Sobre Donna y las amarras de la amistad
A Emilio JuncosaNo había fiestas como las de Emilio. Su cuarto -en ese lugar mágico llamado Silliman en ese otro lugar llamado Yale- soltaba los fuegos de los estudiantes que nieve, lluvia y frío encontraban entre las puertas enormes y la chimenea el verdadero pulso que en los días y noches de estudio a veces quitaban. Finales de la década de 1970, Connecticut como hogar, otros lugares ya como destinos mentales, emocionales, profesionales. Y en una suite universitaria se alcanzaba tocar toda ilusión de plenitud. El calor que producía llegar al secreto perfecto, esquivo, pero nunca inconstante de la amistad en los tiempos del futuro incierto, los romances sucesivos, el amor verdaderamente encontrado, la ambición medida o desplegada, el temor recubierto de altivez, la ansiedad vestidita de imponente seguridad. Allí se dejaba todo en la puerta. Allí se estaba desnudo interiormente. Y allí se bailaba.
Contar con que cada mes Emilio y sus compañeros de cuarto abrieran la puerta blanca y la noche más allá de nuestros almuerzos juntos en Commons o las pizzas de bacon & onion en Yorkside era el cielo prometido de la caribeñidad ausente. En el cuarto de Emilio todo sanaba. Se encontraría allí en música Celia con Rubén y la Gaynor con Willie Colón. Y nosotros. Criaturas del cuerpo a los 18, 19, 20 años, era el sudor de la noche y las promesas de un sábado que no se olvidaría lo que convocaba a que los estudiantes de MB&B y de Comp Lit y de Biología y de Química e Historia del Arte respiraran. Eso, allí se repiraba mejor. Era quizás lo que materializaba y a la vez eternizaba la experiencia que todavía nos une y todavía nos amarra de mil maneras. Fueron noches perfectas.
Quizás alguien podría adjudicarle esa perfección que se le adscribe a noches de baile juvenil a la memoria trastocada, o a la nostalgia, o a la suma de los años y décadas desde ese tiempo imborrable hasta este momento que lo puede recobrar y retocar. No. No es así. Perfectas eran. La reincidencia y la expectación de estar allí eran palpables. Siempre presentes siempre. Y una vez allí, todo era tan simple. La simpleza es parte de esa perfección. Noches de nieve con ron del Caribe, música siempre. And oh, the dancing… We survived «I Will Survive». We invented survival. Y Donna, Donna. «MacArthur Park», «Last Dance».
Salsa y merengue, sí, pero también éramos disco, sí, éramos la hibridez de disco y salsa, sin que eso fuera doblez o amenaza. Se abrazaban las ambiguedades, y eso también era perfecto. Allí Jaime y Janet y Maritza y Carol y Suzette y Jenniffer y Patricia y Carlos y Jorge y el Acere y Kunta y Richard y la vida. De Londres y África también venían a acompañar a la comunidad cubanorriqueña y salrediscoril que sin duda se sabía acompañar con las verdades que entraban por sus oídos. Y claro, sin duda, la banda sonora que la Summers provocaba, y las preguntas y los sinsentidos y las vueltas y a ver quién baila más, y las Bad Girls preguntándose todavía quién iba a dejar the cake out in the rain, quién esa noche tendría el last chance for love… Recordar todo lo que es justo y necesario. I need you / by me beside me/ to guide me/ Just hold me… Hold me y dame vueltas. Era un ticket para Hot Stuff. Nadie se iba después de Last Dance. Y nadie nunca se ha ido de esas fiestas. Los que las vivimos, siempre tenemos una fiesta adentro. Y bailamos los unos con los otros aunque no nos hayamos encontrado nunca más.