pared a la derecha, vemos un cartel con un hombre empuñando una tea. Es un detalle ínfimo que fácilmente podría pasar inadvertido, pero que en esta composición resulta absolutamente fundamental. Se trata del cartel Exposición Arte Patriótico Puertorriqueño (1959) del mismo Tufiño. (Se conserva un ejemplar en la colección del Museo de Historia, Antropología y Arte de la UPR, al que puede accederse por internet a través de su proyecto de digitalización de carteles.) De acuerdo con la descripción provista por el museo, dicho cartel “reproduce una pintura de Rafael Tufiño” para anunciar una exhibición en la Galería Pintadera de Río Piedras e identifica al hombre con la tea como Ramón Emeterio Betances, “que lleva la antorcha de la libertad en su mano izquierda”. Las ramificaciones de su presencia en La Botella se agolpan: el artista Tufiño se cita doblemente a sí mismo, al colocar un cartel basado en una de sus pinturas dentro de otra de sus pinturas. Corrobora la existencia de un grupo de artistas comprometidos con exponer una historia colectiva proscrita en la colonia. Desafía la censura en el país que escasamente una década antes lidió con la infame Ley de la Mordaza. Manifiesta confianza en el razonamiento e imaginación de sus espectadores. El cartel aparece en una barra sanjuanera, lugar de intercambio social e intelectual, en el que bien se toma cerveza, bien se fragua el golpe clandestino. No estamos lejos del Picasso de mesas de café cubistas con recortes de periódicos anarquistas, en propuestas pictóricas que transformaron la mirada y el pensamiento del pasado siglo.
Un ínfimo detalle como ese cartel en La Botella, aunque subordinado a la imagen principal, a la postre completa su sentido. Una anécdota de Antonio Martorell revela la necesidad de tal presentación. Cuenta Martorell que compartiendo en esa misma barra con su maestro Tufiño, éste le comentó que todos los objetos allí presentes, para existir, tuvieron primero que ser dibujados por un artista. Su comentario resume el objetivo ulterior del arte en Puerto Rico: aquí los artistas han dibujado una nación libre, con la convicción de que la misma se hará una realidad concreta. Dibujar para existir.
En la lidia anticolonial, la predilección por el detalle también evidencia dominio técnico, que no es otra cosa que afirmar la competencia para la invención y la acción creativa. Salvo las armas, nada desmantela más las ambiciones del colonizador que el que los colonizados evidencien su pericia en la expresión. Por eso, Lorenzo Homar, en su xilografía Unicornio en la isla (1965), plasma la flora caribeña con decenas de complejos detalles que entrecruzan el texto de Tomás Blanco –esa hojita de palma que atraviesa la segunda “e” de “arrecifes”– en una ostentación de virtuosismo, similar a la de Campeche. Homar expresa el orgullo por su oficio como manifestación de dignidad, compartida por tantos de sus discípulos y colegas, aun por aquellos tan dispares como Consuelo Gotay o Antonio Navia.
Quien se haya entregado al gozo de examinar los prodigiosos aguafuertes que María Emilia Somoza realizó durante los últimos años de su fructífera vida, habrá descubierto un asombroso océano de formas, tonalidades y texturas. Casi nos pone a dudar que se trate de grabados, tal es su riqueza pictórica, que obligadamente remite a la pintura: feliz resultado de una prolongada experimentación, concentración y disciplina. Un modelo sin par. La maestra grabadora tira el taller por la ventana. Cada centímetro de sus inagotables grabados, una pieza en sí misma, como si Somoza, fronteándose, nos dijera, “¿quién dice que yo no puedo?”. Como si dijéramos, “¿quién dice que no podemos?”.
Concluimos con una pintura del yaucano Carlos Raquel Rivera (1923-1999), titulada Cuatro tiempos (1971). Una dolorosa carencia en nuestro ambiente artístico es la invisibilidad de su pintura, pues si bien se trata de un maestro del siglo XX, su trabajo permanece mayormente en depósitos y colecciones particulares, casi como si no existiera. Alguna vez hemos comparado su arte al de Paul Klee, por su preferencia por formatos pequeños y medianos. No obstante, Cuatro tiempos es una pintura de mayor tamaño, hoy en la colección de la Cooperativa de Seguros Múltiples en Río Piedras.
Intentemos describirla. La obra está seccionada en cuatro rectángulos horizontales que corresponden a cuatro tablas unidas para completarla. Cada rectángulo, a su vez, está dividido en secciones con una diversidad de escenas y figuras muy propias del creador de Niebla (1961-65) y Noche de San Juan (1967), ambas en la Colección ICP. En cada sección, predominan tonalidades que siempre tornan hacia la oscuridad, con lo cual la pieza gana gran unidad. En la primera sección (azul y verde), predomina el rostro de un hombre que extiende sus manos hacia los espectadores; a su izquierda, un grupo de mujeres y otro de niños, mientras a su derecha, dos hombres armados se enfrentan. La segunda sección (ocre y azul) está dividida en tres partes, con dos rostros de hombre a la izquierda y centro y varias escenas con figuras femeninas a la derecha. La tercera y más grande de las secciones (verde) está totalmente dividida en recuadros, donde encontramos figuras, rostros y sombras humanas, un torso desnudo de mujer, una carretilla, una bandera de Puerto Rico de franjas verdes y negras y triángulo amarillo. La cuarta y última sección (rojo, azul y amarillo) incluye una gran estrella/explosión azul a la derecha, así como un rostro de mujer, varias figuras, un paisaje y una bandera de Puerto Rico blanca y negra.
De una descripción tan somera, se desprende que esta pieza es tan críptica como tantas otras de Carlos Raquel Rivera, nuestro gran monarca de lo arcano. Sus obras son tan enigmáticas como lúcidas, de una exactitud que no pasa inadvertida a pesar de sus estampas tan inexplicables. (Por cierto, yerra completamente quien lo encajona en el surrealismo, tan pobre como se revela ese movimiento pictórico ante estas excepcionales pinturas de Rivera.) El misterio de sus imágenes va a la par con las estructuras complejas que sostienen sus invenciones y que exigen una inspección concienzuda, centímetro a centímetro. Imposible no quedar maravillado ante la imaginación y la complejidad de la privilegiada mente de Carlos Raquel Rivera. Maestro, sin duda.
Para observadores minuciosos, Cuatro tiempos ofrece una insospechada viñeta en uno de sus márgenes. En un pequeño recuadro al extremo izquierdo de la oscura y verdosa tercera sección, en esa esquina tan marginal, apenas descubrimos dos figuras: una mujer con una bandera roja y un hombre sonriente. Ambos defecan sobre un texto en letras amarillas que lee “Ley Jones”.
La Ley Jones de 1917. Esa que les impuso a los puertorriqueños una subciudadanía estadounidense justo en el preciso momento en que Estados Unidos necesitaba carne de cañón para entrar a la Primera Guerra Mundial. Ley en la que leemos joyitas coloniales, tales como: “Si el Presidente de los Estados Unidos aprobare el proyecto [legislativo], lo firmará y pasará a ser ley. Si no lo aprobare, lo devolverá al Gobernador manifestándolo así, y no será ley”; “Todas las leyes decretadas por la Asamblea Legislativa de Puerto Rico serán comunicadas al Congreso de los Estados Unidos…el cual se reserva por la presente la facultad y autoridad de anularlas”; “el Presidente y los Jueces Asociados del Tribunal Supremo serán nombrados por el Presidente [de los Estados Unidos], con el concurso y consentimiento del Senado de los Estados Unidos”; “Todas las alegaciones y procedimientos en dicha Corte se harán en el idioma inglés”.
Y he ahí, por si todavía no nos habíamos dado cuenta, la inagotable utilidad de los subestimados rincones, esquinas, márgenes y bordes. Por poco más de dos siglos y por encima de toda restricción, nuestros artistas han conspirado imágenes descolonizadoras, obstinados en atizar en cada espectador el ansia por ocupar espacios más allá del marco, por “querer ser fuera de sus bordes”. Así, un resuelto Carlos Raquel Rivera, “directo y plano”, dice lo que hay que decir: sin pedir autorización, sin “seguir por los canales”, sin estancarse en la noria de las elecciones coloniales –véase su grabado homónimo– ni embutirse en el ataúd de los plebiscitos. Su arte, una incitación para que nosotros, si es que verdaderamente anhelamos existir “más allá de sí”, también digamos lo que hay que decir: “Me cago en la Ley Jones”. Para cuándo.
Obras citadas:
Aponte Alsina, Marta. 2020. “12 de abril (el paseo)”. Angélica furiosa, blog, 12 abril.
Giunta, Andrea. 2019. Feminismo y arte latinoamericano. Buenos Aires: Siglo XXI Editores Argentina.
Museo de Historia, Antropología y Arte de la UPR. http://museocoleccion.uprrp.edu/collections/801/carteles
Traba, Marta. 2005. Mirar en América. Caracas: Ayacucho.