Sobre nombramientos y merecimientos
Ambas situaciones han vuelto a volcar la atención pública sobre el problema de cómo se elige a los miembros de la judicatura puertorriqueña. En el caso del ahora convicto Manuel Acevedo, este aceptó favorecer al acusado Lutgardo Acevedo López, prominente empresario del área oeste, a cambio de prebendas y de que realizaría gestiones para conseguirle un nombramiento en ascenso al Tribunal de Apelaciones, utilizando sus relaciones o alegadas relaciones con varios legisladores. En el caso de los segundos, la mira está puesta en el hecho de que ambos candidatos al Tribunal Apelativo fungieron como prominentes Secretarios de Gabinete durante la gobernación de Aníbal Acevedo Vilá, en las secretarías de Estado y de Justicia.
No existe lugar a dudas de que no hay comparación entre la integridad personal y capacidad profesional de los recién nominados, con la del hoy convicto exjuez, las cuales se distancian años luz. Sin embargo, lastimosamente ambas comparten el problema común de la indefendible interferencia de los criterios político-partidistas en el proceso de sus nombramientos. En el caso del primero se trató del nombramiento y posible ascenso de un corrupto incompetente, en consideración a los contactos políticos movilizados. En el caso de los segundos, se trata de que a pesar de su incuestionable competencia, el criterio político mancha lo que verdaderamente tienen de meritorios su nominaciones. Estos nuevos jueces quienes de por sí contarían con todos los méritos para ser nombrados con independencia de sus afiliaciones políticas, lamentablemente no podrán negar que, a pesar de ello, el hecho de su afiliación política constituye factor fundamental para sus nombramientos. No hay más que evaluar a otros nominados antes que ellos y a varios más que nunca han recibido su justa nominación o asenso, para colegir que definitivamente, más importante que cualquier mérito, continúa siendo el favor político el factor decisivo en sus nominaciones y su confirmación. Por eso, conformarnos con aplaudir el nombramiento de los últimos porque a manera de excepción el criterio político y el mérito personal y profesional coincidieron coyunturalmente; sería conformarnos con que las cosas sigan fundamentalmente iguales, en perjuicio de nuestras instituciones.
Para verdaderamente poder regocijarnos con las nominaciones efectuadas, debiéramos poder saber que se trata de nombramientos que responden a los méritos de los nominados sobre cualquier otra consideración, en vez de haberse efectuado “a pesar” de los méritos individuales de éstos. En cuanto a tales y todo otro nombramiento judicial, el país merece tener el convencimiento de que las nominaciones responden a un esfuerzo honesto de las ramas políticas de proveerle a la ciudadanía a los profesionales más verticales y capacitados para que se desempeñen como jueces y juezas. Sólo así se consigue justificar ante la ciudadanía que la nominación no plantea un acto de arbitrariedad, sino un ejercicio legítimo de sus facultades constitucionales; pues se trata de la selección de personas que cuentan con la calidad personal y profesional necesaria como para que se le delegue individualmente la enorme responsabilidad de impartir justicia. De tal modo, como ciudadanos debemos exigir que las ramas políticas de gobierno (el Ejecutivo y la Legislatura), cuyos miembros sí son electos por la ciudadanía, cumplan con su responsabilidad política de garantizar que la delegación de la autoridad que la Constitución asigna a los tribunales para disponer sobre la vida de los ciudadanos y ciudadanas, recaiga en las manos de personas meritorias, a quienes la comunidad les reconozca autoridad moral y capacidad indiscutible para ejercerla. Ello requiere que tales ramas políticas de gobierno legislen para auto-restringir su libertad en los procesos de nominación y confirmación de los jueces y juezas, asunto que hasta el momento demuestran no estar dispuestas a efectuar. Esto es, legislar para hacer del mérito individual el requisito fundamental y determinante a la hora de seleccionar los miembros de nuestra judicatura.
El concepto del ‘mérito’ se refiere a la retribución, positiva o negativa (recompensa o castigo) debida por parte de una comunidad a la acción de uno de sus miembros, por una obra considerada como beneficiosa o adversa a los intereses colectivos, según sea el caso. De tal modo, el reconocimiento del mérito constituye un primer escalón en el proceso del justo proceder, pues asumiendo igualdad de condiciones, correspondería dar a cada cual lo que se haya ganado. Ciertamente, para aplicar verdadera justicia, las instituciones debieran tomar conciencia de las desigualdades existentes entre los distintos sectores de la sociedad, a los fines de ser capaces de ponderar, balancear y equiparar las mismas a la hora de pretender adjudicarle a cada uno los que genuinamente le correspondería. De tal modo, si bien la justipreciación del mérito constituye un elemento necesario aunque no suficiente; toda sociedad democrática que aspira a ser justa, requiere comenzar por comportarse de forma congruente con el reconocimiento del mérito.
En su vertiente positiva, el concepto del mérito tiene que ver con el encomio que la comunidad efectúa de los valores y las capacidades demostradas por una persona, en relación a una actividad particular. Se trata del aprecio por el grupo social en cuestión, del resultado ejemplarizante de los esfuerzos dedicados por una persona a determinada gestión u obra, lo que justifica deba ser destacada por ello. De tal modo, socialmente el mérito se reconoce no sólo con el popósito de premiar las extraordinarias ejecutorias individuales de una persona, sino también a los fines de sentar el ejemplo y alentar a la comunidad a seguir ese mismo patrón de conducta socialmente útil en crelación al cumplimiento de los deberes que le impone el ejercicio de cualquier servicio o trabajo. De la misma forma en que la imposición por el Estado de un castigo a un individuo por un comportamiento socialmente inadecuado o criminal cumple el fin social de servir de disuasivo al resto de la comunidad en cuanto incurrir en conductas similares; las sociedades premian el mérito como forma de incentivar el esfuerzo y la dedicación esmerada de sus distintos componentes a favor de conductas socialmente beneficiosas.
En Puerto Rico, la ley dispone que en relación con las personas que son contratadas para trabajar en el servicio público, las mismas deben de ser tratadas conforme al principio del mérito, en el sentido de que todos los empleados públicos sean seleccionados, ascendidos, retenidos y atendidos en todo lo referente a su empleo, sobre la base de su capacidad. Al respecto, el artículo 2 de la Ley para la Administración de los Recursos Humanos en el Servicio Público del Estado Libre Asociado de Puerto Rico reafirma “el mérito como el principio que regirá el Servicio Público, de modo que sean los más aptos los que sirvan al Gobierno”. Sobre el principio de mérito, en una reciente determinación el Tribunal Supremo1 se establece que:
El `principio de mérito´ postula que los empleados públicos se seleccionen y se retengan exclusivamente en consideración a sus méritos e idoneidad. …
Nació de la “necesidad de poner frenos a la práctica del padrinazgo político y a su efecto sobre la moralidad y la eficiencia del gobierno. …
A esos efectos, el principio de mérito impulsó “ofrecer igualdad de oportunidades a toda la ciudadanía para el ejercicio de las funciones públicas”. En síntesis, trazó el camino hacia la eficiencia en la carrera pública y marcó el inicio del objetivo de ofrecer igualdad de oportunidades a todos para el ejercicio de las funciones públicas…
[E]s cierto que la autoridad nominadora tiene discreción para limitar la competencia en algunas instancias. Ahora bien, el ejercicio de discreción administrativa no puede hacerse en un vacío. Recordemos que “[l]a discreción administrativa no es absoluta. Ningún Tribunal estaría dispuesto a convertir la discreción administrativa en un término mágico que permita una arbitrariedad. Discreto es el juicio si además de estar apoyado en la razonabilidad, se encuentra sostenido por una clara noción de justicia en su sentido llano”.(Citas Omitidas).
De tal modo, el principio de mérito no sólo protege individualmente a los empleados estatales contra la discriminación; sino que en un sentido más amplio, procura garantizar un acceso igualitario de la ciudadanía a las oportunidades de servir que se presentan en el contexto gubernamental en general, y cumple, además propósitos de moralidad, transparencia y eficiencia en cuanto a la administración del Estado democrático2 . Y es que a tenor con el principio de mérito, no basta que se pueda decir que la persona seleccionada tiene la capacidad para ejercer las funciones asignadas, sino que se supone que se justifique que de entre todos los candidatos, es la mejor que puede desempeñar el puesto, a base de su destacado historial.
La paradoja consiste en que lamentablemente, en el caso de los jueces y juezas el mérito no constituye un criterio determinante exigido por ley a los fines de limitar la discreción del gobernante en la nominación de candidatos y candidatas, para fines de su reclutamiento o asenso en la judicatura. Los tribunales juzgan sobre si otros empleados públicos fueron nombrados o asendidos a base del mérito, mientras esas mismas juezas y jueces que toman las decisiones no lo fueron. ¿Cómo es posible que en este país para seleccionar a un trabajador no diestro en funciones clericales es menester obedercer el mérito como requisito obligatorio de ley, mientras que para seleccionar a quienes tendrán la delicada y complicada tarea de impartir justicia, no lo es? Ciertamente los meritorios pueden colarse en el sistema judiacial, pero el sistema en sí no propende de forma natural a la selección de las personas más aptas y cualificadas. ¿Por qué no se se legisla para hacer extensivo el principio del mérito al proceso de selección de jueces y juezas? Sencillamente, porque las ramas políticas del Gobierno no están dispuestas a autolimitarse restringiendo su libertad al respecto.
Por eso nos incomoda tanto leer en la presa las declaraciones recientes del Presidente del Senado en ocasión de las vista de confirmación de Ramos y Bonilla al expresar que: “Los jueces tienen que internamente tomar una decisión pronto de autofiscalizarse, mirarse. Los jueces se tienen que dejar de eximir del proceso de autoevaluación y de evaluación colectiva… No puede ser una rama que esté exenta (de procesos de validación) porque, si no, no sería democrática”.
Eso es cierto amigo Bathia, pero más fundamental y eficaz que eso sería que ustedes legislaran para limitar la discreción política en cuanto a la nominación de los elegidos, a los fines de atemperarla a requisitos objetivos de demostrada capacidad y competencia, lo cual alejaría los nombramientos judiciales del viciado campo de la política partidista y de la propensión a lo indebido. Continuar permitiendo el ingreso sistemático a las filas de la judicatura de mediocres influenciables, para luego pretender que estos se autofiscalicen, constituye una burla de muy mal gusto. Legislen primero para autolimitarse ustedes los cuerpos políticos en pos de la profesionalización del sistema judicial, y luego exíjanle a autofiscalización a la judicatura. Ello, no sólo fortalecería la golpeda Rama Judicial, sino que también permitiría a personas como los dos más recientes nominados al Tribunal Apelativo, el poder asumir sus puesto judiciales con impoluta conciencia de que sus nombramientos únicamente responden a sus propios e incuestionables méritos individuales.
- Santiago, Pizarro y otros v. Corporación del Fondo del Seguro del Estado, 2013 TSPR 34. [↩]
- Hernán Darío Vergara, Principio del Mérito y Derechos Fundamentales: Elementos para El Diseño Institucional de un Sistema de Carrera Administrativa en la Perspectiva de los Derechos Fundamentales; Mesahttp://aprendeenlinea.udea.edu.co/revistas/index.php/red/article/viewFile/11381/10395 [↩]