Sobre mi temprano descubrimiento del chino: Nota crítica y autobiográfica
Mi infancia fue nómada y no uso aquí el término en el sentido tan de moda en nuestros días impuesto por Deleuze y Guattari, aunque lo pueda ser en ese sentido también. No, lo uso porque entonces mi familia nunca tuvo una casa permanente, una que desde la perspectiva de hoy pueda recordar como ese lugar en que viví por años y donde me fui formando como persona. Así fue ya que, por razones económicas, nos tuvimos que mudar con mucha frecuencia: una vez de un pueblo a otro, otras de barrio en el mismo pueblo y varias de casas distintas en la misma calle. De todas en las que viví, recuerdo una casa en particular con mucho cariño. Como muchas de las otras en las que habitamos, ésta estaba en la Calle Barbosa o Calle Nueva, como se conoce todavía la misma en Aguadilla. Era una humilde casa de madera con techo de cinc, con salita y comedor aun más pequeño, dos dormitorio contiguos, un baño con un viejo inodoro de cadena casi en el techo y un arcaico fogón de carbón en la cocina que no se usaba ya pero donde se colocaba una pequeña estufa de gas de dos hornillas en la que mi madre, siempre de forma precaria, preparaba las comidas. En una de las pocas fotos de mi infancia –son pocas porque no teníamos cámara– aparezco al pie los escalones de entrada a esa casa, recién llegado de la escuela. Creo que la foto capta mi ingenuidad infantil y la honrosa pobreza de la familia.
La casa a la que me refiero quedaba frente a la Imprenta Flores y casi al frente de un bar regenteado por un señor muy respetado en toda la calle. En mi casa llamaban al negocio el bar de don Varo, aunque de seguro el mismo tenía un nombre propio típico de esos bares de pueblo, uno de esos nombres de reminiscencias modernistas, algo así como El cisne azul o El brindis del bohemio. Pero el honorable título que todos colocábamos antes del apodo del dueño, don Varo, revelaba el prestigio de éste en todo el barrio. Muchos años después supe que era originalmente de Moca, se apellidaba Loperena y era el padre de quien más tarde fuera un sacerdote dominico que impulsó desde su particular perspectiva la teología de la liberación en Bayamón. Pero ya desde el momento que lo conocí, cuando vivía en esa casa en la Calle Nueva don Varo era definitivamente o, al menos, lo era para mis ojos de niño un señor que había que respetar y a quien todos respetábamos.
El bar de don Varo, como todos los de vecindario de esos días, tenía una muy sonora vellonera. Pero él imponía estrictas normas para su uso, de tal manera que a los vecinos no nos molestara demasiado la música. Aquello de ¨como vellonera¨ no se aplicaba al volumen de la de su bar. Pero, a pesar del control de su dueño, la vellonera del bar de don Varo llenaba mi casa de música como hasta las diez de la noche los fines de semana y como hasta las ocho los días laborales. Gracias a ese artefacto me sabía de memoria la letra de todas las canciones de moda de esos años, especialmente las de Felipe Rodríguez. Aquella que declaraba que ¨los reyes ya no tienen corazón¨ destrozaba el mío cada vez que la oía porque proponía una estética melodramática de la pobreza, estética que hacía eco en mí por mi formación en el cine mexicano – ¨Nosotros los pobres ¨, ¨Ustedes los ricos¨ – y por las prédicas religiosas y las quejas de mi madre sobre nuestra precaria situación económica. Por ello, la vellonera del bar de don Varo formó parte esencial de mi educación sentimental y reafirmó muchos principios éticos y estéticos promulgados en mi casa que me formaron y que todavía hoy me marcan.
Aunque las canciones de Felipe Rodríguez eran las que más se escuchaban en el bar de don Varo, también se oían allí muchas de Daniel Santo, de Davilita y del dúo Rodríguez de Córdoba. Pero recuerdo otras, muchas más. Entre ésas me impresionó mucho, muchísimo, una muy vieja ya para entonces que declaraba que ¨en el tronco de un árbol una niña grabó su nombre henchida de placer¨. Y me impresionó tanto porque yo no entendía correctamente la letra y creía que la niña grababa en el tronco del árbol su nombre ¨en chino de placer¨.
¿Cuál era esa placentera lengua oriental que empleaba la niña de la canción? Con esta duda ardiente en la mente fui donde mi madre y sin preámbulos explicativos le pregunté qué era el chino de placer. Mi madre, escandalizada porque entendió el término chino en el sentido popular puertorriqueño de roce sexual, me preguntó a gritos dónde yo había oído tal inmundicia. ¨En el bar de don Varo¨, respondí calmado y muy confiado en mí mismo porque decía la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. ¨¿Y qué hacía tú ahí, si se puede saber?¨ Entonces le expliqué que no había estado en el bar, lugar prohibido para mí a pesar de todo el respeto que mi madre sentía por su dueño; le aclaré que lo había oído en la canción de la vellonera del bar y recité mi versión de los versos compuestos por el cubano Eusebio Delfín. (Sólo muchos años después descubrí quién era el autor de esos versos que tanto me habían impactado en mi versión tergiversada.) Mi madre sonrió, pero no me aclaró mi enredo interpretativo sino que lo complicó más pues me dijo, para salir del paso y evitar más preguntas mías, que eso era un idioma. ¨Como el ruso¨, añadió. (Me imagino que la comparación con esa otra lengua en específico era reflejo indirecto de la Guerra Fría que entonces vivíamos a plenitud: chinos y rusos eran en aquellos años iguales y daba lo mismo apuntar a unos que mentar, en vez, a otros.) De inmediato me surgieron otras dudas. Sí, sabía muy bien que el chino era un idioma, pero qué clase de chino era ése que usaba la mentada niña, qué era ese chino de placer y cómo ella, que obviamente hablaba español porque la canción era en nuestro idioma, pudo llegar a conocer esa lengua que me imaginaba sofisticada y difícil de aprender.
Como en muchas otras ocasiones mi madre evadió mis preguntas y declaró que yo hacía demasiadas y que las mías eran imposibles de contestar. Por ejemplo, un día, para su total sorpresa, le pregunté por qué si ella era Juanita Feliciano de Barradas mi padre no era Efraín Barradas de Feliciano. ¨Vas a ser abogado porque preguntas mucho y confundes a la gente con tus preguntas¨, fue su respuesta a ésta en la que ya se podía entrever una incipiente propuesta de lucha por la igualdad feminista. Así que tras ese diálogo frustrado con mi madre me quedé tan o más confundido que cuando le formulé la pregunta sobre ese extraño idioma, sobre ese chino de placer.
Por suerte, pronto pude contestar yo mismo la pregunta sobre esa enigmática lengua. Mi respuesta de entonces quedaba asociada a otro lugar mítico de mi infancia aguadillana: Zayas School Supplies. Ésta era una de las dos tiendas de efectos escolares en el pueblo que recuerdo de mis tempranos años. Ésta estaba en la calle Muñoz Rivera, al comienzo de la misma, cerca de la que era entonces la escuela superior, y, por ello, bastante lejos de la casa. Por eso no la frecuentaba asiduamente, pero cuando iba era un gran placer entrar en ese recinto para mí privilegiado. Lo primero que me impresionaba del lugar era un fuerte olor a humedad, humedad que marcaba muy prontamente todos los papeles, libretas, cartulinas y cartapacios que allí se vendían. También había a la venta unos pocos, poquísimos, libros: uno o dos diccionarios, uno que otro manual de matemática o electricidad y algún librito de cuentos de hadas. A pesar de la escasez de libros y la mala condición de los productos de papel, ir a esa tienda era para mí entrar, al menos, a una minúscula sucursal provinciana del paraíso.
Así era en gran medida porque mi infancia estuvo huérfana de libros. Por ello, quizás, mis casas de adulto siempre han sido bibliotecas descontroladas y siempre he querido poseer casi todos los libros que veo. Envidio a esos que pueden contar de horas perdidas y mundos hallados en una biblioteca de un abuelo generoso y erudito que permitía al joven deambular entre estanterías repletas de ellos. Mi abuela Isabel, muy al contrario, era una censora inmisericorde, mucho más radical que el barbero y el cura de Don Quijote. Ella declaraba, sin titubeo alguno en su dictamen, que la lectura era puerta de entrada triunfal de la locura, que el que leía terminaba necesariamente en el manicomio. Y mencionaba con nombre y apellido – nombre y apellido que por desgracia he olvidado – a un joven aguadillano de su generación que terminó loco, según ella, de tanto leer. Además, los libros eran objeto de lujo y mi familia no se podía permitir tales despilfarros como era la compra de estos peligrosos objetos inútiles que sólo servían para perder la razón y alcanzar la demencia. Para la tranquilidad de mi abuela, éstos no se hallaban a la venta en el pueblo. Recuerdo que los primeros libros que supliqué que me compraran, aguijoneado por mi maestra de quinto grado, los tuvimos que ir a buscar a San Juan, a la Librería Campos, porque en Aguadilla no se vendían esos peligrosos y lujosos artículos. Creo que todavía hoy no se venden…
Pero en la tienda de Zayas hallaba unos minúsculos libritos editados en España –tiendo a pensar que por Calleja, pero no estoy seguro de ello– que costaban unos centavos y que sólo traían un cuento de hadas por volumen. Sacrifiqué muchos limbers de doña Lola y muchas piraguas de don Goyo para poder ahorrar para comprar esos librito, lujosos para mí a pesar de que eran de muy humilde formato. Esos minúsculos textos eran joyas ante mis ojos y como tal los atesoraba en una caja de zapatos. Ese humilde cofre era mi biblioteca rodante; en verdad, fue mi única biblioteca de la infancia. Pero extravié ese tesoro. Tuvo que haberse perdido en una de las múltiples mudanzas de mi infancia y su pérdida fue para mí peor que el fuego que destruyó la Biblioteca de Alejandría. ¿Cuánto daría hoy por aquella caja de zapatos llena de librito? Ni puedo imaginarme una posible cifra que ofreciera por el rescate de ese tesoro perdido, quizás el más valioso de toda mi infancia, si me olvido de las cajas de crayola. (Pero ésa es otra historia.)
Allí mismo, en uno de esos cuentos hallé la respuesta al enigma sobre el chino de placer. La hallé en una versión de ¨El ruiseñor¨ de Hans Christian Andersen. En ella se cuenta la historia de un poderoso emperador chino que descubre en libros extranjeros que en su reino hay un ruiseñor que canta como ningún otro. El emperador hace que traigan al ave a la corte y ésta con su canto hace llorar al monarca. Años después a éste le regalan un ruiseñor mecánico cubierto con joyas. Y no tengo que contar el resto del cuento porque todos sabemos que la narración está construida a partir de la dicotomía naturaleza y artificio, sinceridad y falsedad, etc., etc., etc. y, por ello, nos podemos imaginar sin ninguna dificultad el final. Pero cuando entonces leí el cuento, no descubrí el patrón de estructuras binarias que nos enseñaron a ver los estructuralistas, pero sí, de inmediato, me di cuenta que el Emperador de la China y el ruiseñor –el natural, no el enjoyado y mecánico– se tenían que comunicar de una manera muy especial, que tenían que hablarse en chino de placer. No había otra alternativa. Para mí esto era más que obvio. ¿De otra forma, cómo explicar que un pájaro dialogara con un ser humano, aunque este fuera emperador, el mismísimo Emperador de China?
Deslumbrado por mi descubrimiento, decidí que no podía compartir con mi madre la respuesta a la pregunta que le había hecho días antes y que tanto la había escandalizado. Temía volver a escandalizarla o, peor aun, temía que ella destruyera la certeza hallada en el cuento sobre el chino de placer. Así que mantuve el secreto sobre el idioma en el que la niña grababa su nombre en el tronco de aquel dichoso árbol cada vez que ponían la canción en la vellonera del bar de don Varo. Para mí la explicación de este acto era evidente e indudable, como un hecho probado por la ciencia. Pero a nadie le conté absolutamente nada sobre mi descubrimiento.
Guardé tan bien el secreto que se me olvidó. Fue que a la canción de Eusebio Delfín la cubrieron muchas otras capas de música que fui oyendo por años y años: plenas de Cortijo, baladas de los Beatles, trovas de Silvio Rodríguez y Mercedes Sosa, cantatas de Bach y cantatas bachianas venidas de Brasil, irónicas canciones de Liliana Felipe, música neoclásica de Stravinsky, coplas de Martirio y hasta música falsamente monótona de Philip Glass. En fin, años y años de música sepultaron a la niña que grabó en el árbol su nombre en chino de placer.
Olvidé el secreto de mi respuesta hasta que hace muy poco volví a escuchar por casualidad la canción de Delfín. Cuando la oí –por suerte estaba solo– me eché a reír a carcajadas, sin inhibiciones, al recordar mi lectura errónea de su texto. Y ya las palabras ¨lectura¨ y ¨texto¨ retratan a quien ahora recuerda al inocente niño que confundía la letra de la canción oída en la vellonera del bar de don Varo en la Calle Nueva. El recuerdo de la pregunta original –¿qué es el chino de placer?– y la respuesta literaria que le di –es el lenguaje en que se comunicaban el emperador y el ruiseñor– ahora cobraban otro sentido. Entiendo ahora ese lenguaje fantástico como lo que Harold Bloom llama un ¨misreading¨, pero uno mucho más fecundo e imaginativo que en el primer momento se puede entender. El niño ingenuo que fui creaba realidades imaginarias al malinterpretar un texto ajeno. Pero, ¿no es esa la raíz de tantos y tantos logros científicos y, sobre todo, artísticos?
Pienso, por ejemplo, en el hermoso error de una cantante nuestra que transforma un humilde ¨sombrero de esparto¨ en ¨sombrero de espanto¨. La hermosa imagen que nace de ese error –un simple sombrero campesino que se convierte en un atentado contra la moda o, mejor aun, en un vehículo de angustia metafísica– podrá ser y es un error, pero produce la maravilla de una imagen casi surrealista. Y el surrealismo nos enseñó que el llamado error, la casualidad y la irracionalidad son magníficas herramientas estéticas. Por ello mismo los seguidores de esta corriente artística apreciaban tanto el arte de los niños y de los dementes. Hasta la lengua misma crece y se enriquece por ese tipo de error. Muchas palabras cambian de significado porque las entendemos mal y ese malentendido se impone sobre el significado original. El caso de las lenguas africanas en nuestro Caribe cabe ejemplarmente en este contexto: al olvidarse una palabra original en la lengua africana ya lejana el hablante la reconstruía por su sonido de la misma forma que yo descomponía y reinventaba el verso de la canción cubana.
Pero también tenía que pensar en la solución que le había dado entonces al misterio del chino de placer. Ahora también la veía de manera distinta. Mi propuesta de que el emperador se comunicaba con el ruiseñor en un lenguaje especial, el que había descubierto por mi error de interpretación de la canción cubana, era una manera propia y muy personal de introducir un cierto grado de verosimilitud realista al cuento de hadas. En el fondo, el niño que entonces era no aceptaba el marco fantástico del cuento: ¿cómo un ser humano iba a dialogar con un ave? Al introducir el chino de placer como idioma en que se conducía ese diálogo, diálogo imposible en el mundo real, justificaba esa posibilidad de comunicación. Sin saberlo estaba ingenuamente aplicando al cuento de hadas el concepto de marco de verosimilitud realista de la narratología moderna y, al así hacerlo, me transformaba en crítico literario y le imponía a la narración un sentido que ésta no tenía. Y lo hacía para poder entender el texto desde mi perspectiva de lector crítico. Trataba de enmendar la narración porque no aceptaba lo fantástico. En el fondo en ese temprano gesto se manifestaba mi vocación posterior y mis preferencias estéticas del momento: iba a ser crítico literario y en mi infancia, aunque no así más tarde, exigía e imponía un cierto nivel de realismo en las obras que leía. Esas preferencias se manifestaban también mi marcado gusto por los cuentos folklóricos –no los de hadas– que contaban mi abuela y sus amigas, los que prefería a los cuentitos infantiles que leía.
Obviamente soy yo, el de ahora, el de hoy mismo, quien impone esas interpretaciones a una trivial anécdota de mi infancia. Soy consciente de tal imposición; sé que transformo algo efímero e insignificante de mi pasado en una metáfora, casi en una alegoría, de lo que iba a ser el resto de mi vida. Pero es así, según proponen algunos teóricos, que funciona todo recuento autobiográfico: creamos un sistema metafórico que nos sirve para explicar toda nuestra vida o parte de ella. Por ello mismo uno de los grandes estudiosos de la autobiografía, James Olney, tituló unote sus libros sobre el tema Metaphors of the Self. Sé que lo que construyo es una metáfora de mi propio ser, una metáfora fundada en un recuerdo de mi remota infancia. Trato de ver desde esa perspectiva toda mi vida y, para así hacerlo, me valgo de ese tropo.
Esa relación que establecí de niño entre el misterio de la canción que malinterpretaba y, por ello, entendía a mi manera, y el cuento que me daba la clave para así entenderla y, a la vez, me servía para asimilar el cuento mismo desde mi perspectiva estética de entonces me parece ahora un pronóstico de lo que por años he tratado de hacer: entender la obra de arte desde la obra misma o desde otra obra de arte, aunque la mayor parte de las veces la explicación ofrecida tratara de abarcar o se anclara en la realidad social en que esa obra se inscribía. Lo que trataba de hacer de niño –y lo hacía sin saberlo– era construir un sistema estético desde la obra de arte misma que la explicara y que sirviera para explicar el arte en general.
Aquel lenguaje imaginado y presentido, aquel enigmático chino de placer, nunca lo he llegado a dominar plenamente; ésa es una tarea imposible de cumplir, al menos para mí. Pero, a pesar de ello, confieso que he dedicado casi toda mi vida a tratar de entender ese lenguaje crítico que vislumbré de niño y a tratar de entender el arte y otras manifestaciones culturales desde ese punto de vista. Ahora, desde la perspectiva de los años, veo en aquel hecho de mi infancia una metáfora de toda mi vocación. Por ello mismo, cuando pienso en las palabras de Borges que postulan que “toda literatura es autobiográfica” reclamo que en ese término, literatura, también cabe la crítica o, al menos, ciertas manifestaciones de la misma. En otras palabras, reclamo un nivel literario para ésta y, al así hacerlo, la transformo en otra manifestación autobiográfica.
En mi infancia, cuando descubrí o me inventé el chino de placer, aquella lengua imaginaria que me servía para entender lo que mi madre no podía aclararme, no lo sabía, pero en ese momento comencé a tratar de hallar el orden interno de las obras de arte. Esa iba a ser mi pasión. Hoy veo que en ese gesto se escondía mi vocación y también la que iba a ser mi herramienta intelectual y estética. Y es que, en el fondo, como la niña de la canción de Eusebio Delfín, ambiciosa y vanamente he intentado grabar mi nombre en el árbol de nuestras letras con la crítica, esa hermosa lengua que, paradójicamente, es comentario sobre el arte y arte a la vez. No lo sabía entonces, pero ahora se me hace evidente que desde ese momento de mi infancia comencé a hablar no en chino sino en chino de placer.