Sobre “La R de mi padre”, de Magali García Ramis
Decoraba yo entonces, aunque también ahora, como decoran los presos las paredes de sus celdas: con todo lo importante puesto a la vista, exhibido de continuo en lo que extinguimos la pena que nos toca, y por si las moscas.
“En Orihuela, su pueblo y casi el mío”, Magali García Ramis
Magali escribe desde la ley, La Academia, pero lo que hace es contarnos el cuento, la novela de crecimiento que nos ha contado toda la vida, en la que explica los significados autorizados de las palabras y sus absurdos y violencias, puesto que la palabra es poder que tiene sus efectos hasta en el espacio doméstico y lo doméstico tiene su poder puesto que ahí también somos dueños de las palabras. Por ahí iba la profundidad de mi pensamiento, pero releo a Magali para poder reseñarla y su estilo me contagia. Mi reseña se vuelve mimética; un homenaje por parte de una aprendiz, que quisiera que esta reflexión sobre la escritura de la maestra también viajara del espacio íntimo, doméstico a sus efectos en la esfera pública. Entonces pido disculpas por esta reseña/crónica sentimental que sigue adelante, que se apodera de este escrito que no puede hacer más que rendirse.
La primera vez que leí a Magali García Ramis fue por allá por el 1988. Yo era estudiante de bachillerato, acabada de llegar a estudiar a Río Piedras, que fue en mi vida el anhelado momento de cortar el cordón umbilical con mi fuerte familia campesina, jíbara, a pesar de haber vivido en los Estados Unidos, la ciudad de Chicago por dar más señas, y haber vuelto en el 70 no al campo, sino al valle de Caguas: la parte urbana, abajo, el pueblo al que los del campo iban sólo a hacer compras para luego volver a subir la jalda. Ya en la urbe capitalina (porque Río Piedras también es San Juan) estaba con los ojos bien abiertos y asustada; tratando de aprender todo lo que podía sobre todo lo que me encontrara—Río Piedras me parecía una gran ciudad; la Universidad también era un mundo; con su teatro propio, su banco, su complejo deportivo, sus residencias de varones y señoritas, todo—y tratando de no parecer demasiado jíbara, inocente, protegida, lo cual es sinónimo de tonta. Supongo que todavía me queda algo de eso porque, como demuestra la escritura de Magali, quien uno es creciendo no nos abandona nunca. Entonces, en los ochenta tardíos, vivía con los ojos y las orejas bien abiertos, caminaba con prisa cantando canciones de Silvio Rodríguez, o de Serrat, o de Pablo Milanés o de Roy Brown (descubro leyendo el libro que reseño que a Magali y a mí nos gustan las mismas canciones). Entonces leía con voracidad y debatía en cualquier plaza, sintiéndome adulta e inaugurando así una inteligencia pública que no tenía mucha información ni experiencia desde los que ser ejercida. Pero las ganas y el atrevimiento joven suplen lo que las pocas lecturas no aportan. En esos años, Carmen Rafucci, me asignó la lectura de Felices días tío Sergio para su clase de historia de Puerto Rico y a mi vida de lectora llegó la alegría y el descreimiento. ¿Era posible que se asignara en la Universidad, en un curso de Historia (así, con mayúsculas) esta historia de una vida que se parecía tanto a la mía? A los 20 años todavía me parecía que se leía con ceremonia y recato más que nada a autores muertos y, de repente, el aislamiento en el valle de Caguas de los setenta a los ochenta, que nada tenía que ver con la educación sentimental del Santurce de los años cincuenta que describe Lydia me parecían tan cercanos. Las similitudes son abundantes. Veamos.
Yo, como la mamá de Lydia, me paraba como las garzas y no por eso me sentía menos femenina. Yo tampoco sabía, como Lydia, qué era un lerén (creo que todavía no he visto uno en la finca de mi abuela llena de apios, malangas, yautías y plátanos) y un dato como ése podía provocar que me negaran la puertorriqueñidad a mí, sobre todo a mí que nací en Chicago. También desdecía de una educación religiosa que sólo servía para resignarnos a todos a las jerarquías y los prejuicios sociales, y como Lydia me enamoré casi a escondidas del arte porque me dejaba ver otros mundos que a los ojos de mis mayores no eran más que pornografía, disidencias, seducciones del mal. Yo también me habría enamorado, en el sentido filial, del tío Sergio y me habría enojado mucho con él al sentirme abandonada por su partida. Con la mitad de la familia en Estados Unidos, tenía clara esa experiencia de abandono que se vive cuando uno crea lazos que se deshacen porque alguien se monta en la guagua aérea (entonces no tenía claro que las distancias se achicarían en un ir y venir continuo, además de que quien parte, a veces también regresa). Cuántas veces habré ido al aeropuerto que ya era internacional y tenía el nombre de Muñoz Marín, a sentirme parte de la modernidad más ferozmente futurista. Con mis hermanos descubrí que donde hay muchos teléfonos públicos, como en los aeropuertos, si uno mete la mano en la ranura del cambio encuentra monedas dejadas allí perdidas por viajeros distraídos y con prisa. Nos hacíamos ricos metiendo los dedos en todos y cada uno de los teléfonos públicos del aeropuerto. El caso es que habían pasado veinte años entre el mundo de Magali (perdón, Lydia) y el mío, como si no hubieran pasado. Magali exploraba las mismas preguntas que me hacía, sin siquiera haberme dado cuenta. Será por eso que luego compré y leí todos sus libros. Los cuentos de La familia de todos nosotros, las crónicas de Las noches del riel de oro que leí en California cuando yo, como la cronista, estudiaba fuera, y La ciudad que me habita que sentía me habitaba a mí también. Su novela Las horas del sur es la invención de una historia de masones que se publica cuando me entra la curiosidad por el tema.
Hoy, cuando me la encuentro, ocurre el milagro de que me salude con un cariñoso “Hola Melanie”, no porque sea yo sino porque Magali es dulce con todos. La invité a la radio a hablar de su nueva publicación y, como siempre, de su boca no sale un pero. Este nuevo libro, de pocas páginas y sin pretensiones infladas se titula La R de mi padre y otras letras familiares. Dice ella sobre el proyecto: “Me pidieron que publicara la conferencia que dicté al ser admitida a la Academia de la Lengua en Puerto Rico y decidí rescatar otros textos que pudieran, en diálogo con éste, hacer un libro”. Escogió en diálogo con el editor, Elizardo Martínez de Callejón, textos que también se refieren al lenguaje que para ella es familiar y letrado, poético y sencillo, preciso y con vuelo, cotidiano e histórico, humano y heroico. Plantea el libro sin decirlo que es necesario que estos distintos lenguajes, la R velar de su padre –que es la misma mía– su padre que frecuentaba cafetines, agencias hípicas y escuchaba música de cafetín por la radio, y el lenguaje correcto de las tías, la madre y la abuela convivan de forma más familiar; más cercana porque aún en una casa, donde comparten un techo, también viven en guerra.
El resto del libro sigue trayendo a la vida lenguajes: el de Miguel Hernández (poeta español, también uno de mis favoritos), y el de Lolita Lebrón, quien según Magali fue al Congreso estadounidense en un tiempo de guerras, mordazas y sacrificios, de gestos grandilocuentes, a que la mataran y no a matar, porque fue una mujer que con talente y compostura luchó por la justicia, así, fuera de la ley donde a veces es posible luchar porque la ley se reescribe. Rescata también el lenguaje de las multitudes de artistas, intelectuales y poetas que pululan por las distintas calles del Viejo San Juan, desde donde todavía enuncian, mas además el de la tecata que se infectaba heridas que se hacía en los brazos para conmover a quienes esperaba se metieran las manos en los bolsillos y le dieran algo, hasta que dejó la piel de esos mismos brazos pegada, porque se la arrancaba y la empalmaba, por los muros de esa misma ciudad. El lenguaje a veces es presencia de cuerpos, es cuerpos deshechos, deshilachados y pegados a las paredes. Esa tecata, antes de morir de una infección en los brazos que se mutilaba cuidó como madre, esa Mother, de sus hijos que eran todos los ciudadanos sanjuaneros que se dejaran adoptar por ella. Como los vecinos que adoptaron a un muerto, herido de bala, y le pusieron velas y le rezaron y lo envolvieron de palabras, junto con los señores oficiales de la policía, la prensa y los gatos que husmean los cadáveres muertos a tiros por las calles.
¿Cuántos lenguajes se hablan en un país? La Real Academia de la Lengua la invita hablar de lengua y ella regresa a lo que sabe hacer: contar historias familiares que son también las historias de la ley del estado, que se escribe con tinta y con sangre y con gestos corporales y silencios que son lagunas y lagunas que son recuerdos que no existen si no se dicen y que aun así se pierden si no se escriben y que al escribirse esto hay que hacerlo bien, escogiendo un lenguaje y sabiendo qué clase de lenguaje es el que se ha escogido y dónde se lo está colocando, porque no todos los lenguajes han aguantado tinta, ni la tinta basta para decir todos los lenguajes. Sabiendo eso, Magali decide con su lenguaje que es también el mio y no sé en qué medida de alguien más, decide poner a la vista todo lo que importa, por si las moscas.