Posesión
Poseer un territorio, como posee Estados Unidos a Puerto Rico, como propiedad territorial no incorporada, significa no solo haberse asentado en el territorio mediante una invasión militar, sino hacer con él lo que le venga en gana a su Congreso. Lo de “no incorporado” es prácticamente redundante, porque el concepto de posesión implica tener algo que es “externo a uno mismo”. Por eso, Puerto Rico como posesión de Estados Unidos es como un reloj pulsera, algo que su dueño puede decidir usar de una u otra manera, pero que no se percibe por el dueño como parte integrante de sí mismo, como sí lo sería, por ejemplo, su propio brazo. El brazo es parte integrante del dueño del reloj pulsera de la misma manera que los 50 estados federados de Estados Unidos son parte integrante del “cuerpo político” estadounidense. Puerto Rico no. Puerto Rico es como el reloj. Una simple posesión externa.
Es por eso que en una ocasión memorable el Grupo de Trabajo sobre Puerto Rico de Casa Blanca en Washington se atrevió a decirlo así de claramente: “el Congreso de Estados Unidos tiene tal grado de poder sobre Puerto Rico que puede venderle o regalarle la isla a otro país”. Cosa que es cierta en cuanto al territorio porque los propios puertorriqueños por mayoría lo aceptaron así en el proceso de 1950-1952 por el cual se creó la comunidad autónoma de Puerto Rico, llamada en inglés Commonwealth of Puerto Rico pero en español denominada “Estado Libre Asociado” a pesar de que no lo es, es decir, con vocación de engaño, sumisión y confusión. Lo que señaló el grupo de trabajo de Casa Blanca es cierto porque cuando se votó por la Ley 600 en 1950, la mayoría de los votantes puertorriqueños aceptaron que quedarían vigentes, como parte de aquel acuerdo, unos artículos de la vieja Ley Orgánica colonial Jones de 1917, entre ellos la propiedad territorial de Estados Unidos sobre “Puerto Rico e islas adyacentes”. Desde el momento en que el Estatuto de Relaciones Federales dice claramente que aplica a Puerto Rico e islas adyacentes pertenecientes a Estados Unidos como propiedad ultramarina (“belonging to the United States”) aplica de inmediato la cláusula territorial de la Constitución de Estados Unidos, la cual establece que todo lo concerniente al territorio de Estados Unidos o a posesiones territoriales del Gobierno Federal (como lo es Puerto Rico) lo determinará el Congreso. Eso se acordó con expresión del voto puertorriqueño en 1950, pero no tiene por qué ser un acuerdo eterno, ni a “perpetuidad”. No olvidemos que el Pueblo de Puerto Rico, por su inherente derecho inalienable a la autodeterminación —algo reconocido por el Derecho Internacional Público contemporáneo, por las Naciones Unidas y por muchas otras organizaciones internacionales, además de por el propio Gobierno de Estados Unidos— puede revertir esa decisión y demandar la terminación de su condición territorial. De hecho, esa podría ser la interpretación que se le dé al voto mayoritario de los puertorriqueños en la respuesta a la primera pregunta del plebiscito de 2012 en que el 54% de los votantes votó “NO” a continuar el arreglo territorial vigente.
Las grandes y tontas contradicciones de los dirigentes “estadistas”
En este tema, como en otros, los llamados líderes estadistas del PNP se enredan en una tremenda contradicción. Por un lado, celebran ese voto contra la relación territorial actual porque piensan que allana el camino a la estadidad federada, pero por otro lado, fallan en comprender que si no queremos ser una propiedad territorial de Estados Unidos más difícil será que el Congreso nos considere candidatos a ser estado federado de la Unión. Como ha dictaminado el Tribunal Supremo de Estados Unidos y han repetido los informes oficiales de Casa Blanca sobre Puerto Rico —incluso los producidos bajo la presidencia de Barack Obama— el significado para los estadounidenses de “territorio no incorporado” es que “it is not intended to become a state”, es decir, que NO se presume que se convierta en Estado federado de Estados Unidos porque solo a los territorios definidos por el Congreso como “incorporados”, el órgano legislativo federal estadounidense les reconoce derecho a evolucionar hacia la estadidad. A los no incorporados no. He ahí la primera mentira que difuminan en el espacio público puertorriqueño los dirigentes del PNP: alegar que porque individualmente somos ciudadanos de Estados Unidos, tenemos un derecho colectivo a la estadidad. Pero si los propios estadistas llaman a dejar de ser territorio, como hicieron en el plebiscito de 2012, y el Congreso no tiene planes de estadidad para Puerto Rico, como ocurre, el territorio solo puede terminar mediante la independencia de Puerto Rico o mediante la libre asociación soberana, fórmulas que los estadistas puertorriqueños han rechazado por años. No se sabe cuál es más tonta, ingenua e ilusa: si la contradicción que acabo de mencionar, o esta otra: el PNP promete al mismo tiempo operar el Plan Tennessee —que presume poner candidatos y elegir representantes y senadores al Congreso, algo a lo cual NO tiene derecho Puerto Rico por ser un territorio no incorporado (por lo cual sería una movida ilegal y anti-constitucional del PNP) — y ponernos de candidata a Comisionada Residente en Washington a Jenniffer González. Pero… ¿y no dijeron que estaban en contra del estatus territorial? ¿Entonces, cómo es que postulan a Jenniffer González a un cargo como el de Comisionado Residente, que es puramente territorial? En la misma contradicción caen de guatapanazo los pipiolos, como si tal cosa. ¿Y cómo es que los estadistas, al mismo tiempo que aceptan la legalidad territorial vigente, que solo concede un Comisionado Residente en Washington con voz pero SIN VOTO al territorio no incorporado de Puerto Rico, se atreven a prometer el Plan Tennessee que, además de ser ilegal para nosotros, contradice el haber aceptado ya el cargo territorial de Comisionado Residente porque, obviamente, lo que se quiere con dicho “plan” es obtener senadores y representantes de verdad en el Congreso? Las dos cosas a la vez, no se pueden tener. De hecho, hasta el momento, solo han hecho la primera, poner a Jenniffer González como candidata a Comisionada Residente, con lo cual aceptan formalmente el estatus territorial por el cual dijeron votar en contra en el plebiscito de 2012. ¡Cosas veredes!
Es por este tipo de contradicciones y disparates en el alto liderazgo del PNP —y también en el del PPD (en el caso del PPD usan el engaño del “voto presidencial sin estadidad” y de la “unión permanente” para pescar votos de los PNP disgustados con ese partido) — por lo que la mayoría de los electores en Puerto Rico viven confundidos, inseguros y llenos de desconfianza y pesimismo. Muchos, aunque desgraciadamente no somos todavía la mayoría, nos vamos hartando de los desmanes y mentiras de la clase política de ambos partidos coloniales, tanto como para negarles nuestro voto y mostrar nuestra indignación, no solo con el mal gobierno y la corruptela que muchos de ellos han perpetrado o permitido —y la excesiva deuda en que nos han metido— sino también por su insinceridad con la democracia y las torpes contradicciones en su discurso.
Posesión solo sobre las cosas… ¿o también sobre las personas?
En tiempos como los actuales, en que la conciencia sobre los derechos humanos se acrecienta en las diversas sociedades y a la misma vez se internacionaliza no debería hablarse de posesión para referirse a las personas, sino solo a las cosas. Ello porque el tiempo de la posesión esclavista se acabó —y está condenada como inmoral e ilegal en la mayor parte del mundo civilizado— pero además porque toda esclavitud, incluso las “disfrazadas” del siglo XXI, también repugnan a la dignidad misma de todo ser humano, de toda persona, que alguien pueda considerarle o tratarle como “de su propiedad”. Es por esto que en tiempos del nuevo milenio, además de castigar con todo el peso de la ley todo tipo de tratas y de brutales esclavitudes contemporáneas, deberíamos adoptar una nueva ética lingüística que no use el posesivo al aludir a personas. Nuestro idioma castellano tiene diversos giros y posibilidades que permiten eludir el posesivo referente a personas y reservarlo solo para las cosas. Así aunque hablemos de “mi reloj”, “mi bolígrafo” o “mi computadora”, debiéramos expresarnos con mayor propiedad al referirnos a las personas que conviven con nosotros. En lugar de los anacrónicos “mi esposa”, “mi marido” o “mis hijos” muy bien podríamos darle otro giro a la lengua para evitar el posesivo y pronunciar más bien frases tales como “la esposa que me acompaña”, “la mujer con quien vivo”, “la madre de los hijos procreados por nosotros”, “el hombre con quien me casé”, “el marido a quien amo” etc. Si empezando por la educación y por una nueva ética en el uso del lenguaje, desterramos para siempre los posesivos relativos a personas, nuestra vida en sociedad podría llegar a ser más constructiva tanto en las familias como en las demás instituciones. No olvidemos que el lenguaje y las palabras no solo transmiten ideas, sino también llevan la carga de una mentalidad cultural, colectiva. En nuestro tiempo, desgraciadamente, se han cometido humillaciones, malos tratos y hasta crímenes tan graves como los asesinatos y los abusos sexuales —y otros de todo tipo— contra los niños, precisamente porque existen todavía demasiadas personas que consideran que la mujer que les acompaña es su posesión, el marido es su propiedad, y los hijos son una extensión posesiva de sí mismos. Con semejante mentalidad, los perpetradores se han creído con derecho a hacer de ellos lo que les venga en gana, aún en violación de los más elementales derechos humanos.
Urgen pues esa nueva educación y esa nueva ética lingüística que ayuden a eliminar de nuestras prácticas, costumbres y mentalidades el espíritu de posesión sobre las personas. Esto no solo tiene gran importancia para todo tipo de relaciones entre los géneros —de modo que no se perpetúen esclavitudes de ningún tipo o naturaleza— sino guarda gran pertinencia para esa condición insólita en un siglo como el XXI, y a comienzos del nuevo milenio, de que una potencia externa alegue y sostenga con sus prácticas políticas el ser propietario del territorio o patria de otro Pueblo, aún cuando el consentimiento de ese Pueblo haya terminado. Eso es precisamente lo que practica Estados Unidos de América en Puerto Rico hoy, en 2016, con la Junta de Control Fiscal Federal y con tantas otras decisiones unilaterales que toma todavía el Congreso estadounidense sobre Puerto Rico a pesar de la deslegitimación del consentimiento de 1950-1952 mediante voto mayoritario en la primera pregunta del plebiscito de 2012.
La patria es el territorio de nuestros ancestros, el país con el cual amorosamente nos hemos identificado por siglos. La patria también la formamos las personas, los boricuas. Fue justamente por esos dos sentidos del vocablo patria que alguien como Mónica Puig luchó denodadamente para obtener una medalla de oro en el tenis olímpico para Puerto Rico como país y para los puertorriqueños como patria y nación. Entonces, ¿cómo es posible que en pleno siglo XXI, haya tantos puertorriqueños que desean que el territorio de nuestras islas continúe siendo propiedad estadounidense? Eso incluye no solo al 46% que votó a favor de continuar el ELA territorial en el plebiscito de 2012, sino también a la mayoría entre quienes votaron que NO en la primera pregunta del plebiscito de 2012: el 54% que le votó “no” al territorio. Es así porque, en el caso de los votos de los estadistas, su opción de estatus —aunque implica la terminación del carácter de Puerto Rico como territorio no incorporado subordinado a Estados Unidos como potencia externa— eterniza, o busca dejar así para toda la posteridad la integración de lo que antes fue nuestra patria nacional al territorio oficial estadounidense. No obstante, para terminar realmente el estatus territorial y subordinado a Estados Unidos de Puerto Rico, el Congreso debe “disponer primero del territorio” y darle con ello reconocimiento público internacional a un nuevo hecho jurídico: el territorio de Puerto Rico e islas adyacentes le pertenece ahora colectivamente a sus dueños naturales, a la nación puertorriqueña, al Pueblo de Puerto Rico, como gustan de llamarnos ellos a nosotros, para no tener que tragar gordo y reconocer que invadieron y se han querido “engullir” a toda una nación distintiva: caribeña y latinoamericana.
Resta todavía considerar el problema complejo y peliagudo de si la territorialidad de Puerto Rico implica no solo que Estados Unidos posee a nuestra patria como propiedad sino también que posee a las personas que habitan el territorio. ¿Somos o no los puertorriqueños y habitantes de Puerto Rico también una posesión de Estados Unidos de América? De primera intención, todo puertorriqueño tendería a decir que NO porque “el tiempo de los esclavos se acabó”. Y aún Don Pedro Albizu Campos llegó a decir públicamente que a Estados Unidos “le interesaba la jaula, pero no los pichones”. Es decir, la jaula, el territorio, ha sido de interés para Estados Unidos, sobre todo en tiempos ya pasados, por su posición estratégica para fines específicamente militares, de defensa. Y como el interés principal era el territorio y sus recursos naturales —no olvidemos que las comisiones del Congreso que atienden los asuntos de Puerto Rico se han llamado “Natural Resources Committee” — y no tanto la gente que lo habita, pues por eso mismo han mantenido al territorio como uno no incorporado. El propósito estadounidense ha sido poseer el territorio desde afuera, para no tener ni que convivir con nosotros aquí ni mucho menos reconocernos como iguales en su sistema político. Por eso Puerto Rico ha sido, desde 1898, una posesión de ultramar que NO ES parte integrante de Estados Unidos. Pero cuidado, que el asunto es más complejo que eso. En 1917 el Congreso extendió “la ciudadanía estadounidense” a los nacidos en Puerto Rico. Pero la ciudadanía estadounidense, con todo y considerarse “por nacimiento” desde la década del 1940, no nos ha dado derecho ni a la estadidad federada ni a participar desde Puerto Rico en los procesos políticos de Estados Unidos. Los puertorriqueños somos “ciudadanos” para obedecer al Imperio pero no para ayudar en la toma de decisiones en los organismos federales del imperio: no mientras habitamos en el “territorio no incorporado de Puerto Rico”. Entonces somos más bien súbditos con el título engañoso de “ciudadanos”, para hablar con mayor fidelidad a la verdad.
En consideración de tales exclusiones, dos distinguidísimos académicos puertorriqueños, uno nacido en Puerto Rico y otro miembro de la diáspora, Edgardo Meléndez Vélez y Charles Venator Santiago, respectivamente, han demostrado en sus escritos académicos que la tan cacareada “ciudadanía estadounidense” de los puertorriqueños no ha sido sino una “ciudadanía especial territorial”. Una ciudadanía a medias, con derechos a medias, para la gente del territorio no incorporado, principalmente extendida con el propósito de permitir el libre tránsito de los boricuas a Estados Unidos, de modo que se facilitara su uso como mano de obra barata por los capitalistas estadounidenses del continente. Si hay evidencias empíricas y documentación histórica sobre eso, no resulta banal ni improcedente la pregunta de si las autoridades estadounidenses consideran también a los puertorriqueños o no, como parte de su propiedad. Aún cuando no lo hayan establecido así jurídicamente, en la práctica real de los tratos dispensados, lo sucedido con muchos boricuas se ha parecido bastante a eso: al uso y abuso de una gente a quien se le considera “inferior” pero apta para trabajar, con el fin de generar ganancias para el capital estadounidense o para luchar y morir en campos de batalla extranjeros en pro de los intereses de Estados Unidos. El uso de una gente a quien se les da el título oficial y legal de “ciudadanos”, para que juren lealtad y se sometan a la voluntad de Washington, pero no para que tengan realmente los mismos derechos ni políticos ni sociales de los anglo estadounidenses. No para que siquiera se sueñen realmente ser parte del US “mainstream”.
¿Cuántos puertorriqueños conocen de las historias vividas por las primeras oleadas de boricuas que migraron hacia Estados Unidos empujados no solo por el desempleo en nuestras islas, producto del tipo de economía montada aquí por Estados Unidos, sino empujados por el propio Gobierno de Puerto Rico en tiempos de Muñoz Marín para “salir de ellos”, como problema económico y social? ¿Cuántos saben de las evidencias históricas existentes sobre las decenas de boricuas que murieron en los años 1940 y 1950 en accidentes aéreos porque los patronos estadounidenses los importaban en masa transportándolos hacinados en aviones de carga avejentados e inseguros, fletados por esos mismos patronos capitalistas de Estados Unidos, para NO gastar de su dinero en transportarlos en las líneas aéreas reconocidas y sujetas a control gubernamental en aspectos tan vitales como el de la seguridad aérea? ¿Cuántos supieron y leyeron del “trato de esclavos” que recibieron muchos boricuas —según sus propios testimonios de los años 1940 y 1950— al llegar a trabajar por un pago miserable en las fincas agrícolas estadounidenses? ¿Cuántos conocen de las familias que se quedaron en Puerto Rico esperando transferencias de sustento de sus familiares que se fueron a trabajar a EEUU, pero muchas de las cuales nunca les llegaron, porque los capitalistas les pagaban finalmente a los labriegos boricuas la mitad de lo originalmente prometido? ¿Y cuantos admiten la realidad que aún hoy viven muchos puertorriqueños de la diáspora reciente, quienes se fueron a la Florida tras el “sueño americano en Technicolor”, al decir del escritor centroamericano Sergio Ramírez? Afortunadamente, el periódico El Nuevo Día, lo ha dado a conocer al publicar este mismo mes algunas de las historias de los boricuas frustrados, quienes han tenido que dormir en trailers, en moteles o en su propio carro, porque no han conseguido el trabajo que les dijeron que conseguirían fácilmente para poder alquilar un lugar decente donde vivir, o porque a diario han sido discriminados por sus “conciudadanos estadounidenses”, quienes los tratan como a extranjeros porque ni conocen ni les reconocen, en la vida práctica, su ciudadanía. ¿Americans? Últimamente en la prensa estadounidense se hacen referencias a que los puertorriqueños son “Americans”. Americans para obedecer al gobierno federal, Americans para morir en sus guerras, Americans para aguantarnos lo que decida una Junta de Control Fiscal con poderes omnímodos que anulará la autonomía fiscal de nuestro gobierno, pero nunca Americans para decidir algo respecto de la elección del Presidente estadounidense, que no sea enviar dineros a sus campañas eleccionarias en la esperanza de que se acuerden de sus promesas a nosotros una vez residan en la Casa Blanca. Nunca Americans para elegir a los congresistas que toman decisiones sobre nuestras vidas. Nunca Americans para recibir trato como iguales en la sociedad estadounidense, y, por supuesto, nunca Americans para ser considerados aptos para la estadidad federada.
¿A qué nos conminan estos tiempos de incertidumbre?
Todo lo descrito anteriormente, no puede sino hacer pensar a todos los puertorriqueños y puertorriqueñas si acaso no será que llegó ya el tiempo de terminar ya de una buena vez nuestra condición territorial de posesión de Estados Unidos de América. Si ha llegado o no ha llegado el momento supremo de comprender que ser posesión no le reporta beneficios perennes ni reales a nadie entre los subordinados territoriales, si es que alguna vez se los proveyó a una elite propietaria o política de isleños que supieron acumular para sí lo más que pudieron, a costa de alquilarle el país a una potencia externa y a costa del bien común de la sociedad puertorriqueña.
Es hora de observar con detenimiento qué decisiones habrá de tomar la Junta de Control Fiscal Federal para lograr que al gobierno local le sobre dinero para pagarles las deudas multimillonarias a los multimillonarios estadounidenses, como primera prioridad. Y quienes serán exactamente —entre los boricuas— las personas y familias que habrán de perjudicarse en sus empleos, en su viabilidad económica o en la pérdida de activos acumulados debido a tales decisiones. De hecho, ya ha habido muchos puertorriqueños que han perdido millones, e incluso sus residencias particulares, por las movidas pre Junta del neoliberalismo capitalista y por sus endeudamientos desmedidos. Y, por supuesto, habrá que evaluar si los perjudicados estarán recibiendo o no un trato igual como Americans, o en su lugar, recibirán el peso desproporcionado de los sacrificios para poder pagar la deuda al ritmo que decidan los pro-cónsules del norte con el fin de sustentarles los millones a los verdaderos Americans a fuerza de pagar principal e intereses a niveles de usura, como ocurre ante los llamados “fondos buitres”. No hay que juzgar a la Junta de antemano, sino disponernos a observar con detenimiento cómo va a actuar y cómo va a decidir. Tales observaciones, cuando puedan sustanciarse con datos, estadísticas y pruebas sobre las consecuencias de sus decisiones para nosotros los boricuas, podrán colocar al Pueblo de Puerto Rico en una mejor posición para reclamar por amplia mayoría lo que debió pedir hace ya mucho tiempo: que ni Puerto Rico, ni el territorio de ningún pueblo, sea jamás, en adelante, considerado legalmente —ni se trate y domine en la práctica— como la mera posesión de otro Pueblo, de una potencia política mundial, sea cual sea. Es decir, sin importar cuán importantes, excepcionales y “modelo para el resto del mundo” puedan considerarse a sí mismos los poderosos de tal potencia, ni las justificaciones históricas que se quieran esgrimir para dar justificación al acto y la continuidad de la “posesión”.