Postal del futuro
Para comenzar, debía apelar a la memoria de todos aquellos que la pasaban bien en Borders, que pusieron el grito en el cielo cuando se la quitaron, no tanto por los libros, que siempre podrían comprar en Amazon.com, sino por la pérdida de un ritual que a falta de pan era galleta urbana. La capacidad que tenía la ahora extinta librería y quincalla multi-media para atraer a las huestes liberales, neutralizándoles sus objeciones ideológicas, aun sabiendo estos que mataban lo poco que quedaba de la filigrana de librerías locales, apunta a un talón de Aquiles en cualquier escenario de resistencia. Lo resumo de manera muy simple: si la utopía carece de las calidades del status quo, ni plantea una contra-oferta cualitativa convincente, la pertinencia ética de la una sobre el otro nunca será suficiente para que un cambio radical sea tomado en cuenta con seriedad.
No estoy claro si fue el talento mercadotécnico de Borders para embobarnos como abejas al dulce, o la predisposición al dulce, venga de donde venga, lo que nos hizo gravitar a lo que en realidad era una insípida franquicia que ni valores de diseño tenía en sus concurridos locales. No creo que podemos decir que era particularmente agradable estar allí. Sí podemos decir que desde nuestra sequía de prácticas urbanas le entregamos el tiempo libre que nos queda a quien sea que venga a ofrecernos el menor indicio de convergencia y densidad de cuerpos en un mismo espacio. Observar esos apetitos desatendidos, o acumulación de insatisfacciones, sería el primer paso para plantear una repolitización del deseo; digo, si es que interesa.
Siento que pronto me voy a ver racionalizando placeres inconfesables, y que décadas atrás, cuando la gente todavía se trataba como camaradas sin deje de ironía, hubiera levantado crisis de vocación y certeza socialista. Décadas atrás yo era un joven egresado de los campos de indoctrinación de las escuelas de arquitectura, degustaba los distintos sabores de ciudad y ciudadanía, y aunque albergaba fantasías de plenitud comunal y éxtasis colectivo, no tenía claro los pareos políticos y económicos que llevaban a impedirlo, y mucho menos la función cómplice del diseño, que para esos años, tempranos noventa, se preparaba para una de sus mayores olas de expansión como indispensable señuelo y colorido papel de regalo que mercadearía la causa neoliberal globalmente, cual simpático juguete en cumpleaños de niño consentido.
No digo que hoy sea un camarada con mayor conciencia, o más resuelto en su pensamiento político. Digamos que desconfío del pensamiento crítico que lleva a la cancelación de la acción o a la eterna suspensión del juicio, tanto como de los posicionamientos puristas que parten del exceso de convicción ideológica, que sin duda dejan actuar pero a fuerza de invisibilizar todo lo que huela a contradicción.
Dos cosas todavía conservo del muchachón inexperto en el mundo de la arquitectura, una es el amor a la contradicción, tanto en forma como en pensamiento; la otra, el compulsivo apego a la belleza y al placer, sobre todo cuando estos son experimentados como un bien público. De esto último digo que me precio de saber reconocer y apresar, con los años y la experiencia, más y diversas formas de belleza, encontrándolas en rincones inexplorados, anunciándola antes de que sea demasiado obvia, agotándola como si fuera el final del carnaval. Y claro, esa inconfesable debilidad es contraria a militancias y compromisos sociales, al menos para las líneas duras.
Pero hasta la línea dura disfrutaba de Borders, como me disfruto hoy escribir estas líneas desde el enclave de futuro y ciencia ficción en el que estoy metido, que será mi objeto de estudio, postal del futuro que intento manejar como crónica del espacio y análisis de su despliegue cotidiano. Para que me entiendan, estoy metido en una isla de urbanismo neoliberal, versión australiana, que vi crecer y desarrollarse a una velocidad espeluznante durante el año que llevo aquí. La zona donde se encuentra encapsula muchas de mis memorias recientes en la ciudad de Sydney, al punto de que pese a ser un desarrollo de nuevo cuño, comienza a tener la pátina del recurso autobiográfico, al que miro cual espejo ratificador de confianzas y dudas, que son la esencia de estar vivo.
No es que pretenda hoy apologizar al urbanismo neoliberal, aunque ya antes he sido cómplice de algunas de sus manifestaciones en San Juan, y frente a ellas no pido perdón como antes tampoco pedí permiso. Para matizar esta admisión temeraria, quisiera retomar un aspecto del pensamiento del entonces joven Hal Foster, historiador y crítico de arte norteamericano, cuando a principios de los ochenta destacaba la mutabilidad creativa del capital, desde una ambigua mezcla de fascinación y horror denunciante. Veo, en las formas contemporáneas de esta inserción en el corazón de Sydney, llamado Central Park, la mutación más reciente del neoliberalismo en su encuentro con la ciudad. Puedo ver cómo el mercado ocupa perniciosamente lo que antes fueran periferias abyectas, y la esmerada monopolización del tiempo libre con actividades de consumo; seguro que todo eso está aquí. Pero veo también como los que antes arrasarían con un vecindario sin pensarlo dos veces, bajan la guardia frente a pasadas resistencias, en lo que parecería ser un supremo acto de arrogancia — o estratégica cooptación —, donde el capital está tan convencido de su ventaja instrumental que puede darse el lujo de ceder espacios y ámbitos de actividad contemplativa urbana, y hasta empresarismo comunitario, sin tener que meter consumo y explotación en cada recoveco de su inversión.
A primera vista, el proyecto podría parecer una apropiación por parte del capital privado de los alcances de la llamada “renovación urbana”, que solían ser iniciativas gubernamentales entre los cincuenta y setenta del siglo pasado. Pero al inspeccionar la ejecución de Central Park, se descubren gestos ambiguos, difícilmente condenables desde la crítica del enclave introvertido, o el problema de la escala inhumana, que ha sido la base argumentativa para rechazar propuestas de “urban renewal”. Sospecho que más que una buena mano de diseño, que a veces de seguro la hay, aquí hay algo más complicado en juego.
Mi amiga australiana Shoufay Derz, de padre alemán y madre taiwanesa, me dijo que este sitio le recuerda a Taiwan, y en general, a esos enclaves de consumismo histérico y vocación de futuro que prosperan en toda la región del Asia-Pacífico, independiente al régimen político bajo el cual se insertan. Puedo leer la entrelínea de los comentarios de mi amiga, artista y gran observadora del mundo que le rodea. Leo en lo que ella dice leer la urgencia de futuro que en muchos de estos países se manifiesta como una acelerada hiperrealidad, un ahorrarse pedazos de la historia que no vivieron, y colocarlos todos a la vez dentro de un evento-lugar estrambótico que los resignifica como postal del futuro. Celebración esteroidal del mañana desde las coordenadas del hoy, aunque en realidad se trate de una reconfiguración del pasado reciente en un contexto sin memoria.
La gran venta que los arquitectos estrellas de occidente han pautado con sus clientes asiáticos se basa en un alegado peritaje futurista, que se traduce en alegado dominio de la historia del progreso, y que puede ser llevado a la forma con niveles de optimismo y convicción absolutamente insostenibles hoy, tanto material como económicamente, en Europa o Estados Unidos, donde cierta modestia se ha entronizado en la manera como se trata, o se ignora, la dimensión cívica de lo social y las arquitecturas que vendrían a articularla.
Algo del Central Park desde donde escribo hoy, y sobre el cual escribo, extiende esa misma urgencia asiática, en la pradera de complejos e insuficiencias que es la Australia (aún) lacaya del antiguo imperio británico, y que tan confundidamente agarra los excedentes del capital asiático en su gran momento de crecimiento espiral, a la vez que resiente la destrucción de su tácita “White Australia Policy” con el influx de etnicidades de todas partes de la región, pero particularmente de China, que plantan bandera en sus distintas ciudades.
Central Park es un lugar agradable, y quiero hablar de eso, y compartirlo con los que antes se gozaban a Borders. Central Park existe primordialmente por la gran cantidad de estudiantes asiáticos, ricos en comparación con sus pares australianos, quienes vienen a estudiar a las dos universidades anclas del vecindario donde está emplazado, la University of Technology, Sydney y la University of Sydney. La matemática que viabiliza este masivo proyecto de redesarrollo se alimenta de esos estudiantes extranjeros, que ocuparían en altos porcientos las varias torres de vivienda, si no es que opcionaron las que aún están en construcción. Para una audiencia boricua, la idea de un dormitorio de estudiantes tipo Plaza Universitaria con unidades tipo estudio de medio millón y apartamentos de una habitación a millón y pico, gestionado por el libre mercado, trastoca los alcances de la imaginación. Sin embargo, la base de dotaciones comerciales del complejo, que exhibe lo mismo elementos de la interiorización del shopping mall estándar, como amplios encuentros “exteriorizados” con la ciudad por vía del nuevo gran parque y espacio público que se introdujo en la zona, no es un catálogo de tiendas de lujos, sino distintas reconfiguraciones de los equivalentes a Urban Outfitter, a veces un poquito más “upscale”, a veces tirando a mondongo. Luego está el supermercado, la versión japonesa de Kmart, el típico “food court” y cadenas de restaurantes de presupuesto módico. O sea, que la base de este complejo, su podio urbano, opera como un centro de estudiantes, brought to you by el capital privado. Hay mesitas de ping-pong y billar, televisores, salitas informales, locales para talleres de arte comunitario, y hasta incubadoras de diseño (donde le compré unos pantalones a un diseñador australiano, con telas de estampados concebidas por él y producidas en el sureste asiático, en típico arreglo occidente-oriente).
El complejo Central Park cuenta con la indispensable marca de diseñador, es decir, el “starchitect” de rigor que tanto gusta a desarrolladores y urbanistas conservadores como a funcionarios del gobierno de la ciudad, siempre dispuestos a aprovecharse de sus auras de estrellas de cine con tal de convencer a los ciudadanos de las bondades del proyecto y montar a todo el mundo en la ola “revitalizadora”. Jean Nouvel es el autor, o el tipo que facilitó la marca de fábrica, toda vez que hasta donde sé, el hombre vendió su marca como Valentino cualquiera, y en estos días apenas visita el despacho, mientras disfruta sus millones. Su marca no es solo garantía de lujo indispensable, sino que aquí trae la “cosa verde” y el evangelio de la sostenibilidad, que es otro lubricante de conciencias, y solvente de posibles conflictos con los residentes endémicos al barrio, que con justísima razón verían en la rehabilitación de esta antigua fábrica cervecera y sus terrenos una amenaza “gentrificadora”.
Ya en otros lares he declarado mi ambigüedad frente a los procesos “gentrificadores” con analogías bobas, como aludir al uso del Botox de manera frugal y responsable, elevando puntualmente el rostro sin congelar sus facciones, versus arrasar con el rostro en una cirugía invasiva y desestabilizadora, cosa que sólo ocurre cuando hay una mano experta que sabe dónde tiene que poner el veneno botulínico y dónde debe inhibirse. Central Park, a pesar de su perversa intención elitizadora, deja ver manos expertas, que supieron dar del ala para comer de la pechuga, precisamente lo que trató de hacer Ciudadela en mi Santurce querido, con la gran diferencia de que allá se desplazó gente, en Sydney se intervino una ruina post-industrial abandonada, en medio de la ciudad, lo que constituye un “Día de las Madres” con el que pocos estarían en contra.
Las ingeniosas zonificaciones de Sydney dan espacio para mezclas extrañísimas. Este distrito, por ejemplo, sería algo así como juntar Barrio Obrero (Redfern, con su historia de barrio de trabajadores y aborígenes urbanos), junto a dos campus universitarios, y otras instituciones privadas que se le arriman; pero también es barrio adyacente a estación central del tren/subterráneo y portal a los “about-to-be-trendy” barrios de Ultimo y Chippendale, que tienen, combinadamente, las características del niuyorkino Soho a principios de los ochenta, con la mezcla de galerías y talleres de artistas; o el Brooklyn de quince años atrás cuando estaba a punto de. De hecho, muchas de las calidades del comercio en el basamento de este complejo pueden explicarse dentro de la demografía hipster y los llamados procesos “brooklynizadores”, que revitalizan ciudades en una onda BoBo, o “bohemian-bourgeoisie”, un “fad” algo agotado, pero que le va como anillo al dedo a una operación de especulación cuyo componente principal son estudiantes extranjeros con gran poder adquisitivo, hambrientos por un pedazo de la vida en Occidente, o lo que sea que calce a su imaginación de Occidente.
El proyecto puede fácilmente explicarse a la inversa: para que los estudiantes asiáticos se sientan como en su casa, se acude a las visiones occidentalizadas que actualmente se construyen en sus respectivos países, a manera de enclaves. Central Park es su “reenactment” en suelo australiano, cosa de facilitar la adaptación del joven extranjero al nuevo lugar. Es decir, Central Park es una incubadora de occidentalidad desde la imaginación asiática, con todos sus matices y diferencias. Y claro, la obediencia a tantos esencialismos termina traicionándolos a todos, creando un lugar que sólo responde a las coordenadas de su propia fantasía. Nadie dude que la estrategia es intencional, y que así como se practica el gesto de buen vecino que procura vincularse morfológica (las relaciones geométricas) y programáticamente (la oferta de amenidades y eventos) al contexto existente, prevalece un gesto de distanciamiento heroico, extrañeza deliberada, misteriosa familiaridad de lo que es a la vez conocido y distinto, en la mejor tradición de lo “uncanny”. De ahí al interés que levanta este nuevo animal en la ciudad.
La mezcla de funciones y audiencias que hizo posible a Central Park contradice el dogma que siempre le escuché a los tasadores y alegados expertos en viabilidad en Puerto Rico (sí, los mismos que contribuyeron a los pronósticos optimistas de hace unos años y que fueron parte de la crisis que llevó a la desaparición de una gran parte de nuestros bancos), quienes objetaban la idea misma de mezclar, o atender varios mercados a la vez en un mismo desarrollo, alegando, desde sus supuestos peritajes, que esas mezclas no van bien con los puertorriqueños de niveles socioeconómicos medio-altos y altos, que prefieren la segregación homogenizadora. Se los vendo al costo.
En este complejo de Sydney, aunque se dejan ver las superficies pulidas y los acabados de cristal y acero que denotan cultura yuppie, sin duda un porciento real aunque minoritario de la clientela, la presencia de muros verdes en fachadas y el gran parque público que introdujo en el lugar, sin elementos de vigilancia neuróticos, comunica otra cosa; de hecho, traviste de civismo inclusivo a la intención privada. La manera como se extiende este gigantesco espacio comunal a los vecindarios circundantes lo mismo es gesto de buen vecino que invitación desgraciada a redesarrollar sus bordes y desalojar a la gente, un proceso que recuerda las expropiaciones que trajeron Ciudadela a Santurce.
Existe suficiente militancia en la zona como para ponerle algún freno a esto, sobretodo en las comunidades de aborígenes urbanos, que tradicionalmente han reclamado el barrio de Redfern, contiguo a Central Park, como un hito de sus resistencias. Aun así, tiendo a ser pesimista aquí, en cuanto a que será inevitable el avance “gentrificador”, particularmente porque existe el dinero y el apetito del mercado para hacerlo, y porque los ciudadanos de Sydney no parecen objetar, quizás por las mismas razones por las que yo me gozo este desarrollo a pesar de saberle sus motivos ulteriores. Y es que en esta no-tan-nueva versión, el capital ha adoptado un rostro conciliador, y de aparente apoyo a las comunidades e intereses donde se enclava. Pero claro, los desarrolladores escogieron dialogar selectivamente con “los artistas”, no con los aborígenes urbanos del barrio de Redfern que le queda cerca. Me atrevo a decir que el proyecto ratifica una frontera, y de ahí prepara el terreno para invadir aún más, una estrategia que recuerda la propia historia de saqueo y apropiación de los europeos en Australia.
Uno hasta podría decir que la presencia de las universidades aquí, que son dos colosales vecinos de Central Park, los obligó a poner cara de disimulo en el vecindario. La realidad que observo es más complicada que lo que cualquier posible antagonismo sugiere, pues las universidades no son enteramente públicas en Australia, sino parcialmente financiadas por el estado, lo cual las ha empujado a abrirse al discurso neoliberal con desinhibido entusiasmo, y no sólo en las facultades técnicas, sino en todos los programas, so pretexto de sobrevivir y buscarse el peso. Eso explica su modesta presencia en el debate público, como si temieran perder viabilidad económica, o espantar a los potenciales estudiantes ricos que vienen de la región Asia-Pacífico con opiniones que no coincidan con sus expectativas, que no necesariamente incluyen el deseo de “adoctrinarse” en conciencia social. Si algo vienen es a perfeccionar sus destrezas en crecimiento económico y rapacidad empresarial. Lo que quiero decir es que mientras el desarrollo del gigante Central Park parece reverdecerse y lavarse la cara de civismo e integración comunal (aunque selectivamente), las universidades parecen haber hecho las paces con el corporativismo, y a juzgar por el nuevo edificio que la University of Technology, Sydney (UTS, por sus siglas) está construyendo aquí, en un solar adjunto, no tienen ningún remilgo en adoptar sus pieles luminosas y optimismo digitaloide. Su antiguo edifico en la zona, el de la UTS, es una emblemática (y detestable) torre brutalista, que si me preguntan diría que responde a las paranoias de estado de principios de los setenta, producto de la percibida radicalización de los movimientos estudiantiles. Este adefesio es un hermético “bunker” de cemento crudo y agregados rústicos, con pequeñas ventanas, que según me dice uno de sus egresados y hoy ingeniero, “eran perfectas para estudiar, pues eliminaban toda distracción del mundo exterior”.
El nuevo edificio de la UTS, según el testimonio de este conocido, “es inexplicable y absurdo; tanta luz, distrae del monitor de computadoras, ¿para qué uno quiere ver a la gente y a la ciudad si uno lo que quiere es estudiar”, me decía. El pragmatismo de este joven resulta familiar, es decir, es algo que ya he experimentado en jóvenes y menos jóvenes ingenieros en Puerto Rico. Lo que este chico, que debe estar comenzando su tercer decenio, no entiende, es que en estos enclaves de futuro, ya sea el Central Park que he reseñado aquí, o la nueva manzana hipertecnológica de su antigua alma mater, la intención es hacer del centro urbano una extensión del universo estético del ordenador, y que si hoy te dejan verlo desde el salón de clases o cuarto de estudio, es porque opera como biblioteca de visualidad, o museo del futuro, gran ámbito indoctrinador de esperanza y fe en el mercado desregulado, en la riqueza móvil de Asia, cuyas migajas sostienen, mucho más de los que están dispuestos a reconocer, la economía de este (¿antiguo?) botín de invasores llamado Australia. La ciudad contemporánea ha vuelto a didacticismos ilustrados, si no es que nunca los abandonó del todo a lo largo de doscientos años.
La morfología urbana del Central Park recalca la relación a la University of Technology, Sydney, que queda al cruzar la calle. Alineaciones de su emblemática torre, con caminos comunales e importantes corredores urbanos del proyecto, la enmarcan como si fuera un hito valioso. A mí el gesto me ha sacado una sonrisa por la cosa de celebrar con tanto fervor un esperpento carente de valor arquitectónico. Me reí también por el recuerdo de Plaza Universitaria, que análogamente trata de homenajear al campus ríopedrense con alineaciones monumentales y la pintura amarillo-naranja, robada de los ladrillos de la antigua verja universitaria. En Sydney, como el referente previo es un edificio del modernismo tardío, dentro del periodo brutalista que honró los hormigones crudos y la exposición intencionalmente grotesca de elementos estructurales, el nuevo complejo se viste de pieles transparentes y muros vegetales, a tenor con los pretextos ecológicos y el positivismo digital con los que el capital contemporáneo revalida su vocación “vanguardista” mientras se lava la cara en todas partes del mundo. La movida de verdor en fachada es celebrada en cuanta promoción del proyecto existe, junto a la apertura del desarrollo a la comunidad y a los artistas, tratados ambos como mascotitas que lo mismo se alimentan bien que se les amarra en una esquinita cuando joden demasiado.
***
Hoy, cada vez que me he tomado un descanso visual, lejos del monitor, he terminado en el panorama urbano que tengo al frente, y ya ahí mis ojos han caído repetidas veces sobre el edificio de la galería White Rabbit, la extraordinaria colección privada de arte contemporáneo chino, generosamente abierta al público. Mis primeros paseos en este vecindario, hace exactamente un año, cuando Central Park era apenas cimiento y excavación, se dieron buscando esa galería. Recuerdo haberme bajado del tren en el barrio de Redfern, el vecindario de gran población aborigen cuya peligrosidad es recalcada por todo el mundo y debatida por librepensadores. Caminé varias manzanas hasta llegar a este almacén industrial restaurado para fungir como galería, la White Rabbit. Marcos y mullones de bronce en sus grandes ventanales de planta baja, anticipaban los esplendores del arte que vería adentro, es decir, para mis ojos de arquitecto era evidente que a pesar de la brutal honestidad del edificio industrial, adentro había un cliente con chavos. Lo “mejor” del arte contemporáneo chino estaba ahí adentro, el resto de la colección seguro que en unos almacenes externos, bien resguardado. Las obras lo mismo podrían ser entendidas como curiosas mercancías, cuyo precio aumenta cada semana; o como denuncias altamente políticas de las contradicciones del capitalismo de estado chino, su desarrollismo salvaje, sus alegadas burbujas inmobiliarias y de crédito que algunos aseguran que cuando exploten desatarán un tsunami en la región, que llegará hasta Australia.
Se me hizo casi intolerable esa primera vez en White Rabbit la presencia de un arte político contra China comprado con dinero australiano, cuya fuente principal es la actividad minera que suple de materias primas al crecimiento chino, sino es que es producto de la invasión de capital chino que compra, invierte y revende barrios enteros en Sydney, y en barrios de muchas otras ciudades australianas, incluyendo éste. Viniendo de Puerto Rico, uno está más que extra-dotado para percibir contradicciones; es más, uno hasta las naturaliza, con tal de olvidarlas y amortiguar la angustia. A pesar de ese malestar inicial, no podía dejar de admirar la calidad técnica de la colección de arte contemporáneo chino, la belleza inherente a estéticas que me resultaban novedosas, muchas de ellas exhibiendo una mano de obra que sólo es costeable en un lugar de desbalances sociales y “sweat shops” de escala industrial. Del mismo modo, me disfruté el té de jazmín servido en exquisitas tazas — la flor abriéndose lentamente en el interior —, que me bebí en la planta baja antes de someterle a la colección. Luego acepté los comentarios curatoriales de las chicas-ujieres, vestidas con delantales de sirvientas chinas, de manera no muy distinta a los ajuares de esclavas del restaurante “Raíces” en el Viejo San Juan.
Un año después, la galería que era enclave de afluencia en medio del vecindario “rough”, ha quedado estratégicamente vinculada al nuevo Central Park por el inmenso parque público que introdujo en la zona, y que como ya dije, no exhibe verjas, ni guardias de seguridad; cámaras seguro que tiene, al igual que toda Australia, (¿de dónde ustedes creen que salió la combatividad feroz de Julian Assange contra la vigilancia estatal?). Uno sabe que ese vínculo entre universidad, mega-desarrollo y galería de arte se pactó entre cocorocos, pues estos coleccionistas tienen con qué. Aprecio que esta vez la negociación de privilegios produjo un bien público, y no una verja segregadora, que es a lo que estoy acostumbrado en Puerto Rico cada vez que capitales se juntan a repartirse el bizcocho en esa versión tan primitiva del neoliberalismo que en la Isla se vive como dogma religioso inapelable.
Ahora, cuando salgo de algún “show” en la White Rabbit, atravieso el nuevo parque, camino hacia las torres, y no puedo dejar de sonreír frente al espectáculo de estudiantes ocupando la pradera de verdor sub-tropical y paisajismo, semi-desnudos, protagonizando su propio concierto campestre, exhibiendo sus indumentarias eternamente hippies. Cuando los miro no pienso en 1968, pienso en el 2010, en aquella primera parte de la última huelga en la Universidad de Puerto Rico, y en la muy fugaz pradera de esperanza y bucólica utopía. Pienso en la rapidez con que la resistencia deja de resistir, y en cómo el placer y la belleza tienen la capacidad de asentar todo un repertorio de claudicaciones. Pero no se me ocurriría despotricar contra ello, y abogar por una vuelta a ciudades tristes, y a bendecir la escasez, o adjudicarle superioridad moral al descojón y al abandono de barrios urbanos para desacreditar los excesos sibaritas en estas zonas de futuro. Percibo el lugar y el momento como percibí a Berlín en el invierno de 1992, cuando era un chamaco pululando por los clubes subterráneos (literal y figuradamente) en antiguas estaciones de tren clausuradas y re-ocupadas a la trágala, sabiendo que era un momento muy breve, fugaz, peligroso, una transición hacia algo que resultó ser no muy distinto a este redesarrollo de provinciana aspiracionalidad oceánica-occidental.
Sigo siendo socialista, pero quiero más, no menos, y lo que me emputa, hoy más que nunca, es que habiendo tanto, y expuesto uno a ello, nos siga tocando tan poco en el mal-arreglo que Puerto Rico se ha montado con el Imperio y el mundo. No sería yo quien desde el socialismo defienda la tristeza y la frugalidad. Yo quiero este exceso, y quisiera que más, muchos más, lo compartieran; que no hubiera control de acceso a la utopía. Sé cómo hacerlo desde el diseño, sea urbanismo o intimidad interiorista, pero no encuentro al cliente (ni a la versión de; socialismo) que ponga al placer colectivo como gran prioridad, y se auto-imponga el objetivo de viabilizarlo. Ingenuidad la mía, claro está.
Democratizar la miseria es una venta insensata. No sé por qué algunos insisten en ella como causa política.
Ahora que ando de regreso a la estación de tren, gran hito público en la zona, y dejo las brigadas de mantenimiento de Central Park atrás, noto que las aceras públicas son muy estrechas y no están pavimentadas, la ciudad está sucia, la estación central es un asco de empates realizados sin coordinación a lo largo de las décadas, toda una aberración arquitectónica que contrasta con el esplendor que probablemente tuvo en sus primeros días. Sabiendo yo lo ricas que son las alcancías públicas australianas, tengo que pensar que este deterioro no es casual, que aquí también el estado busca rehuir de su responsabilidad y cederlo todo a capitales privados, para luego mediatizarlo como gran iniciativa gubernamental.
Uno tiene claro lo que habría que hacer, y hasta los mecanismos que reconciliarían los intereses públicos con los privados, pero por alguna razón se impone otra lógica, una que mata pedazos de la ciudad para hacer que otros deslumbren. Díganme que eso no es una decisión ideológica.
Lo curioso es que los desarrolladores de Central Park lo tienen más claro que el propio estado. Su respuesta ha sido un enclave de futuro: poroso, feliz y accesible. El sector público se ha atrincherado en su rol de villano democratizador de la precariedad, mientras deja que todos le llamen estorbo sin desmentirlos, como si quisiera ser crucificado sin garantía de resurrección.
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