Recuerdos selectivos de Cayey con su plaza como protagonista, a modo de introducción, sujetos a cambios y receptivos a sugerencias
La plaza era la plaza de recreo, según documentos formales, pero se conocía como “la plaza”. Todo el mundo sabía dónde quedaba. Si a uno le decían que nos veríamos en la plaza, pues ya se sabía hacia dónde era que se tenía que caminar.
Pero no se trataba de la única plaza, porque dos o tres calles más abajo para unos, más arriba para otros, estaba la plaza del mercado, que a su vez quedaba cerca del Pope, o el Hoyo, nombre que le venía del boquete inmenso y húmedo hecho de fango y madera descartada y podrida que durante la mayor parte del año había allí y que con el tiempo harían desaparecer los planificadores de los gobiernos pepedeístas, que eran los únicos en aquella época.
El Hoyo, o el Pope, en torno al cual abundaban los chistes bien intencionados, pero a fin de cuentas machistas, quedaba por el lado de la plaza del mercado más obscuro y oliente. Por los otros flancos de aquella plaza se encontraba el barrio San Cristóbal, cuna de los mejores peloteros del pueblo, la calle, todavía allí, Nicolás Jiménez, y la quebrada Santo Domingo que establecía la colindancia, o línea divisoria para todos los efectos, con el campamento militar Henry Barracks de entonces, hoy UPR en Cayey, y la carretera número catorce hoy, carretera central décadas antes, la entrada más importante a nuestro pueblo, también conocida como Punta Brava. Punta Brava no era un barrio propiamente, sino una condición existencial, según lo describirían algunos filósofos. Allí se iba a pelear a los puños, a resolver lo que no se hubiera podido atender mediante palabras y oraciones más o menos civilizadas. Al pueblo se entraría por los tres garajes y aquel puente nefasto, inmediato al Johnny’s Bar de una época, desde el que se cayeron en la quebrada Santo Domingo para pasar a mejor vida algunos cayeyanos, siendo el más conocido de ellos el fotógrafo Alvelo, a cargo de identificar pictográficamente los capítulos más importantes de nuestras existencias cuando todavía era posible.
La plaza de recreo y la plaza del mercado eran las únicas dos plazas que se traían a colación en aquella época de colmados-cafetines en casi todas las esquinas del pueblo, como el de don Juan y el de Base, a una cuadra de mi casa. Existen fotos de fines del siglo diecinueve y comienzos del veinte en las que, en una de las esquinas de la plaza, la que da hacia la alcaldía actual, aparecen unos puestos de ventas de verduras cubiertos por telas, toldos o encerados, y es que en sus primeros siglos las dos plazas parecen haber compartido territorio, según sugiere el historiador español Pío López Martínez.
A mediado de los años sesenta, que fueron los que me brindaron la oportunidad de observar, selectivamente desde luego, lo que describiré, no existían todavía ni Plaza las Américas, ni Plaza del Norte, ni del Sur, ni del Este, ni del Oeste, ni del Centro, con estacionamientos protagónicos más hechos para los Estados Unidos que para nuestra isla. En Cayey no había aparecido todavía el centro comercial que se conocería como el “Chopin”, ni la Plaza de los Hermanos Pérez, ni la de la Cooperativa, ni la de Walmart. Ahora la del mercado parece continuar sin nombre, aunque tiene sí una sala dedicada a la memoria de uno de nuestros músicos más conocidos, César Concepción, y la de recreo lleva el nombre de don Monche, según se le conocía a Ramón Frade entre nosotros los cayeyanos, y quien se batió a tiros con uno de los Baldriches[1] allí mismo, en la plaza que lleva su nombre[2]. Modo extraordinario en la que la realidad se nos presenta con más imaginación que la literatura y el arte.
La plaza de recreo de entonces fue muchas cosas, unas más bonitas que otras, unas más felices que otras. Fue, por ejemplo, escenario tanto de amores apasionados que, según le anticipaban los mayores a sus hijas muchas veces, terminarían en estrepitosos fracasos matrimoniales, porque el muchacho no servía para nada; como de amores tristes que no pasaban de dos o tres miraditas melancólicas. Quienes, tras intentarlo durante larguísimo tiempo, lograban ser correspondidos por las novias de sus sueños, rotarían a partir de entonces en la dirección en que andaban las muchachas y en dirección contraria a la que nos teníamos que desplazar los que no habíamos tenido éxito en gestiones amorosas, hasta ese momento. Las caras lo decían todo. Revelaban ritos de iniciación y despedida. A algunos no les cabía la sonrisa en el rostro; a otros la amargura les había desenfocado el semblante.
Igualmente importantísimo, en la plaza se veía gente por primera vez en la vida. Hasta allí, cuando se celebraban las fiestas patronales que decían (los cayeyanos) que eran las mejores de todo Puerto Rico, se llevaba a los primos que acababan de llegar de los Estados Unidos y que ya estaban en proceso de adquirir un acento raro. Allí era que, la noche antes de que uno se fuera para el ejército, más bien que se lo llevaran, desde luego la mayoría de las veces ebrio, se montaba el último escándalo.
En la plaza se podían ver en persona, por fin, a Luis Muñoz Marín, o a Luis Ferré, o a Gilberto Concepción de Gracias, trepados en templetes de madera ofreciendo discursos apasionados a sus seguidores. Pero allí también se celebraban triunfos extraordinarios tanto de nuestros atletas de renombre, Pedro Montañez y Luis Barreras, por ejemplo, como los de aquellos anónimos que en las fiestas patronales, lograban subir el palo enceba’o, o montados en sus chongos atravesaban el lapicito asignado por uno de los anillos que guindaban de un hilo que se extendía desde el edificio de Beltrán, también conocido como el de Rahola Fotos, hasta algún ficus que le daba sombra a la escalinata donde se acuartelaban los limpiabotas en el flanco occidental de la plaza. De dónde sacaba Colás los chavos para premiarlos, no se supo nunca. Colás era ñoco en una de sus manos, pero líder indiscutible de todos los deportes que se practicaban en Cayey, excepto entre los llamados boricuitas y los chamaquitos que apenas se iniciaban en la pelota, porque en estos niveles los maestros eran Garay y Junior el Negrito.
Desde la fundación del municipio nos movíamos entre aquellas dos plazas, pero la plaza de recreo era a la que los jóvenes se referían cuando se hablaba sin más de la plaza. La del mercado era a la que se acudía cuando había que hacer mandados, ejercicio autoritario que desaparecería pues ¿quién hace mandados hoy? Tomen nota los sociólogos.
La plaza tenía sus placeros que la intentaban mantener acicalada, unos con más suerte que otros. A los afortunados los jóvenes de entonces los saludábamos con respeto. A otros apenas los mirábamos, excepto cuando nos burlábamos de ellos, les poníamos sobrenombres despectivos y de vez en cuando hasta se les tiraban piedras para que despertaran, pues los sorprendíamos dormidos. Julio Varela, quien va a cumplir dentro de un par de años, un centenario y es cómplice memorioso de estas líneas, recuerda sobre todo a Pedro Flecha, quien también había trabajado para el senador popular Lionel Fernández Méndez, y a Libero, quien estaba a cargo de la plaza en los años cuarenta de su grata recordación. Yo me acuerdo todavía del que la tenía a cargo a principio de los sesenta, un señor alto, cojo y que se vestía de guayabera y sombrero Panamá, no comía cuentos y se había dado a respetar.
Aquella plaza tenía sus estaciones, pero no cuatro, sino tres, según argumentaré en el curso de estas crónicas de caminante todavía joven. Según convocaba la plaza a los habitantes de Cayey que como yo, no éramos muy religiosos, el año se iniciaba con la fiesta de Reyes de enero, seguía con la de la Semana Santa en marzo o abril, y concluía con la de las Fiestas Patronales en un agosto lluvioso. Y en Cayey se sabía que cuando comenzaba a llover tras el verano seco, era que, además del regreso a la escuela, se acercaban las fiestas patronales y quizás una tormenta moderada, porque la modalidad de los huracanes habría de coger vacaciones durante sesenta años, entre el 1928 de San Felipe y el 1989, que fue cuando Hugo nos recordó fríamente y sin compasión lo que un fenómeno atmosférico caribeño como estos puede implicar.
Pero la plaza no era solo lo que se veía cuando se caminaba entretenido e ingenuamente dichoso por allí, o se pasaba por uno de sus cuatro flancos en automóvil, camino a algún otro lugar. Con sus convocatorias a través del año organizaba la temporalidad monótona de un pueblo, no como el que cantó Palés, pues en Cayey, pese a la miseria que en algún momento se compartió con el resto del país, siempre fuimos gente alegre, llena de esperanzas. No éramos Ponce que identificábamos con gente rica, ni San Juan que era otro mundo, ajeno; ni tan siquiera Caguas que no tenía nada que ofrecernos y era, solo en ocasiones, una parada necesaria del viaje en carro público hasta Río Piedras.
Aquel calendario que nos indicaba cómo era que habríamos de conducir nuestras vidas durante algunos días, impuesto por la plaza, muchas veces propició querencias que habrían de durar toda la vida. En la plaza no solo había actividades livianas; había eventos sustanciosos que se convertirían en legendarios. Muchos de nuestros progenitores se conocieron allí. Una gran cantidad de los que entonces se cantaron y hoy todavía se cantan mejores amigos, construyeron sus alianzas allí. Y nuestros representantes culturales ante Puerto Rico, los concuñados don Miguel y don Monche, espiaron desde sus balcones hogareños que daban a la plaza, las realidades que representarían en sus sendas obras.
[1] Se trata de una familia en la que parece que en más de una generación ha habido un Arturo Baldrich.
[2] Ver Delgado Mercado, Osiris, Ramón Frade León, pintor puertorriqueño, (1875-1954) Un virtuoso del intelecto, San Juan: CEAPRC, ICPR y APRH, 1988, pp. 95-97