Sensei
Son pocos los poetas que reciben justicia. Ni siquiera la tardía y casi siempre disminuida ˝justicia poética˝ recae suficientemente en ellos. Conocemos el destino de muchos: en vida una obra para pocos lectores, luego de muertos, esa misma obra progresivamente extinguiéndose en el olvido.
La poesía goza, por lo menos en ciertos momentos de la vida de muchas personas, de una poderosa atracción. Deseamos dejar la huella de nuestra expresión, verter sobre el papel las coordenadas vacilantes y emocionadas de los acontecimientos de nuestra vida; sentirnos singulares y poderosos, atractivos y pertinentes para lectores que nos destinarán su admiración. Sin embargo, lo que parece un noble afán oculta con frecuencia una realidad que a la larga lo desmiente y que lleva a muchos a la frustración, el coraje y el abandono definitivo de la poesía. Se pretende escribirla sin haberla leído apenas; se quiere hacerlo sin conocer una tradición varias veces milenaria que ha acompañado a la humanidad desde la elaboración, en torno al fuego, de los primeros mitos.
En cualquiera, los primeros deseos por la poesía se encuentran llenos de trampas personales de las cuales muchos practicantes se encuentran en total desconocimiento. Desde los mismos albores de una vocación poética deben estar presentes las preguntas ¿por qué escribir?, ¿por qué pretender añadir o contribuir con el fruto de nuestro esfuerzo a un vastísimo cuerpo textual cuyas cimas jamás podremos igualar? Es posible que las preguntas no tengan nunca respuestas nítidas ni definitivas, pero su formulación es imprescindible en cada etapa de la vida de un escritor.
Para el que transita por la senda de la escritura, pronto debe estar claro, que ante estas preguntas, no valen muchas respuestas. No sirve pensar que se accede a la fama, la fortuna, el bien o la justicia por este camino. Si bien, como he dicho, quizá nunca hallemos las respuestas, debemos cerciorarnos que éstas no respondan a simples buenas intenciones, que las más de las veces, ocultan deseos demasiado personales y egoístas. Un poeta no es un comerciante ni un político ni el fundador de una secta. Un poeta, antes que todo, duda de las palabras enunciadas por la tribu. Es decir, interroga sus usos comunes y habituales; descubre que están repletos de sombras que pueden afearlas, manipularlas o inutilizarlas y, que cuando esto ocurre y es prácticamente siempre, las diez mil criaturas y el mundo mismo que las alberga se empobrecen.
En un momento dado es fácil querer a la poesía, como muchos quieren, por poner un caso, a los perros. Pero tanto los incipientes poetas y como los nuevos amos no necesariamente saben lo que es y exige la poesía o un perro. Ni uno ni otro son extensiones de los propios deseos. Son formas de vida independientes que exigen nuestro respeto y cuidado. Por eso hay que preguntarse siempre ¿por qué escribir? como hay que interrogarse por nuestro deseo de un perro o de un hijo o de un ser amado.
No son pocas las veces que ante estas incertidumbres descubrimos nuestra pobreza. Cuando esto ocurre, quizá sea el lugar y el momento para comenzar a dar una verdadera respuesta a las preguntas claves. Habremos encontrado desde el hallazgo de nuestras insuficiencias e imposturas, lo que será nuestra primera revelación y, sólo entonces, la poesía comenzará a ser un instrumento para estar con más aplomo, certeza y gozo en el mundo.
Recuerdo una historia que Darío me relatara en una ocasión. Era un joven novicio franciscano, tenía 19 años y había logrado ir a estudiar a México con el maestro que deseaba. Vivía con su comunidad de manera muy simple, en una especie de campamento permanente, en las faldas del volcán Popocatépetl. Los novicios estudiaban, trabajaban, oraban, asistían a los oficios. Se levantaban muy temprano y en las noches estaba ordenada una hora temprana para recogerse. Darío cumplía como los demás, pero se metía bajo las sábanas armado con una pequeña linterna. Así, violando las reglas, leía hasta tarde. A esa edad todo era nuevo y cada descubrimiento lo dirigía a nuevos autores y textos. Había comenzado su gran aventura.
Un día, hacia el final del noviciado, tuvo uno de sus encuentros regulares con el maestro. ˝¿Tú crees que no sabía lo de la linternita?˝, preguntó a bocajarro. No sé cuál fue la contestación de Darío, pero estoy seguro de que el maestro no era solamente un hombre bueno, sino que también era sabio. A nadie se le debe detener cuando ya lee y lee sin parar, robándole horas al sueño y añadiendo pecados a las confesiones, para saber por qué se quiere escribir.
La vida de Darío sería muchas cosas, pero habría una que lo determinaría para siempre. Sería un lector con una pregunta sin respuesta evidente. Comprendió desde temprano que en ella había también una vocación, una vida dedicada al servicio de las palabras de la especie, que habría que conocer amorosamente para luego pretender añadir algunas que serían tanto reivindicación como continuidad. En su poema ˝Queja ardiente˝ dice Darío:
˝arroparé
con sangre limpia
el cuerpo malherido
de la memoria˝
Lo que canta al otro lado Antología poética 2001-2015, realizada y con un prólogo de Fernando Iwasaki, nos ofrece, a casi un año de su muerte, una imagen amplia de la labor poética de Ángel Darío Carrero. La colección comienza, por petición del poeta, con su ensayo ˝Ante el espejo de la poesía˝, que originalmente fuera la introducción a su fundamental libro Perseguido por la luz. Comprobamos en el texto inaugural su vasto conocimiento de la tradición poética, su empeño por pensar la poesía y pensar desde ella.
Darío era todo lo contrario de un poeta ingenuo. Baste recordar el epígrafe de Wallace Stevens que escogió para uno de sus textos: «Poetry is the subject of the poem.» Para leer a Darío se debe poseer la vocación de la poesía. Sin ésta todo puede desfigurarse en el malentendido. Sus escuetos poemas, en los que el espacio en blanco entre los vocablos es de tanto significado como éstos, expresan no solamente un ahondamiento en la experiencia humana, sino una constante preocupación por la escritura misma.
˝Quito todas
las letras
una a una
página desnuda
en el tiempo
desecho el arribo
del lenguaje
lo siento roto
en mi piel
y no me desdice
la desdicha.˝
˝Compulsión de la luz˝
La antología nos ofrece una muestra de los tres libros publicados por el poeta: Llama del agua (2001), Perseguido por la luz (2008) e Inquietud de la huella (2012). A estos se suman en el volumen una selección de la colección inédita En espera del resto (2013-2014) y otra de sus últimos y brevísimos Últimos poemas (2015), escritos cuando Darío ya sabía que estaba enfermo.
Como toda antología ésta también es un retrato parcial y, en este caso la selección no fue hecha por el autor, que la encargó a Fernando Iwasaki, que inaugura el volumen con un prólogo generoso y emotivo.
Comencé diciendo que son pocos los poetas que reciben justicia. Lo mismo le ocurre al resto de los hombres y mujeres, pero la justicia de los poetas no atañe sólo a sus personas sino a su obra y su valoración. Darío fue un creador riguroso, preocupado por todas las dimensiones del quehacer poético. Trabajaba mucho y constantemente, pero sus libros eran lentas destilaciones. Su vida fue corta y terminó cuando accedía a un estadio de madurez artística. En muchas ocasiones hablamos del futuro de su trabajo y estoy seguro que éste habría seguido nuevos y fértiles caminos y exploraciones.
Por ello pienso con frecuencia en el Darío de los últimos dos o tres meses, cuando estuvo seguro que su cuerpo lo traicionaría. En toda vida el tiempo puede ser trágico, pero en la de un escritor esta circunstancia se intensifica fatalmente. Se conoce que no se dispondrá de los días suficientes para la labor cuya potencia se siente ya dentro de sí. La obra quedará trunca y esta certeza debió atormentarlo.
Imagino a ese Darío de los hospitales, de las horas de quimioterapia, a ese que fue capaz de escribir a unas semanas del final estos cuatro versos extraordinarios y terribles:
˝Una parte de mí
ha muerto ya
la otra calla
prepara mi venganza˝
También escribió entonces:
˝No entiendo
esta fatiga
de los materiales
del cuerpo
no es para entender˝
Sus últimos textos fueron haikus de la muerte.
La mañana de su último cumpleaños, recibí una llamada de Consuelo Gotay. Darío nos invitaba a los dos a un almuerzo de celebración en compañía de los frailes, sus hermanos. El anuncio me daba poco tiempo para un regalo, así que en un papel de arroz, con pincel japonés y tinta china hice una caligrafía con el ideograma que significa ˝celebración˝. Luego fui a buscar a Consuelo a su casa y llegamos juntos al almuerzo. Fue la primera vez que vi a la comunidad de frailes completa. Darío me escribiría poco después que en esa ocasión parecía un fraile más. En broma le contesté que quizá los franciscanos estuvieran dispuestos a nombrarme fraile honorario.
Cuando le entregué el regalo me acerqué a él siguiendo las maneras que había aprendido en una comunidad budista zen. Me paré frente a Darío, me incliné profundamente y le ofrecí, reposando en las palmas abiertas de mis manos, la caligrafía enrollada. Sólo pronuncié una palabra: ˝Sensei˝, que significa ˝maestro˝. Darío tomó el rollo y se inclinó también. Ambos sabíamos tomarnos el pelo, pero ambos también sabíamos que algo ocurría en este intercambio.
Aguardo con inquieta esperanza que pronto los tres libros de Darío se vuelvan a publicar. Él no era solamente un gran artífice de poemas, sino que sus libros eran organizaciones integrales, construcciones que superaban los poemas aislados. Lo mismo deseo para su obra poética inédita parcialmente y para otros de sus escritos. Estoy seguro que tendríamos así a nuestra disposición la obra completa de un poeta mayor.
Su ausencia es aún para mí una presencia cotidiana y un sensible empobrecimiento de mi vida. Por esto, y por otras muchas razones, reclamo justicia para la obra de Ángel Darío Carrero, que ésta pueda estar con nosotros como los árboles y el mar, como los frutos o los perros, como alimento, compañía y belleza revelada y generosa.
Existe una muy vieja costumbre entre los monjes budistas de la tradición zen. Cuando la muerte se encuentra próxima, escriben un poema. Son en muchas ocasiones sus últimas palabras. En ese poema, a menudo con una belleza deslumbrante, se expresa el fruto de su vocación, es decir, la mente iluminada. Quiero terminar citando el texto último del monje Kaso Sodon que murió en 1428:
˝Una gota de agua se congela instantáneamente
Mis siete y setenta años
todo cambia de un zarpazo
torrentes de agua de manantial salen del fuego˝
Querido Sensei, ˝torrentes de agua de manantial salen del fuego˝. Eso son tus libros.
Y me alegra saber, Sensei, que no te has ido a ninguna parte.