Roma

El silencio es muchas veces roto por la voz del hijo menor (Marco Graf), un chico querúbico de seis o siete años que adora a Cleo; todos la quieren, pero los dos más grandes no están de abrazar y añoñar. Los silencios son indicio de que algo anda mal en la casa. Tanto así que muchas conversaciones excluyen la presencia de la cámara, y las puertas se cierran ante el lente. El regreso del padre no es tan feliz como se esperaría. Discute calladamente con su mujer, a puerta cerrada, y pronto se marcha en su Volkswagen con los zapatos llenos de mierda. A los niños se les dice que va a otro congreso. Hasta ese momento, hemos visto el amor que se tienen los sedentarios de la casa: madres e hijos, y que incluye a Cleo. Pero también lo vemos marcharse, en automóvil. El amor carnal, sin embargo, parece vivir para Cleo, quien se ha echado un novio, Fermín (Jorge Antonio Guerrero), primo del novio de la otra mucama, Adela (Nancy García), que es un adepto a las artes marciales japonesas y coreanas. La embaraza. Al igual que el padre que abandona a su esposa y a sus hijos, este también tiene los zapatos llenos de mierda, algo que ambos hombres son.
Es el comienzo de las tensiones externas de la familia. La ida del padre y la llegada de un potencial nuevo miembro del clan (el bebé en las entrañas de Cleo) saca la vida de la casa urbana y lanza a Cleo y sus protectores a las vicisitudes de la vida. Entre tanto, la cámara nos ha hecho partícipes de los límites de la familia: hasta el chofer tiene dificultad en entrar el auto a la marquesina y, esa lucha, constante y dañina, es una de las pocas instancias jocosas de este filme, que brilla por su belleza sobrecogedora y sus sutliezas.
Alfonso Cuarón escribió el guión y dirigió, pero más importante aún, fue también el camarógrafo. A veces, en muchas tomas, resalta el neorrealismo italiano, pero es imposible no pensar en Gabriel Figueroa. No solo el de los filmes como “María Candelaria” (los primeros planos de Cleo, que es una neo María Candelaria), sino también los que fotografió para Buñuel. Están las tomas de foco profundo, y la iluminación de claroscuros, según la cámara se mueve por la casa, que recuerdan algunas de Orson Welles. Es fácil entender eso, ya que Figueroa aprendió de Greg Toland, el camarógrafo en “Citizen Kane”. Además, hay toques de “Los olvidados” en el viaje de Cleo en busca del otro padre ausente, su novio Fermín. También están Figueroa y Buñuel en algunos detalles de la fiesta de año viejo en la hacienda de los amigos a la que va la familia, fiesta que, contrastando con “El ángel exterminador”, Cuarón interrumpe genialmente con un fuego que se extingue, según el año nuevo entra a la vida de los protagonistas. En una toma, uno de los huéspedes de la despedida de año, vestido de “monstruo” (¿Otro más?) hace cuenta regresiva de lo que queda del 1970. Ese fuego representa las candilejas de los dramas violentos que se avecinan.
Está también en la cinematografía el acierto metafórico del avión. No solo en las lavazas de la marquesina se refleja ese modo de transporte, sino que aparece en momentos en que la fuga de personajes ha de ocurrir. Aparecen en la película que Cleo y su novio están viendo en el cine, cuando ella le confiesa que está embarazada, y él se da a la fuga, y reaparece —alto y lejano—, en el campo donde Fermín practica su afición al aire libre, antes de decirle adiós para siempre a la pobre mujer. Reaparece cuando al final Cleo sube al techo donde lava y cuelga la ropa. ¿Se estará despidiendo del mundo?
Impresiona cómo Cuarón ha podido recrear el DF mexicano en los tempranos años de la década del 70. Los carros de época se pueden ver, no solo transitando por y estacionados en la calle, sino a la distancia, cruzando las transversales. Así mismo, los vestidos de la gente en la calle y, por supuesto, de los personajes que conocemos mejor, son impecablemente de moda.
La actuación que consigue el director de Yalitza Aparicio (su primera película) es estupenda y, gracias a ella, el amor que existe entre los personajes es creíble y palpable. Está, además, el tempo que desarrolla Cuarón para ir incrementado la tensión de la película. Su escenificación de la masacre de Corpus Christi (1971), cuando el grupo castrense llamado Los Halcones, abrió fuego contra los estudiantes, luego que sus ataques imitando las artes marciales orientales, fallaron, es un logro de síntesis y alarma, y el movimiento de los extras, alcanza un cenit coreográfico y logístico. De igual forma, las escenas en el oleaje de la costa, que casi cierran la película, son de una tensión casi inaguantable por su calma amenazante, y el sentido de inevitabilidad que transmiten, sin obliterar la belleza del entorno.
El filme, sublime, es un gran logro artístico, pero me molestó que, a veces, el director toma demasiado en serio la profundidad que le está otorgando al filme, pero su atención se desvió para otras cosas, y se me quitó. Se ha dicho que el título de la película es porque Cuarón vivió en la colonia Roma (del D.F. mexicano) en su niñez, y que esta cinta es una especie de autobiografía. Presumo que es absolutamente cierto. Pero tengo la idea de que el filme, en realidad, es una declaración de amor del polifacético artista a su país, a su cultura, a sus memorias, y una celebración del amor que existe entre la familia que representa, que, con Cleo, son siete, el número de la suerte. Esa suerte la tiene también Cuarón, que, vista en el espejo o en el revés de lo que la cámara refleja (recuerden que en ambos casos, lo que está a la derecha es verdaderamente la izquierda), Roma es Amor, cuando se endereza.