Season`s Greetings, traigo un ramillete: las manos que emancipan la fragancia del recao
Palabra: Juan Carlos Quiñones
Dibujo: Las Lucys/
Dafne Elvira
Como el estribillo de aquella cancioncita de Dylan, llegó la estadidad a la isla arrastrando consigo en su llegada un ¡pop-pop! de palomitas de maíz reventándose al oído, y el punzante aroma rojo chillón de salsa Tabasco al olfato. A la lengua trajo un acento a presentadora rubia fluorescente de canal de streaming Univisión. Tenía la forma torcida y hábil de un alambre encebado, y era tersa al tacto la recién llegada. Aunque no trajo nieve, Adela sintió un frío profundo que le congelaba la medula de los huesos, pero nada de miedo. Lo que se dice nada de nada. Ni un poquito. ¿Cómo serían las cosas antes de? ¿Los tiempos? Si parece que fue ayer…hace un rato…ya mismito…ayer…oye…te mandó saludos… ¿quién? ¡¡¡AÑO VIEJO!!!
Todos los años la misma vaina la misma mierda…pero hoy estaba buenísima, Adela. Tenía puesto un traje ceñidísimo de manchas coloridas como aceite flotando sobre un abismo acuoso de superficie. Así la verían y la desearían los extraterrestres cuando llegaran, pensó parpadeando coquetamente. Trató el interruptor de la luz en la pared y suspiró aliviada. Atrás quedaban los apagones y las cabronadas de LUMA, que ahora sí que se tendría que largar al carajo para siempre. ¡Por fin!
Por lo pronto, había luz en la casa deshecha. Adela necesitaba la electricidad. Cualquier cosa, afuera en el patio estaba la planta eléctrica, por si acaso. Abrió la puerta de la nevera y volvió a tiritar. Uno a uno, sacó los ingredientes refrigerados que pedía la receta. Salió al patio de la casa, y de entre el debris que había dejado atrás la hecatombe arrancó unas hojas de recao que crecían empecinadamente y contra todo pronóstico entre unas baldosas de barro cocido, Justo donde estaba enterrado el cadaver de La Otra. La Anterior. Pero eso Adela no lo sabía. Son del mismito color de los dólares americanos, pensó mientras entraba de nuevo en la casa por la puerta de la cocina cantando bajito la Borinqueña y apretando las hojitas de recao en el puño de la mano derecha. Con la izquierda abrió la puerta de la cocina.
Como era bajita, bonita y abusadora, ya en la cocina se trepó en el taburete de dos escalones y del segundo cubículo del gabinete sacó la base, la jarra plástica transparente, la cuchilla giratoria y la tapa de la licuadora. Ya no las hacen como las de antes, como las de los tiempos del ELA, filosofó la joven Adela dándole rienda suelta a la nostalgia. Recordó que cuando ella era chiquita las jarras de las licuadoras todavía las hacían de vidrio. Una vez, su mamá le enseñaba el procedimiento para hacer el sofrito y a Adela se le zafó la jarra de las manos, se cayó al suelo y estalló en mil pedazos, desparramando todo el contenido por el piso de linóleo. Fuck, le gritó su madre enfurecida. Que se rompiera la jarra de cristal de la batidora era una tragedia doméstica mayor. La batidora un implemento de cocina irremplazable. En un sentido micro, era como cuando se llevaron las 936. Eso fue antes del cambio de…. Osteraiser, le llamaba a la batidora la mamá de Adela. Eran otros tiempos, claro está.
Adela se sabía de memoria la receta de su mamá, porque nunca podría olvidar el regaño que está le propinó cuando ocurrió el accidente de la licuadora. Por estas ineptitudes es que nunca nos van a dar la estadidad, la reprendió con firmeza aquella vez. Ineptitudes, había dicho. ¿Como olvidarlo? Estos son los ingredientes que pedía la receta de su mamá:
Sofrito D’Aidi
/2 cebollas
/13 ají-dulce
/13 hojas de recao
/16 dientes de ajo
/13 aceitunas
/1 cdta. de paprika
/2 cdtas. de orégano
/2 pimientos verdes
/1 lata de pimiento morrón en su agua
/3 cdtas. de sal
/4 cdtas. de achiote en aceite de oliva
/1 cdta. de cúrcuma
La mamá de Adela se llamaba Aidi, o le decían. Era rubia y estaba casada con un gringo que usaba camisas hawaianas, y ella misma pasaba por americana hasta que abría la boca, pero esos no son asuntos a desarrollarse en esta breve. Bastará contar que era una excelente cocinera. Aunque Adela no lo era tanto, se defendía. Al menos pudo meter todo en la jarra de plástico de la batidora y apretar el tercer botón de izquierda a derecha, que era el segundo de derecha a izquierda, como donde la mamá de Adela había puesto la cruz en aquél plebiscito. Ahí sonó la canicón de Dylan y las aspas de la navaja giraron a huelemil revoluciones por segundo licuando todos contenidos. La vibración de la máquina le recordó a Adela el zumbido táctil de su consolador, y se mojó un poco allá abajo. Apretó los ojos. Se mordió el labio inferior. Dentro de la jarra se formó una tromba marina, un huracán sabroso y diminuto. Esperó el tiempo reglamentario para el climax maquinal, y apretó el botón de apagado. La voz nasal de Dylan se degradó, se distorsionó y se aletargó como aquellos tocadiscos RCA cuando se iba la luz en tiempos de LUMA. Satisfecha, Adela se relamió los labios. Una estalactita de baba marina le bajó por el interior del muslo izquierdo como la estela tibia y viscosa que deja en su lento movimiento el andar de un caracol. Adela recordó los caracoles que reptaban por las losas de barro cocido en el patio lentas, suaves, lentas. Consumatium est.
El brebaje combativo estaba listo. Adela abrió los ojos, desencajó la jarra de la base motorizada, le quitó la tapa y aspiró fuertemente los olores ancestrales y gloriosos que inundaron primero la cocina y después la casa entera. Un aletazo de nostalgia le arrebató las narices y se las manchó de verde monte. Quiso catar la sazón, pero con el cambio de estatus estaba prohibido probar, usar la lengua para nada. Lo que hace esta receta especial son las aceitunas, recordó. ¡Mami estaría tan orgullosa de mí este día! Los sabores también se prueban con la memoria, y esa no puede prohibirla nadie. A paso ceremonioso salió de la cocina y caminó por el pasillo de la casa agarrando firmemente la jarra de la licuadora por el mango como un cáliz sagrado en la mano derecha. El líquido que le bajaba por la entrepierna le lubricaba el roce de los muslos allá adentro. Con la izquierda asío el picaporte de la última puerta a la derecha, lo giró y entró al baño de la casa arrastrando las Lucys por los cuadrángulos de linóleo. Lucy era el nombre con el que había bautizado Adela a sus chanclas, porque se parecían a Lucy, la perra de una de sus mejores amigas, que era abogada. Eran peludas, las Lucys, como las que usan las negras voluptuosas que vienen de vacaciones a la isla a quedarse en los Airbnb del Viejo San Juan y de Condado en los veranos. Con aquella misma mano -la izquierda- levantó la tapa del inodoro y vertió los contenidos espesos adentro, de taza a taza. El caldo espeso se derramó en una cascada ectoplásmica y levitó sobre el abismo de la superficie acuática sin mezclarse. Es por el aceite de oliva, pensó Adelaida. Bajó la cadena y el remolino de succión se llevó la mezcla embudo abajo haciendo un ruido gutural. Como la licuadora, pensó. Como María. El inodoro regurgitó y subieron nadando por el agujero unos papeles verdes enchumbados que se pegaron a las paredes cóncavas del tazón como lampreas de sargazo. Eran dólares americanos. ¿Seguirían viniendo ahora las morenas gordas y sensuales, después de…?, se preguntó mentalmente Adela algo celosa y en espanglish para que se le entendiera. ¿Qué nuevas modas traerían, si es que? Suspiró profundo y salió del baño, arrastrando las Lucys. Moreno -así se llamaba el novio de Adela- se las había mandado a pedir por Amazon Prime, las chancletas felpudas.
Diez…nueve…ocho… como una bomba de tiempo termonuclear, comenzaba la cuenta regresiva. Afuera, una lluvia incesante de estalactitas muy agudas y brillantes se desplomaba alegre y cristalina desde lo alto sobre todos los techos de toldo azul que cubrían los bohíos que hacían de casas a los habitantes de la isla, haciéndolos trizas. La luz del simultáneo sol atravesaba aquellos prismas voladores quebrándose en destellos de colores hermosos, cubriendo el cielo de la isla de fantásticas auroras boreales y fosforescentes. Era un espectáculo hermoso. Como si en el cielo estuvieran celebrando el fin de año con fuegos artificiales a plena luz del día. …seven…six…five… Ni una bala perdida más…Pronto arribarían los extraterrestres verdes en sus platillos voladores, pensó Adela. ¿Qué lenguaje usarían para comunicarse? ¿Espanglish? ¿Español Univisión? cuatro…tres… ¡Uy, ¡qué nervios! Adela se ajustó el traje ceñido y aceitoso sobre el culo amplio, prieto y hermoso. Estaba segura de que las nalgas le estaban creciendo. ¿Tendría que dejar a Moreno y buscarse otro novio más clarito? ¡Tan guapo que estaba el condenao! Sería una pena, suspiró un poco entristecida cuando escuchó unos ladridos chiquitos y chillones, más bien chillidos. Dejó caer la mirada al suelo y sonrió. ¡Las Lucys! Enternecida, se agachó y les acarició el cuero peludo a las chancletas, que de inmediato le lamieron las manos juguetonas con sus lenguas babosas. …dos…uno…¡Pum! Una explosión familiar se escuchó a lo lejos, y de inmediato se fue la luz. Adela podía imaginar los chispazos saliendo del transformador explotado. ¡Japi Niu Giarrrr ! Should auld acquaintance be forgot
And never brought to mind? En el patio de la casa destechada, por entre las losas de barro cocido se colaban unos dedos verdes y necróticos como escarbando de abajo de la tierra para arriba, deshierbando y triturando olorosamente las hojas de recao. Tenían las uñas largas y pintadas de un color vistoso, como las de Ivy Queen o las negras turistas de verano Airbnb. La planta eléctrica de mierda tampoco prendió esta vez, para variar. The times -se escuchaba la voz nasal de Dylan saliendo por los enchufes de electricidad de toda la casa apagada –they are a’ changin’.