Por la vida
Publicado: 11 de mayo de 2012
Quisiera terminar recordando lo que siempre, de alguna manera, alguien ha sabido: que las empresas más altas del pensamiento son aquellas que guardan profunda relación con las formas concretas de nuestras existencias. Quien tiene la valentía de vivir lo que piensa es un pensador sublime, porque se le va la vida en ello.
Esto es más fácil dicho que practicado, porque la costumbre es utilizar el pensamiento para ir donde el cuerpo no alcanza. O no dejar que el cuerpo alcance el pensamiento. Porque los dos, juntos, a la misma velocidad, nos llevan a la frontera del mundo conocido. Nos acercan a la experiencia del milagro, donde nos convertimos en pura fuerza de creación; en la parte del mundo que se ha transformado al momento de pensarlo. Y al borde de este milagro, nuestra vida corre el riesgo de dejar de serlo.
Sin embargo, la creación tanto como la sabiduría, se concretiza en lo más inmediato: en la experiencia de nuestros cuerpos, como la materia sensible que en todo acto de entendimiento pone la vida en juego. Porque no hay manera alguna de salir ileso de un acto de creación. Tampoco podemos saber los resultados de antemano. Pero es en ese momento en que el pensamiento se abraza a la materia sensible de nuestra experiencia que al fin, sin escondernos ni defendernos, superamos el más antiguo miedo de todos: el miedo a dejar de ser lo que conocemos, para convertirnos en lo que aún no sabemos. El miedo a la muerte.
Por supuesto, podemos ser menos arriesgados. Pero teorizar sobre el dolor, las inseguridades y las inconsistencias de otros sin enfrentarse a los propios, es exponer un intelecto en huida. Y vislumbrar los horizontes de un país imposible, lamentando su pérdida irrecuperable, es reconocer que nunca hemos ido en su búsqueda. Y escribir sólo de lo que sabemos, encubriría la evidencia impostergable de que la creación gravita, inevitablemente, hacia lo desconocido.
Ningún gesto o pensamiento cambia el mundo si no cambia la sustancia misma de quien lo produce. Eso lo sabemos de todos los que han dejado huellas en la historia de la humanidad. Ésta es la verdadera dimensión de ¨poner la vida en el acto¨. No sólo jugar las pautas de nuestra existencia corporal, sino también las profundas razones de nuestro existir. Sólo esta entrega consigue la transformación.
Es que ser creadores tiene las mismas consecuencias que procrear: lo que creamos, existe con fuerza propia y nos vincula irremediablemente. Gravita hacia nosotros y ocupa nuestras vidas. Participa de lo que somos y exige nuestra presencia. Y lo hace, aunque luchemos toda una vida por que no salgan a la luz, en brote por todas las superficies de nuestro cuerpo, los silencios de nuestros pensamientos.
Digo entonces ahora, lo que quise decir desde el principio: pensar profundamente es un emprendimiento espiritual. Espiritual en el cuidado de pensar que cada gesto de significado es una interpelación a la multitud de relaciones que sostienen la vida, y nuestra propia vida. Espiritual, porque navega las fronteras de lo que somos y de los momentos en que dejamos de ser. Porque desde la comunión entre lo más íntimo y lo más elevado de nuestra existencia, y justo cuando nos queremos para nosotros mismos, nos regala al mundo.
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