Sobre Archivo rural de Vanessa Vilches
Gracias, Vanessa, por esta invitación. A Beatriz y Lissette, por el extraordinario proyecto que es Editora Educación Emergente. A Claudia, por compartir esta mesa conmigo.
Primero, el título: Idilio tropical: de ausentados e impropias. Segundo: anticipos.
Ante el riesgo de dar a conocer Archivo rural, sin agotar su materialidad específica y participar el disfrute de su lectura, propongo varios expedientes sugeridos en un libro ensartado en hebras de imágenes, hilos tan sinuosos y embriagantes como las hojas del tabaco y los procesos de la memoria. Cito: “Recordar aquí es abrir un cuarto oscuro calzada con tacones. De seguro me voy a reventar”. (22) Tacones, advierto, de diversos tonos y formas en los que se intersecan tres texturas. La primera, la imagen de portada, Árbol de la vida de Rafael Trelles, reproducida luego, e íntegramente, en la colindancia entre Censo Nominal y Documentos sin catalogar. La segunda, 43 reflexiones auto ficcionales agrupadas en Nada contra el olvido. La tercera, cinco relatos en timbre realista. Mis comentarios van, a su vez, precedidos por epígrafes robados de otros (como los recuerdos de los que se apropia Vilches, impunemente). Ellos me asisten en la tarea encomendada adhiriendo, tal enredaderas, otras voces que emulan la cháchara incesante de las despalilladoras de tabaco, oficio que, recién descubrí, ejercieron mi abuela y mi madre en las tierras altas de Yabucoa.
Calzar tacas no es ejercicio fácil. Yo, jamás, lo he logrado. Implica dominar el balance, sostener la postura y seducir el aire. Calzarlas en cuarto oscuro es lanzarse a asir, en reconocimiento del acto fallido, el enigma del padre ausentado y las fantasías de siete hermanas y una nieta mayor. También, las tramas soterradas de un pueblo como Comerío, a mitad entre la altura y la bajura, soslayado en la arcadia de lo rural o en la promesa del desarrollo, –paradigmas del archivo oficial–, como son las vidas de mujeres impropias como las de Saturnina, la madre/abuela fantasmal; su hermana Rosa y Juana Colón, despalilladoras de tabaco y agitadoras sindicales (Julio Ramos añadiría a Luisa Capetillo), así como la impenitente y bella Aleida, muerta antes de su tiempo, como tantas otras consumidas en la otra cara del paisaje bello, de los valles y llanuras del perdido paraíso terrenal. Es, además, la historia de Luz (homónimo de madre de la autora de Archivo rural), zafia y malgeniosa de niña, colándose como extra en Los peloteros de la DIVEDCO cuyo protagonismo se reservaba para los varones. De adulta, deslumbrada por las luces redentoras de la educación y de los derechos compartidos, postergando el reclamo de asentarse en el espacio social asignado en la economía familiar (o el de los crímenes domésticos, para citar a una conocida escritora). En fin, y cito: “Como tiros al aire, las vidas son escenas concatenadas al final, fragmentos de historia que se organizan más de una vez”. (29)
Primer expediente, “No hay que desestimar la fuerza con que la enredadera trepa el fornido árbol”. La batalla de los archivos
¿Qué impide la destrucción total de las ruinas? ¿A quiénes se les venden los restos de las utopías? ¿Qué impedirá que ahora, en esta isla que se vacía, y cuyos bienes se rematan para amortizar una deuda sin fin, se disuelvan las memorias de los muertos? ¿Qué se contará de nosotras, y dónde y quién lo contará?
P.R. 3 Aguirre, Marta Aponte
En la portada de Archivo rural, un trasfondo de montañas y palmeras; un cielo azul que se derrama en niebla. Otros planos, cada vez más fantásticos y abigarrados, suplementan la idílica escena y asedian la óptica del lector. Un trópico salvaje, atávico, proteico, surge rizomático del fondo reconocible del paisaje en el que plantas, aves, frutas y corrientes de agua se metamorfosean y componen jeroglíficos y rostros tallados. Dos mujeres asoman. La primera, anclada en la serpentina plateada de la quebrada, perfila el cuerpo oteando un horizonte escapado del cuadro. La segunda, nos enfrenta enmascarada en hojas, desafiandonos desde la esquina a la que se le ha consignado. Dicha imagen regresa entre la primera parte y la segunda parte del relato. La misma se ha ampliado rediseñando el espacio y la valencia. En ella, la primera mujer queda relegada y, es la segunda quien se integra. Orgánicamente. al árbol de la vida extendiendo la mano oculta en la portada. No sé quién escogió la imagen y el juego de su iteración. Prefiero pensar que la misma es una puesta en escena de las palabras que nos tiende Vilches, su particular desarreglo y re/arreglo de archivo en la furtiva no persona/ persona de Saturnina o Nina, dependiendo quien la nombre. Si el archivo es la ley de lo que puede ser dicho o visualizado, un dispositivo de regulación en el cual se levantan cánones y memorias privadas y públicas, el archivista es su guardián y traductor. En el texto de Vilches, el archivo se contradice, cede al equívoco y a la confusión. Se multiplica, transforma y afecta con cada dato, percepción o marco narrativo. Se contrae y expande. “Me parece que la madre se llamaba Angelina, No podría asegurarlo” (65) para luego consignar “En el censo de 1940 aparece tu abuela. Es tabaquera. No fue a la escuela. No sabe leer ni escribir. No sabe hablar inglés… ¿Qué hago con la madre que murió de parto?… El árbol genealógico está poblado de fantasmas”. (64-65) Se excede en las ficciones agrupadas en la segunda parte tras los trazos sin documentar del Censo Nominal y de la frágil hebra plateada de la imaginación. Calzada en tacas, en cuarto oscuro. “No hay que desestimar la fuerza con que la enredadera trepa el fornido árbol”, sentencia la archivista.
Segundo expediente. “Este recuerdo no es mío. Me lo prestaron”. Ausentados
Echo de menos el hedor de los desperdicios de tu cuerpo…
Son olores remotos pero carentes de discreción,
como descortés es la muerte a pesar de sus avisos…
Desde el trono de mi miseria alzo los ojos
y espero verte sobre la higiénica tumba
en la que hemos estado tratando de salvarte,
tan juiciosa también ella,
tan voluptuosa como los ardides del sueño.
Pero ya no estás.
Tus perfumes me recuerdan que estás vivo.
Vanessa Droz, El perfume, A la memoria de mi padre
Escribe la ensayista de De(s)madres y el rastro materno en las escrituras del Yo: “Conocí a mi padre el día de su entierro…Y la sorpresa, no sólo de que él fuera tanta gente diferente a la vez, sino de haberlo conocido tan poco y tan mal, me alivió…No podría decir que me llevara del todo bien con mi padre. Tampoco lo contrario. Había una distancia insondable…un escuchar mal al otro…Este cuento quiere ser una reparación”. (15, 45) ¿Cómo convocar –traer del recuerdo a la memoria– el signo que significa al padre: el padre bueno y el padre obs-ceno, el que no debe mostrarse? Rastrear la madre, en las escrituras de otros implicó un distanciamiento crítico. Al padre propio, mudo y opaco, lo borronean los afectos, esa particular y transitoria intensidad que traspasa los cuerpos y los contagia, sin domesticarse en emoción razonada o razón expresiva. El padre, uno y muchos, a la vez. Certificado en documentos para la tercera hermana, en la abundancia en la escasez para la cuarta, en el saber manual y las herramientas legadas para la quinta, en la afición por el deporte y la música de la segunda, en el mejor de los amigos, en el abuelo que se desdibuja cada vez más. Apenas suyo, apenas un olor de whiskey y cigarrillo atrapado en sus manos, apunta la narradora, la sexta hija: “Ese aroma me persigue. Desde niña ese se volvió su olor para mí”. (34)
En el poema de Droz el olor, el sentido más sellado al cuerpo, desconfiable e inasible, regresa el padre que se quiere vivo. Es hedor de la carne putrefacta en la instancia extraordinaria de caer, cadere, cadáver. En Archivo rural domina el olor de la cotidianidad, del padre cansado y envejecido, un olor que se adelgaza y del cual se pierde la procedencia según transcurren los años: “De dónde viene ese aroma? Creo conocer bien mis olores, Este no es mío…Parezco un sabueso a la caza, pero ando perdida.” (43)
La memoria va, también, a la caza de una figura y un temperamento, del padre vuelto el tierno abuelo de Cachaquita, “Al que le falta palabra y que no puede ocuparse de mí. Aún hoy conservo esa imagen como la verdadera. Insisto en ser la niña desapercibida, la que escapa a la mirada paterna, la que se zafa, pero quiere que la busquen” (35). Al padre ausentado, aún estando presente, hurtado por el trabajo, la familia, el traslado de Comerío a Bayamón.
Del ausentado en vida se conserva, pues, su enigma. Muerto, no tiene memoria nuestra. Ni suya. De ella somos sus delegados en una composición de memorias que se hacen y se deshacen, hebras sueltas de un telar incompleto: “Ya no lo diré más, no hará falta que lo repita, para qué, todas estas palabras me pertenecen. Todos estos recuerdos me los he apropiado. Busco una imagen multiplicada por siete máquinas del tiempo con ojos, oídos y lenguas”. (29) Para luego contradecirse. “Este recuerdo no es mío. Me lo prestaron,” (30) No inventes, Vanessa, te lo robaste. Bien por ti. Tal es el trabajo de memoria. Maleable y caprichosa, incapaz de ajustarse a la impresión primera del recuerdo. Viajera cargada de tiempos, espacios, voces y experiencias, la ceñimos y la ajustamos; la relatamos. Dosificada la higiene del olvido necesario para reanudar el saludo interrumpido desde la adolescencia, es dable rescatar la memoria deseada del padre “El que se escoge para salir a divertirse. El que nunca debe faltar” (61) … Este cuento quiere ser una reparación.” A las preguntas de quién, qué y para qué se recuerda habría que sumar de quién, para quién son las memorias? ¿Para una escritora en tacas y sus hermanas, para la nieta mayor, para todos nosotros, lectores, consumiéndolas voraces?
Tercer expediente: “Las ganas del cuerpo no tienen edad”. Impropias
¿Qué obrero pierde la vida amontonando cansancios
Si al reflejo de su historia sonean otros su canto
Si su memoria es un callo de mil esperanzas rotas
Si su piel sabe la nota de estar vivo y desahuciado?
Poema 8, “Invitación al polvo”, Manuel Ramos Otero
Geografías de lo perdido, el conjunto previo de cuentos de Vilches, desplegó una constelación distópica de un país cuyo presente se asoma, peligrosamente, al resto de sus ruinas. Uno en que hasta la función simbólica del padre y la madre, se reduce al intercambio mercantil y mediático, pero en el cual, por suerte, todavía hay brisa y un fuerte olor a pan. En Archivo rural el pasado memorioso comparte con el tabaco la voluptuosidad, la pirueta que se aspira y se exhala. Sobre todo, cuando la conduce el olor. En Documentos sin clasificar es el cuerpo de la mujer quien lo retiene y contagia: sudoroso a trabajo y a maternidad, impregnado de hierbas medicinales, convertido en tufo las secreciones que una vez la unieron a otro cuerpo. El relato de Saturnina, un rumor dudoso de familia, un nombre en un censo, atraviesa la imagen del árbol de la vida y se anima: “Este sí que es puro cuento”, se enfatiza. (66) Sí y no. Su historia, es sostén de otras, la de mujeres impropias, vidas frágiles y prescindible, al margen de la ley, sin derecho al habla y a la agencia pública, incluso a decidir cuándo y cómo han de morir. Vidas trituradas en la pesadillesca máquina de la familia, el capital, el estado, el ilusorio idilio tropical. Ariadna Goudreau ha escrito sobre ellas en tiempos de austeridad y deuda fiscal: así como del gesto solidario que las hermanas en otros lazos que no son la sangre. Tras María: “Quedamos nosotras… A fuerza de rabia, magia y experiencia en la precariedad, nos vamos de comer y de beber. Nos lavamos las espaldas…Aunque los árboles han vuelto a dar hojas, ya jamás podremos negar que nos hemos visto desnudas, en los huesos, endeudadas con el hambre, con nuestras pestes que anteceden por siglos al huracán. Nunca fuimos ni seremos iguales…La austeridad no nos hace iguales. En todo caso, visibiliza que existen heridas y precariedades antiguas y actuales.”(Las propias, EEE, 2018, 17) En Documentos sin catalogar otra familia se constituye, con Saturnina, ausentada del hogar que la sofoca y muerta de pleuresía a los 31 años; con Rosa, vieja oficiante de manos santas; con Gin, tan parlanchina, relevo de otros cuerpos gastados; con Juana, hija de esclavos, santigüera y bandera roja. Escribir sobre ausentados e impropias implica, pues, una responsabilidad radical, una respuesta a la demanda ética y política al dotarles de un nombre, de hacerlos aparecer en un relato o en el expediente de un archivo alternativo, de una doble restitución que les haga justicia. De la sexta hija que recibe, por fin, al padre. De Juana, que aspira a leer y escribir, de Luz y sus reclamos de igualdad. De Saturnina, lanzada a lo imprevisto. Tal es la magia del arte.
Expediente cerrado. Idilio tropical.
¿Vale relacionar el idilio tropical, y su eco rumoroso de veredas, boleros y cortometrajes melancólicos, con el archivo rural y familiar con que Vilches sangra y sutura el legado memorioso de aquellas décadas en las que Puerto Rico fue vitrina de democracia y desarrollo para el Caribe y América Latina, en parte por el peregrinaje de la altura a la tierra prometida de las costas urbanizadas? El idilio connota armonía e integración. El trópico, un paraíso de montañas y palmeras, en las que pasean criollos –los buenos amos– como las letradas que impulsan el derecho al voto de la mujer, pero excluyen a las trabajadoras con olor a malagueta, guarapo de sábila y hojas de tabaco, así como a bien intencionados misioneros al Valle de La Plata. Un paraíso en el cual veranean turistas todo el año y que hoy se disputan los criptoricans que ya enfilan cuesta arriba (a punto de descubrir Comerío, Vanessa, y sin tu libro como guía).
También, el idilio es pasión sostenida y convenida. Y, el trópico, zona de batalla en la cual una narradora araña memorias propias y ajenas en ficciones rurales escritas desde la costa y en tramas familiares y colectivas, insepultas y obliteradas. De ausentados e impropias. Mirando al sesgo, alerta y en complicidad con la mujer en la portada, a quien quisiera imaginar espiando al embalsamador (la única voz masculina en un texto hablado por mujeres) quien declara desvalido, a pesar de la ferviente creencia en la fe y la ciencia, su ignorancia y derrumbe abismal ante el cuerpo muerto de su hermana: “Es que te lo llevas todo, Aleida….porque eras eterna, y nunca llegaría este día en que te falta palabra, y ya ves, yo aquí ahogándome, sin piedra en la que agarrarme, sin agua, crecida, río, ni misión que limpie este dolor.” (98)
“Nada es para siempre”, reitera Archivo rural. La historia de Nina (Saturnina), apenas aludida en Censo Nominal, incierta su existencia fáctica, regresa protagonista en Documentos sin catalogar. Lo anticipábamos ya en la portada. En la primera imagen cualquier ilusión de idilio tropical resta saldada en la mirada hueca sin factura ni reembolso. En la segunda, y en el cruel optimismo de aquellos a los cuales todo se le ha quitado menos el gesto parejero, la mano invita a otro sendero, a otro archivo urgente en el cual las palabras la regresen en propiedad al lienzo: “La serpiente plateada le muerde el tobillo. Incapaz de adivinar que la historia no hace justicia a las vidas, que será un borrón en un archivo, una edad mal calculada, un nombre que dejará de pronunciarse, la joven renuncia al camino de la quebrada y desafía al destino”. (91)
Me detengo en la conversa con algunas de mis mujeres favoritas. “¿Qué se contará de nosotras, y dónde y quién lo contará?”, se preguntaba Aponte. ¿Encontraremos en nuestro árbol de la vida una narradora agazapada que, desde el presente inconstante de la escritura, desconfíe tanto de su memoria como de la de otros, incluyendo las que enseñaba Luz en su cuaderno escolar? ¿El trazo de un olor, el cual, en vez de muerte, anuncie vida, Droz? ¿Seremos las propias, las que no nos debemos a nadie, Ariadna? ¿Y, mientras, tú, Vanessa, te calarás las tacas mientras muerdes tus uñas, zanjada la rabia en el cuento de nunca acabar, en tu peculiar desvío de archivo? Basta ya, Malena. “De seguro me voy a reventar”.
Presentación del libro el 5 de mayo 2022 en el Archivo Nacional.