PR 3 Aguirre de Marta Aponte Alsina
Tras el paso del huracán el pasado año, nos percatamos del modo en que los árboles que quedaron pelados, pero en pie, echaban nuevas hojas directamente de sus troncos, sin esperar a tener ramas. Lo entendimos como una lección de supervivencia a toda costa, de la urgencia de permanecer. Hoy se nos antoja que los libros de Marta Aponte Alsina han sido escritos por esa misma razón, por la urgencia de permanencia experimentada por una colectividad cuya existencia se da en la precariedad.
Si algún proyecto tiene Aponte Alsina con sus libros, es el de la continuidad de los puertorriqueños, crear un corpus de trabajo que asegure la existencia de la nación. Sus dos más recientes publicaciones, La muerte feliz de William Carlos Williams y PR 3 Aguirre comparten esa voluntad por recordar y rescatar nuestra historia e insertarla en la historia global. Empresa harto necesaria para nuestra sociedad, tan obstinada en enajenarse de sí misma, al mismo tiempo que se imagina como centro único e inmortal del universo.
Aponte Alsina pertenece a la colectividad artística puertorriqueña que ha insistido en proclamar su presencia ante las fuerzas que la niegan. Asomarse al mundo literario y artístico nacional revela un esfuerzo ya de siglos de tantas mujeres y hombres que se han negado a rendir su existencia a los poderes tanto extranjeros como nativos que insisten en nuestra defunción. Por ello, mucho de nuestro arte se nos presenta como advertencias al presente, como si cada escritora o pintor decidiera enviarnos mensajes urgentes desde el pasado para mejor vivir nuestro presente y futuro. Por ejemplo, tal situación encontramos cuando leemos en las Memorias de Alejandro Tapia y Rivera una descripción del Puerto Rico de su época y, tristemente, de la nuestra: “una sociedad hasta entonces destituida de estímulo para el trabajo, con un régimen abusivo y arbitrario, casi sin escuelas; y por último, sin otro ejemplo que la esclavitud…”. Por otro lado, observando detenidamente las fotos que Jack Délano tomó de los años cuarenta y ochenta en Puerto Rico, sobreviene el pensamiento de que esas imágenes no son otra cosa que misivas dirigidas al porvenir: Délano recordándonos quiénes somos, qué dominios y facultades poseemos. Si José Campeche, desde su 1797, nos recuerda pictóricamente que vencimos a los ingleses en su intento de invasión, Aponte Alsina hoy nos advierte literariamente que seguimos siendo una plaza ambicionada por fuerzas extranjeras explotadoras, y que esas fuerzas son impugnables.
En PR 3 Aguirre Aponte Alsina contrasta dos mundos inusitadamente vinculados, el Boston de principios de siglo XX y el Aguirre presente, un “maridaje extraño” (17), en palabras de la autora. Su mirada hacia los explotadores estadounidenses difiere en gran medida de la de los colegas escritores puertorriqueños, pues habitualmente se ha retratado al estadounidense explotador de forma negativa, caricaturesca la más de las veces. Aponte Alsina, sin embargo, lanza una mirada compasiva hacia aquellos que en su ceguera son incapaces de realizar ese mismo ejercicio. Frente a aquellos que miran a Puerto Rico y los puertorriqueños solamente como mercancía, en PR 3 Aguirre los estadounidenses aparecen como personas, con vidas tan anodinas y mediocres como la del que más. Aponte Alsina nos hace sentir con ellos y, de este modo, salva la alienación que el capitalismo impone, otro modo de advertirnos que la resistencia es posible. Nuestra autora, fiel a su campo de trabajo, las artes, subraya la pertinencia de la labor cultural como arma de combate, con la firme presencia del trabajo artístico, tanto el popular como el culto, particularmente en la segunda parte de su libro.
En este texto, Aponte Alsina echa mano de todo un arsenal de escrituras que maneja con excepcional holgura. Su expresión discurre desde lo habitual hasta la más refinada elaboración poética. La autora circula fluidamente por todas las escrituras, de capítulo en capítulo, de oración en oración, aún de frase en frase, todo ello sin tropiezos ni colisiones, con la firmeza que ofrece el oficio sólido, la práctica vigorosa de décadas, que la hacen plenamente merecedora del título de “Maestra”. La lista de estas escrituras es extensa y la nuestra no pretende ser exhaustiva: encontramos narraciones ficcionales al igual que históricas, en ambos casos sustentadas por datos que pueden ser o no verídicos; igualmente presenta testimonios personales, entrevistas periodísticas, junto a críticas literarias, entradas bibliográficas y biográficas, análisis pictóricos, análisis sociológicos, así como imitaciones (Palés Matos, Henry James). Es como si una sola forma literaria fuera insuficiente para expresar toda la complejidad de nuestra historia. Más crítico aún, es un asumir como legítimamente nuestro todo aquello que históricamente se nos ha negado y, con ello, desarticular nuestra desposesión política y económica.
Por tanto, a través de la lectura de PR 3 Aguirre uno se demanda cómo terminará este texto que son tantos, preguntarse si al final dominará alguna escritura en particular, o si el texto quedará sin una conclusión. La autora había ofrecido una señal previa de ese final, al indicarnos en varios momentos que aquello que faltara del libro podríamos proveerlo los lectores, con el uso de cualquier recurso literario que estimemos necesario. La autora nos extiende una invitación a hacer literatura, a hacer historia, pues, en efecto, el capítulo final del libro funge como convocatoria a liquidar nuestro persistente relato de explotación colonial.
Veamos ese capítulo final. Tras hacer amplia gala de su virtuosismo literario, Aponte Alsina culmina su texto con una anécdota inesperadamente insustancial, expresada con una escritura tan deseca, que hace palidecer al nouveau roman de los cincuenta. En las páginas anteriores, recorrimos el paisaje de Aguirre a través de deslumbrantes personajes y eventos históricos, amén de seductoras descripciones líricas del entorno natural y humano; en el capítulo final, empero, nuestra autora nos coloca en la carretera número 3 para recorrerla como se recorre cualquier otro espacio, señalando los lugares con la indiferencia de quien está en la búsqueda de una dirección y no tiene necesidad de fijarse en nada en particular. La autora va nombrando los sitios, uno tras otro, y según avanza, van desapareciendo sus reflexiones para mantener solamente los nombres de esos espacios, como en un listado de direcciones. La escritura, por tanto, se va despojando de su lirismo, factura, imaginación, poesía.
Esta estrategia literaria hace recordar la de James Joyce, en el penúltimo capítulo de su Ulysses. En el mismo, Leopold Bloom observa una gaveta llena de objetos que Joyce enumera minuciosamente. Es el modo de Joyce de dejarnos saber de la transformación, o iluminación, de su personaje, alcanzada a través del transcurso de un día. Esta iluminación es inexpresable, de ahí que Joyce silencie su escritura reduciéndola a una lista. Aponte Alsina silencia igualmente la suya, ofreciendo una secuencia de lugares que termina en una iluminación, no de algún personaje, sino de nosotros, los lectores.
Como ilustración, contrastemos dos textos, la primera y la última oración del libro. La primera lee: “En los llanos del Sur, a lo largo de un tramo de la carretera PR 3, entre el barrio Jobos de Guayama y la entrada al pueblo de Salinas, persiste una zona semejante a un terrario que en lugar de especies naturales acumulara ausencias, rastros de voces, ruinas modernas, celajes de muertos exóticos” (9). Y la última: “En el cruce de la PR 3 con la carretera 180, a mano izquierda, hay una placita donde se encuentra la estatua de Pedro Albizu Campos” (362).
Releemos: “En el cruce de la PR 3 con la carretera 180, a mano izquierda, hay una placita donde se encuentra la estatua de Pedro Albizu Campos”. Jamás una oración tan sosa como esa reverberó tanto. Hemos señalado que para Aponte Alsina la escritura de este texto es una invitación al proyecto colectivo. Para que ocurra tal cosa, el silencio del anfitrión es imprescindible. Esa es la razón de Aponte Alsina para acallar su belleza, dejar su escritura desaborida. Ha puesto su confianza en los otros. Ha apostado a los otros.
Trasladémonos al lugar en cuestión. Resulta ser que en dirección al oeste por la PR 3, en el cruce con la 180, nos dirigimos hacia el Mar Caribe si doblamos a la izquierda, hacia la autopista 52 que va hacia el norte si doblamos a la derecha. En este lugar hay poca cosa de interés: una farmacia Walgreens, y al frente, un terreno baldío con una plaza, carente de árboles, arbustos o bancos. Una plaza desierta con una estatua, como tantas hay en Puerto Rico, diseñadas para que nadie las visite ni repare en ellas. Aponte Alsina nos señala que la plaza en cuestión se encuentra “a mano izquierda”, y qué mejor lugar que la izquierda para invocar el nombre del Maestro, Pedro Albizu Campos. Nuestro mayor fiscal del coloniaje, conciencia nacional, torturado y martirizado santo, despreciado y reprimido por sus compatriotas; en medio de la nada, convertido en estatua frente a un Walgreens. Tela para cortar, de sobra.
“En el cruce de la PR 3 con la carretera 180, a mano izquierda, hay una placita donde se encuentra la estatua de Pedro Albizu Campos”. Jamás una oración tan sosa reverberó tanto. Y no se puede menos que pensar, “qué final para esta historia de explotación, de coloniaje”. Tal es la invitación que nos hace nuestra autora: terminar de escribir este texto o, lo que es lo mismo, concluir nuestra historia de esclavitud colonial. Un invitación que hoy, más que nunca, nos urge aceptar.