Situación y persona
En el año 1944, Fritz Heider y Marianne Simmel crearon una peliculita animada de poco más de un minuto en la que se podían ver tres figuras geométricas moverse entre unas líneas a varias velocidades y en distintas direcciones. Heider y Simmel pudieron haber esperado que al verla sus estudiantes se murieran de aburrimiento. Y, sin embargo, a estos les pasó lo mismo que a los míos cuando se las muestro yo cada semestre en pleno siglo 21: las figuras de algún modo cobran vida y en cuestión de segundos parecieran estar comportándose en formas que los espectadores pueden fácilmente discernir, de tal modo que al final las figuritas “buenas” se escapan y el triángulo malo (“the mean triangle”) acaba en un tantrum rompiendo la casa. Así comenzó el estudio de lo que en la psicología social se llama procesos atribucionales.
Una atribución es una inferencia o un juicio que uno hace sobre cuáles son las causas detrás del comportamiento de una persona. Las atribuciones son parte del estudio de la cognición social, que busca entender las formas en que procesamos información sobre el mundo social, incluyendo lo que dicen o hacen otras personas o nosotros mismos en tanto seres sociales. Según la teoría de atribución, hay dos formas básicas en que tendemos a adjudicarle causa a lo que la gente hace: hay atribuciones disposicionales y situacionales. Si te veo gritándole a alguien y asumo que gritas porque eres un impaciente, una mala persona y por consecuencia un gritón, estoy usando un estilo atribucional disposicional, es decir adjudico tus gritos a lo que asumo es tu forma de ser, el tipo de persona que eres, tu naturaleza o disposición, hecha de atributos más o menos permanentes que asumo yo te caracterizan. Si en cambio me inclino a creer que gritas porque has sido atropellado o tratado injustamente o porque estás viviendo en circunstancias desventajosas o estresantes, estoy usando un estilo atribucional situacional, asumiendo concientemente o no, que tu comportamiento es más que nada el resultado de las circunstancias en las que te veo gritar.
Por supuesto que las “situaciones” y las “disposiciones” interactúan y se retroalimentan y son siempre más complejas de lo que cualquier teoría o distinción conceptual puede abarcar. Y por supuesto, que la forma en que yo percibiré y atribuiré causas dependerá de quién hace qué, dónde, cómo, cuándo, cuánto. Si te conozco bien quizá podré interpretar tu comportamiento más informadamente, ver cuan compatible con mi imagen agregada de ti es esto que estás haciendo o diciendo ahora. En cualquier caso, hacemos montones de juicios atribucionales al día, cada vez que tratamos de dar sentido a lo que otros hacen o nos cuentan que hicieron o les contó alguien que se rumora que otro hizo. Si no nos diera con lo que sucede nos rodea en vivo a nuestro alrededor, los “medios sociales” ofrecen una abundancia de oportunidades para juzgar a viva voz lo que hacen o se dice que hicieron otros y para difundir nuestras impresiones al respecto.
Un hallazgo interesante y crucial es que al interpretar el comportamiento de los demás tendemos a subestimar el peso de los factores situacionales, sobre todo cuando juzgamos muy rápidamente o bajo presión. Algo en nosotros nos lleva a tomar por dado que las acciones de una persona emanan y son reflejo directo de lo que esa persona “es”. Esta tendencia a minimizar o descontar la situación (the discounting of the situation) y la consiguiente tendencia a sobreestimar el peso de los factores disposicionales cuando juzgo lo que hacen o dicen otros, fue identificada ya en los años setenta por el psicólogo social Lee Ross, en una serie de estudios en los que los participantes inferían que unos discurseantes creían de corazón lo que proclamaban, incluso después de enterarse que estos simplemente leían lo que se les había asignado al azar. La tendencia a subestimar el peso de lo situacional sobre el comportamiento individual parecía más que la excepción, la regla. ¡Y tan difundida y general le pareció, que Ross la denominó el error atribucional fundamental!
La tendencia sin embargo tiende a invertirse cuando viramos la mirilla atribucional hacia nosotros mismos para juzgar o explicar lo que hemos dicho o hecho, especialmente cuando corremos el riesgo de quedar mal. En tales circunstancias solemos exhibir una tendencia o sesgo relacionado llamado el “self-serving bias”, o la inclinación a juzgarme a mí mismo de forma más favorable y conveniente que como juzgo a los demás. En pocas palabras: yo la cagué porque la cosa era bien complicada; ¡tú la cagaste porque eres así! Lo mismo aplica a los juicios que a veces emitimos o repetimos sobre grupos enteros en la forma de estereotipos, cuando le ponemos el sello a un grupo completo, asumiendo que la membresía real o imaginada de los presuntos miembros explica el comportamiento de los individuos cuyos actos juzgamos.
II.
Un posible antídoto parcial contra el error atribucional fundamental es tratar activamente de volverse más atento a lo que Lee Ross y Richard Nisbett llaman (en el libro cuyo título da nombre a esta columna) el poder de la situación, (the power of the situation), o simplemente la idea de que las circunstancias y los contextos cuentan y cuentan más de lo que nuestro propio aparato interno de evaluación social nos suele sugerir, sesgado como está por la historia evolutiva de nuestra especie para anticiparse a posibles fuentes de peligro y dejarse llevar por primeras impresiones. Hay varias demostraciones clásicas del llamado poder de la situación en la psicología social, entre las más famosas, los estudios sobre obediencia a la autoridad de Milgram y el estudio sobre la prisión de Stanford de Zimbardo. La lección básica de estos estudios parece obvia pero amerita repetirse: para bien y para mal, somos todos más maleables y más susceptibles a factores situacionales de lo que tendemos a creer.
Pienso en los estragos de todas clases que dejó María y lo visible que eran o que aún son. De las cosas relativamente positivas que dejó el desastre, sin embargo, una quizás fue una especie de recordatorio masivo y ubicuo de que la situación cuenta, de que lo que los demás hacen o dicen tiene mucho que ver con las circunstancias en que están. Pero olvidar es fácil si se lleva (como en teoría llevamos todos “por diseño”) una vida entera operando bajo el influjo del acechante error atribucional fundamental, cultivando un estilo atribucional disposicional y rodeado de otros que operan de la misma forma. De nuevo, la idea no es que unos cometen el error atribucional fundamental y otros no; se trataría más bien de un glitch “fundamental” en el sistema sociocognitivo de la especie, si bien hay factores que pueden moderar su impacto (el tiempo que ha pasado desde que la acción que juzgo ocurrió, experiencias personales o educativas que me hagan más fácil identificarme con otros, el estilo atribucional de aquellos que me criaron y entre los cuales aprendí a mirar el mundo, cuán individualista o no es la cultura dominante en la sociedad en que vivo, y quizás además el haber vivido experiencias compartidas de devastación, en las que se hace más fácil ver el impacto de las circunstancias sobre los otros porque te impactan a ti también).
III.
Claro que todo esto, bien mirado, podría lleva a algunas preguntas incómodas: por ejemplo, cuánto crédito situacional o fiao situacional habría que darle a quienes consistentemente insultan y abusan y atropellan a otros? Quién necesita más evidencia a estas alturas, por ejemplo, de que el presidente americano es un racista, narcisista, tramposo, mezquino o incompetente? De qué valdría decir que todo lo que cualquiera hace depende de la situación? “Pobre Hitler! Triste producto de sus circunstancias…” sería una forma abominable de reducir al absurdo el argumento sobre el poder de la situación y el llamado a tener en cuenta el peso de los factores situacionales. En casos tan extremos, hablar de errores de atribución parecería una sutileza teórica inútil, cuando no directamente contraproducente. Igualmente problemático sería inflar el tamaño de la situación de tal forma que nadie nunca tuviera que asumir ninguna responsabilidad por nada, decir por ejemplo, no es culpa mía, es culpa del patriarcado, del capitalismo, la evolución, las hormonas, la finitud de la vida…
En términos de nuestro día a día en estos tiempos en los que las acusaciones de todo tipo circulan con enorme facilidad, entonces, cómo compaginar esta invitación a no ponerle el sello demasiado rápido a la gente con la necesidad de la denuncia, con la necesidad de confrontar la injusticia, el abuso, la violencia? Cuan abierta, individual y colectivamente, dejar la ventana de la aceptación, del perdón, de las segundas oportunidades? Y para quién? Conocer un poco sobre la existencia de procesos sociocognitivos como el error atribucional fundamental y el estilo atribucional disposicional podría ayudarnos a notarlos más, lo cual no los hará desaparecer, pero podría alentarnos a moderar en algo los estragos que éstos pueden causar en nuestras luchas o en nuestras relaciones personales.
El punto no es negar que sea posible identificar patrones en la forma en que una persona actúa y responde al mundo (es lo que estudia la psicología de personalidad, contrapeso de la psicología social), sino insistir en que atribuir exclusivamente a rasgos personales lo que otro hace o dice se nos hace demasiado fácil y niega el dato de que todos tendemos a ser más fluidos, maleables e inconsistentes de lo que nuestra memoria y nuestra atención selectivas nos suelen hacer creer.
IV.
Aunque es fácil pensar en atribuciones negativas, está claro que hacemos montones de atribuciones positivas también. Decimos, por ejemplo, “mi amiga me dio la mano porque es solidaria”, “mi compañero de trabajo cumple con lo que promete porque es un tipo decente”, “mi adversario está dispuesto a dialogar porque es una buena persona”. Lo cual me trae de regreso a las cosas que dice mi hijo… Aparte de sus acusaciones ocasionales, mi niño, como los niños de los demás, anda mirando cuidadosamente el mundo, haciendo preguntas y tratando de entender cómo funciona la gente. Por las tardes, cuando pongo el noticiero en la compu, él se acerca y observa. Cuando me ve atento a lo que algún entrevistado dice, pregunta “y ella, es buena?” “y él, es malo?” Como vemos un noticiero serio (el Newshour de PBS) casi siempre los entrevistados son expertos o son periodistas excelentes o son funcionarios o líderes o simplemente personas más o menos razonables cuyas palabras han sido incluidas en un noticiero cuidadosamente enfocado en informar a su audiencia.
“No es ni bueno ni malo” le digo, “es un funcionario bien preparado que hace su trabajo muy bien” y trato de explicarle lo que está diciendo y por qué importa. Pero siendo el mundo como es, tarde o temprano sale alguna noticia en la que el sujeto X ha decidido destruir el programa Y y salirse del acuerdo Z, lo cual afecta devastadoramente a las poblaciones A, B, C y pone en riesgo de F, G, H al mundo entero. De inmediato me entra una rabia fulminante, con visión túnel y estado general de alarma y grito “Maldito sea ese ¡@)(#*^%$*%N!!!!!!” Entonces despierto y miro a mi hijo, que sigue ahí y me mira asombrado, feliz ante la confirmación involuntaria que le acabo de ofrecer de ese esquema mental básico según el cual de hecho hay villanos en el mundo. Él se ríe y yo admiro con profundo convencimiento disposicional todo lo que le atribuyo a mi muchacho, llenito de cualidades espléndidas que asumo fijas y constantes: sensible, generoso, solidario, bondadoso, amable, curioso, amigable…. Pero no lo ayudaría yo si le pintara un mundo hecho de buenos exclusivos y malos perennes en el que al menos yo no creo vivir.
El punto sin embargo no se queda en un mero “no juzgarás”. Contrario a lo que se dice a veces cuando se busca ser o parecer imparcial (“yo mejor no juzgo”), pasar juicio y evaluar lo que se nos presenta basado en algún sentido de estándar (por rudimentario e inconciente que sea) es parte inevitable de estar en el mundo, parte básica de lo que nuestra mente hace automáticamente. Se trataría en todo caso de aspirar a juzgar mejor, evitando que los impulsos disposicionistas nos ofusquen y nos priven de mirar alrededor a ver qué más es lo que está pasando y cómo juzgarían otros que miraran desde otra situación. Todo esto no se lo puedo explicar detalladamente a mi hijo todavía. Y sin embargo no puedo esperar a que lo entienda del todo antes de empezar a tratar a aplacar el impulso atribucional disposicional que le viene por lo de haber nacido humano. Solo me queda entonces tratar de mostrarle una y otra vez, atribución por atribución y juicio por juicio, que es mejor juzgar a los demás de formas que nos recuerden contínuamente la necesidad fundamental de crear una situación general profundamente más justa para todos, en la que pueda finalmente aflorar lo mejor de cada uno.