Sin alharaca
He conocido una palabra por casualidad, por una casualidad obstinada, diría, si el lector me permite el oxímoron, aunque mi ego insista en que no la recordaba.
Hacía días que no entraba en El País digital, una eternidad. En la primera pieza en la que caí, ignorando las de economía, obviando las olímpicas, me llamó la atención la palabra alharaca.
Era una entrevista de Borja Hermoso al escritor Antonio Gala. El periodista ayudó al autor de El manuscrito carmesí a encontrar una palabra para definir algo que le incomoda de las muestras populares de cariño a las que no acaba de acostumbrarse:
“Yo lo agradezco mucho… pero no soy nada dado, nada dado a…”, decía Gala. “A la alharaca”, propuso el reportero.
“Eso es. Me encanta la palabra alharaca… parece el mote de un putón. “¡Mírala, ahí viene La Alharaca!”, celebró el escritor.
Terminé de leer la entrevista no tanto reflexionando sobre el contenido como ensimismado en albercas perfumadas de albahaca, en aljibes a la sombra de albaricoques, y navegué sin rumbo ni astrolabio por las aguas digitales de El País.
La siguiente nota que atrajo mi atención fue una columna del escritor Juan José Millás sobre el presidente del Real Madrid, Florentino Pérez, y el ex entrenador del equipo blanco y glorioso seleccionador nacional, Vicente del Bosque.
Millás escribió: “…mientras el entrenador, un hombre discreto y poco dado a las alharacas, (¿qué pasa?, me pregunté; ahora todo el mundo usa esa palabra que parece andalusí pero que yo, andaluz, nunca había oído ni leído —signifique lo que signifique alharaca sentí esta oración subordinada como un guiño de complicidad) trabaja en silencio, aunque con eficacia, para sacar al club adelante, el empresario piensa más en el ruido mediático, lo que le lleva a realizar fichajes no siempre completamente desastrosos, pero muy caros…”.
Voy a escribir un artículo sobre cómo una palabra, probablemente caída en desuso tras siglos de laboriosidad nazarí, quizás en un destierro sefardí, se pone de moda de repente, me propuse.
Iba a llamar a mis contactos en las academias de la Lengua, pero me dio pereza. Más práctico, con ese punto mío tan «al-garete», busqué en Wordreference, donde aprendí que alharaca viene, como sospechaba, del árabe hispánico alḥaráka, que deriva a su vez del árabe clásico ḥarakah.
Resulta que es palabra femenina que significa: “Extraordinaria demostración o expresión con que por ligero motivo se manifiesta la vehemencia de algún afecto, como de ira, queja, admiración, alegría, etc”.
Ok, lo voy cogiendo. A lo mejor se puede utilizar para describir un encojone, o encojonamiento.
Supongo que se puede usar para hablar de la pataleta de un niño, de una tarde en el Capitolio, de una caravana con tumbacocos y alcaldes.
“Solo sé que no sé nada”, le atribuyen a Sócrates. “No te acostarás sin saber una cosa más”, dicen las mamás. “El alharacado cowboy perdió los estribos”, pensaba yo, redundante, al tiempo que gugleaba alharaca, que también creo que se trata un poco de revolú.
Descubrí que la palabra que para mí era ígnota hasta hace un rato, ¡albricias!, es de tratamiento prolijo en Latinoamérica.
Leo en el ABC Color, de Paraguay, que ”el metrobús movido a gasoil, que primeramente propuso con gran alharaca como la solución más conveniente”; en el Diario de Oaxaca, que “sin tanto desplegado ni alharaca, el Consejo Coordinador Empresarial (CCE) y el PRD ya hablaron acerca de las agresiones”; y en el portal ESPN deportes de México, que “el técnico Miguel Herrera no hace alharaca por el descalabro ante Monarcas Morelia”.
Y no sé por qué me he puesto a pensar ahora, a falta de un final contundente para esta desordenada algarabía de pensamientos escritos, a unas horas del alba y buscando la almohada, en aquel día que adquirí conciencia de la existencia de los palimpsestos.
Fue leyendo “1984”, de George Orwell, pero esa, parafraseando a un personaje de Billy Wilder, es otra palabra. Que además no tiene nada que ver, aparentemente, pero ahí los dejo sin alharaca.