Sean Connery (1930-2020)
Fue sin embargo en la cinta de 1958, “Another Time, Another Place”, que las audiencias, en particular las féminas, lo notaron. Como Mark, el amante casado de Lana Turner (ella no lo sabía) Connery no solo prestó su figura, sino que su actuación sugirió cosas por venir. Mi madre, que adoraba el cine, le dio una C al melodrama, pero dijo en forma de broma con pique que el guionista debió haberlo resucitado. Estuvo en una serie de películas olvidables en papeles breves hasta que, en 1961, llegó “Dr. No”, primera de la serie Bond. A pesar de que hubo dudas de darle el papel, nadie dudó que era perfecto. La película fue un éxito, no solo por él, sino que la trama de Ian Fleming tuvo una feliz adaptación a la pantalla. La nueva idea de un espía que le hace el amor a las espías “malas”, pero las despacha sin pensarlo dos veces, le gustó a todo el mundo.
Se dice que el director Terence Young fue el maestro que le enseñó al exlechero como caminar, como comer y como actuar como el bon vivant, Bond, que conoce sus vinos y se mueve entre los espías internacionales con la finura y el esnobismo digno de un inglés que ha asistido a las mejores escuelas y se ha codeado con las clases altas. La segunda en la serie Bond (hubo seis con Connery), “From Russia With Love” (1963) estableció que nadie más iba a ser un Bond como él. Esa, que junto a “Goldfinger” (1964), son mis favoritas, es una delicia como película de aventura y acción. Luego de tres películas, Bond entró a la conversación mundial sobre héroes ficticios, y Connery era ahora uno de los hombres más codiciados del planeta.
El actor tenía otras aspiraciones además de ser un espía internacional que todos conocían. De hecho, me parecía un chiste que cuando entraba a un lugar tuviera que decir: “Bond, James Bond.” ¿No era obvio? Pues esa obviedad era precisamente lo que quería dejar atrás y ¿qué mejor que hacer un filme con Alfred Hitchcock? “Marnie” salió el mismo año que “Goldfinger” y, aunque tenía una trama interesante y el suspenso abundaba, no tuvo la recepción crítica que recibieron otras cintas del director. La audiencia, sin embargo, volvió a ver a Connery y a Hitchcock, y la película ganó $7 millones (había costado $3 millones hacerla). Quedó claro que Connery no era sólo un actor de películas de aventura y espionaje. Todos pudieron comprobar su talento actoral en dos otros filmes de la época: “The Hill” (1965), dirigida por Sydney Lumet, y, una de mis favoritas de Connery, el filme de John Houston “The Man Who Would Be King” (1975). Los que sean admiradores de Connery podrán verlo como el magnífico actor que es, en una cinta basada en la novela homónima de Rudyard Kipling. La historia que tiene una moraleja antimonárquica y que presenta de forma alegórica las maldades del imperio inglés, no solo luce con la presencia de Connery, sino con actuaciones magníficas de Michael Caine y Christopher Plummer.
La evidencia incontestable de Connery como actor de primera se fue acumulando de ahí en adelante y los que lo echaron de menos en las películas de Bond no saben lo que se perdieron si nunca han visto “Robin and Marian” (1976) y “The Name of the Rose” (1986). En la primera Connery es Robin Hood y Audrey Hepburn es Lady Marian. Entrado ya en años Robin va en contra de una orden de Ricardo Corazón de León que tiene consecuencias graves. El resto del filme está lleno de sorpresas y la representación del amor entre Marian y Robin es una belleza. El otro, basado en el famoso libro de Humberto Ecco, es un formidable misterio por el que rondan Sherlock Holmes (el personaje principal se llama William of Baskerville y lo ayuda un pichón de Watson llamado Adso… of Melk, quien, por supuesto, es el narrador) y Jorge Luis Borges (una biblioteca secreta es capitaneada por el monje más viejo del monasterio, un ciego que se llama Jorge de Burgos). Por supuesto, los americanos no entendieron ni papa, incluyendo algunos críticos que uno creía bien leídos. La actuación de Connery es superlativa y por ella recibió el premio de mejor actor de BAFTA y el filme, mejor película extranjera en los César franceses.
Lo recuerdo claramente, sin embrago, como Jimmy Malone, el policía irlandés-americano en “The Untouchables” (1987), con su acento sibilante en completa floración y con su enorme carisma dominando todas las escenas en que aparece. La espectacular secuencia en la que un asesino (y la cámara) persiguen a Malone por su apartamento, con la música de Ennio Morricone incrementando el suspenso, en la que repite la frase “… brings a knife to a gun fight”, y culmina con la expresión de asombro del personaje antes de ser acribillado por las balas de una ametralladora, marca un pináculo artístico cinematográfico que mezcla movimiento, música, palabra y expresión. Por su trabajo en ese filme Sean Connery recibió el Oscar y un Golden Globe como mejor actor de reparto. Su carrera fue reconocida por sus colegas de Hollywood en 1995 con el premio Cecil B. DeMille.
Sí, lo recodaremos como Bond, pero ese personaje no ha muerto: vive en las películas que nos legaron sus productores que tuvieron la visión de ver, en el que fue un lechero que pulía ataúdes, al único que puede decir de un Martini, “Shaken not stirred.”, y no sonar como un anuncio para Hendrick’s. Más importante es la memoria de sus actuaciones superlativas en películas que se alejan tanto de Bond que comprueban lo buen actor que era. Donde quiera que está, será notado.