Sotero Figueroa y las dos aboliciones
Mario Cancel-Sepúlveda, Christopher Schmidt-Nowara e Ileana Rodríguez Silva están entre los historiadores que han documentado cómo los ritos de esta recordación fueron concretándose desde muy temprano, a partir del momento de proclamarse la ley.Brindis, procesiones, afiches, parques, estatuas y comisiones han proliferado desde entonces para celebrar la abolición como como un triunfo providencial del progreso liberal en la isla y como indicador de la inoperabilidad del separatismo revolucionario como opción política. Esta victoria legislativa fue consumada hacia el fin del sexenio liberal-republicano en España iniciado en 1868 por la Revolución Gloriosa o Septembrina en la que militares previsores derrocaron a Isabel II a favor de una constitución con mayores libertades de expresión, reunión, asociación y sufragio. Por evadir la vía armada que procuró la emancipación nacional y racial en Lares y Yara, la misma ha servido para enaltecer a los fundadores del Partido Autonomista de Puerto Rico como adelantados del derecho y diseñadores de lo que Silvia Álvarez Curbelo ha llamado la «ciudadanía abolicionista». Se trata de una liturgia de la excepcionalidad que aleja al Puerto Rico esclavista del resto del convulsionado Caribe y que lo vuelve redentor tanto de la metrópoli como de su entorno geográfico inmediato. De acuerdo a esta tradición cívica, es en este territorio donde el nudo gordiano de la esclavitud se disuelve a través del debate público razonado y la legislación equilibrada en vez de la insurrección resentida. Es decir, por medio de la gestión benefactora de los representantes de la élite criolla en la metrópoli en vez de la resistencia de la gente de color y de a pie en su propio país.
En este ensayo comentaré el quiebre con esta política de recordación liberal según la leo en la obra letrada de un miembro clave del sector afro-gremial que fue patrocinado y cultivado por el liderato reformista de esta época. Como ha visto Jesse Hoffnung-Gaskoff en su reciente libro Racial Migrations y en trabajos previos, los patricios liberales que representaron las aspiraciones de la burguesía agraria criolla ante la metrópoli, también entablaron alianzas con intelectuales orgánicos de los sectores plebeyos, los negros y mulatos del gremio artesanal. Bajo la tutela de Román Baldorioty de Castro y José Julián Acosta, obreros afrodescendientes autodidactas como Ramón Marín, Francisco «Pachín» Marín y Sotero Figueroa se incorporaron al séquito intelectual del reformismo, operando imprentas, colaborando en periódicos y publicando libros.Hacia fines de la década de 1880s dos figuras de este sector, Figueroa y Pachín Marín, romperían ruidosamente con este liberalismo pactista. Tras la represión de los compontes en 1887, la disolución del Plan de Ponce y la destitución de Baldorioty de Castro de la dirección del Partido Autonomista, quedarían convencidos de que la promesa de derechos inalienables, autogobierno territorial y adelanto socioracial abanderada por sus mentores había sido un espejismo y un fiasco. Estas figuras se sumarían entonces, junto a Rafael Serra, Rosendo Rodríguez, Arturo Schomburg y otros afrocaribeños, a las filas del separatismo en Nueva York para apoyar las iniciativas insurgentes de José Martí y Ramón Emeterio Betances.
Me interesa auscultar cómo va mutando y colapsando la recordación celebrativa del reformismo en varias etapas de la carrera de Sotero Figueroa Hernández (1851-1923) como obrero-letrado y activista político.Podríamos dividir la vida y obra de Sotero en cuatro trayectorias por cuatro ciudades: la de su juventud y formación gremial como aprendiz de tipógrafo en San Juan (1851-@1880); la de su madurez liberal como impresor, periodista, dramaturgo e historiador reconocido en Ponce (@1880-1889); la de su activismo revolucionario como impresor, periodista y líder de clubs políticos en Nueva York (1889-1899); y la de su estancia y muerte en la Habana (1899-1923). Aquí me concentraré en dos de estas trayectorias, la de Ponce y la de Nueva York, a través de una discusión de tres de sus obras. Dos debutan como libros en Ponce durante la década de los ochenta –la zarzuela satírica Don Mamerto (1881) y los treinta perfiles de próceres recogidos en el Ensayo biográfico de los más que han contribuido al progreso de Puerto Rico (1888). La tercera es la serie de seis artículos historiográficos sobre la insurrección de Lares que, bajo el título de La verdad de la historia, publica entre el 19 de marzo y el 16 de abril de 1892 en Patria, el periódico del Partido Revolucionario Cubano que Martí y Figueroa dirigieron en Nueva York.
Sotero Figueroa y su ruta autonomista en Ponce
«Yo, señores, formé en las filas del Partido Autonomista Puertorriqueño, porque lo consideré factor importante, medio educacionista para preparar a nuestro pueblo a destinos mayores. Pero al ver cómo se fraguó una conspiración para extremar el procedimiento vejatorio, llenar las cárceles de políticos prominentes y aplicar tormentos horribles a infelices braceros, comprendí que no había redención para nuestro pueblo atado a la servidumbre colonial y me acogí a la bandera tricolor que dignifica el lema de la independencia antillana». Sotero Figueroa, Discurso en Hardman Hall, Nueva York, 31 de enero de 1893.
Tanto en la historiografía caribeña como en la norteamericana se recuerda a Figueroa por sus gestiones independentistas, cuando colabora con José Martí y honra a Ramón Emeterio Betances en múltiples capacidades durante sus años en Nueva York.En años recientes la figura de Figueroa ha llamado la atención de académicos norteamericanos como Hoffnung-Gaskoff (profesor de historia en la Universidad de Michigan) y Nicolás Kanellos (fundador y director de la editorial Arte Público en la Universidad de Houston) quienes, tras documentar la labor del afroboricua Arturo Schomburg a favor de la comunidad negra en la babel de hierro, hoy investigan la presencia y la agencia de los afrolatinxs en los Estados Unidos. Figueroa se muda allí en 1889 a los treinta y ocho años acompañado por Inocencia Martínez, su esposa ponceña. Se conecta de inmediato con los cubanos separatistas congregados por Juan Fraga en el Club Los Independientes, donde sirve como vocal. Poco después agrupa a unos doscientos puertorriqueños y dirige el Club Revolucionario Borinquen, con Betances como presidente honorario. En enero de 1890 se hace colaborador de La Liga, una sociedad protectora de instrucción y recreo anti-segregacionista dirigida por el tabaquero y educador afrocubano Rafael Serra. Es entonces cuando conoce a Martí, a quien le pide colaboraciones para la Revista Ilustrada de Nueva York donde Sotero fungió como redactor y administrador. Sotero desarrolla así un estrecho vínculo personal y profesional con Martí y Serra como secretario del consejo del Partido Revolucionario Cubano desde sus inicios y fundador de la sección Puerto Rico del mismo. Por último, Figueroa aporta las facilidades de su Imprenta América (en el cruce de Pearl St. y Beekman, cerca del distrito financiero de Wall Street) para la producción del periódico Patria, órgano del Partido, donde sirve de redactor y a veces de editor general cuando Martí necesita ausentarse de Nueva York.
Sin embargo, entre 1870 y 1889, Figueroa estuvo comprometido en Puerto Rico con un movimiento político opuesto al de la independencia. Figueroa fue parte del liberalismo reformista que apostaba a preservar los vínculos con España abogando por una ampliación igualitaria de derechos para la isla vista legalmente como provincia y no como territorio de ultramar. Antes de militar como correligionario de Martí y Serra en Nueva York, Figueroa fue el discípulo predilecto de los dos principales líderes reformistas en Puerto Rico, José Julián Acosta y Román Baldorioty de Castro. A ambos les dedicó el Ensayo biográfico, su obra más renombrada, publicada el año antes de su mudanza a Nueva York. La formación liberal de Figueroa ocurrió primero en San Juan, como aprendiz en la Imprenta Acosta (en Fortaleza 21, cuyo dueño fue José Julián), y luego en Ponce, bajo la tutela de Baldorioty en periódicos como El Popular, El Pueblo, El Estudio y La Civilización, entre otros. Figueroa asistió a Baldorioty en la fundación del Partido Autonomista en 1887 tal como lo hizo con Martí en la del Partido Revolucionario Cubano en 1892.
Josefina Toledo, biógrafa cubana de Figueroa, nos asegura que éste nació en Ponce en 1851, hijo de un matrimonio mulato libre de esa zona. En Peregrinos de la libertad, Félix Ojeda Reyes concuerda con este dato. En Racial Migrations, Hoffnung-Gaskoff sitúa su natalicio en San Juan en 1851 tras localizar su acta de nacimiento en la catedral de esa ciudad.Si bien Figueroa tuvo raíces familiares en el sur de la isla, la evidencia documental lo sitúa en San Juan durante sus años de formación escolar y gremial. Sabemos que Figueroa asistió a la escuela primaria de Rafael Cordero en la calle Luna porque así lo consigna al final del capítulo que le dedica en su Ensayo biográfico: «Nos envanecemos con haber frecuentado aquellas modestas aulas». Como sabemos, la figura de Cordero fue objeto de culto para los reformistas ya que, siendo hijo de esclavos y obrero del tabaco, fundó una escuela sin fines de lucro donde reunía sin distinción de raza, clase o ingreso alumnos de todos los sectores socioétnicos de la ciudad. Baldorioty y Acosta hicieron allí sus primeras letras en los 1840s junto al escritor Alejandro Tapia y Rivera, otro gran patricio liberal. El aula del Maestro Rafael sería rememorada por estos letrados criollos como un mito de armonía racial, según los ha estudiado Marixa Lasso para el caso de Colombia. Así la evoca el autonomista Salvador Brau en un opúsculo de 1891 escrito para la develación en el Ateneo Puertorriqueño del retrato por Francisco Oller de Cordero: como un espacio utópico de igualdad donde, por prescindir de prejuicios de clase y color, podía preconizarse la certeza de la abolición. Brau lo dedica «a la memoria del acto meritísimo realizado por los ilustres repúblicos D. Segundo Ruiz Belvis, José Julián Acosta y Francisco Mariano Quiñones al solicitar de la Metrópoli, en noviembre de 1866, la reintegración de la raza negra en sus humanos derechos.» Es decir, lo que Brau escribe sobre Cordero es otra recordación cívica de la abolición como un triunfo liberal apadrinado no tanto por Cordero sino por «repúblicos» criollos, los tres comisionados electos para la fracasada Junta de Información que abogaron en Madrid por la abolición inmediata, «con indemnización o sin ella.» Según Brau, tal campaña culminaría siete años después, el 22 de marzo de 1873.
El haber sido alumno de Cordero seguro facilitó la incorporación de Figueroa como aprendiz en la imprenta de Acosta. Allí trabajó, junto a Ramón y Pachín Marín bajo la supervisión del maestro tipógrafo afroboricua Pascasio Sancerrit, según consigna en otra semblanza del Ensayo historiográfico. Junto a Sancerrit, Figueroa colabora en la redacción y el montaje del periódico El Progreso, los Almanaques Navideños y las otras publicaciones que Acosta regentaba en los 1870s de acuerdo a los principios e intereses del Partido Liberal Reformista, establecido gracias a las garantías dispuestas por la Constitución Septembrina de 1869. Durante estos años Figueroa logra distinguirse en los gabinetes literarios y círculos de lectura fundados por sus mentores liberales. En una crónica publicada en Patria el 1ro de abril de 1893, José Martí evoca en un vuelo de fantasía los suntuosos festejos y procesiones celebrados en San Juan dos décadas antes, tras recibirse por cable la noticia de la aprobación de la abolición el 22 de marzo de 1873: «Todo San Juan era bandera, cortina de damasco, colgadura azul… de las almas rebosantes, más que de programa alguno, fue brotando la fiesta» (Meléndez 233, 235).Martí cierra su recuento revelando que el Círculo Artístico y Literario de la ciudad había escogido a su secretario, Sotero Figueroa (entonces tenía veintidós años de edad), para que culminase los actos obsequiando al Gobernador Primo de Rivera con un bastón de carey y dictando un discurso sobre el heroísmo patrio desplegado por los boricuas frente a piratas invasores: «Un hombre joven, de frente audaz e indómita mirada, hijo virtuoso de las dos sangres [se adelantó]… Del brío e independencia de su país y de lo propio de la libertad en él habló el puertorriqueño al español».Martí, sin embargo, termina su escrito con esta exclamación: «¡Mucho esclavo, blanco y negro, hay todavía en Puerto Rico!»
En enero de 1874 el pronunciamiento militar del General Pavía trunca el sexenio liberal, liquida la Primera República Española y abre el camino a la restauración de la monarquía borbónica. En Puerto Rico se vuelve a imponer al teniente José Laureano Sanz como gobernador. En su primer turno en esa capacidad (1868-1870) Sanz había militarizado de lleno el estado después de la insurrección de Lares, estableciendo una Guardia Civil y expandiendo la compañía de voluntarios para reprimir a cualquiera bajo sospecha de sedición. Entre 1874 y 1876, con la frase «Me conocéis y os conozco» como lema, Sanz recurre a sus facultades omnímodas como Capitán General para eliminar de un plumazo muchos de los avances cívicos logrados por los reformistas entre 1870 y 1873. Sanz disuelve la diputación provincial, clausura los periódicos liberales, abole la autonomía municipal, purga funcionarios y maestros no-incondicionales y prohíbe la libre asociación. Ante esta coyuntura, los tipógrafos afro-letrados formados por Acosta en San Juan seguirían la ruta de Baldorioty de Castro hacia el sur, sumándose a la migración de activistas liberales de todas partes de la isla que decidieron relocalizarse en la ciudad de Ponce a través de los setenta. Esta ciudad se convirtió entonces lo que Ángel Quintero Rivera ha llamado la capital alterna, un nuevo modelo urbano de modernidad industrial, financiera, comercial y social durante un periodo de cerrazón reaccionaria en San Juan, la capital militar. Ponce había logrado para entonces una transición efectiva y próspera de una economía basada en la plantación azucarera a una anclada en el gran auge del café en el mercado mundial. Todo esto hizo que, durante los años en que Baldorioty y Figueroa residen allí, Ponce sirviera como el escenario idóneo para la re-organización y el re-empoderamiento del reformismo liberal con la autonomía como meta política.
Cuatro años tras la partida de Sanz, para 1880 Sotero ya había ganado, junto a los dos Marín, gran distinción en Ponce como parte de la alianza liberal entre profesionales criollos y artesanos autodidactas de color. En ese año logró fundar un periódico de breve vida, Ecos de Ponce, y abrir un servicio de imprenta en el sector Playa. Después asistió a Ramón Marín en la Imprenta El Vapor y fue colaborador en periódicos reformistas publicados por Marín, por Baldorioty y por Francisco J. Amy. Para 1881 Ponce también se convertiría en el epicentro de la conmemoración de la abolición como logro irrevocable de los «repúblicos» criollos cuando el ayuntamiento de la ciudad decide iniciar una vasta suscripción para comprar terrenos y construir un parque que honrara la gran fecha del 22 de marzo en la entrada a la ciudad. La idea era monumentalizar el logro legislativo de los abolicionistas en España, situándolo en el plano urbano de Ponce como un lugar de la memoria, un espacio para la recordación cívica según el concepto de Pierre Nora. Esta iniciativa buscaba incrementar la visibilidad y el prestigio del liberalismo reformista para lanzar, con mayor capital simbólico, una fuerza política de más consecuencia en los procesos políticos de la metrópoli. Esta fuerza sería la del movimiento autonomista.
Una muestra del abanderamiento autonomista de Figueroa y de su creciente prestigio en la ciudad señorial gracias a estas alianzas fue la escenificación en el teatro La Perla de su zarzuela cómica, Don Mamerto. Se estrena el mismo año cuando se aprueba la suscripción para el Parque de la Abolición y contó con el trabajo de musicalización del gran compositor de la ciudad señorial, Juan Morell Campos (miembro, como Figueroa, del sector afro-gremial). A través del personaje de Don Mamerto, «oficial quinto en Hacienda con catorce años de servicio» impuesto en Ponce, Figueroa hace un diagnóstico satírico de la supuesta intransigencia de los españoles anti-reformistas. En vísperas de unas elecciones generales, Don Mamerto se jacta ante su esposa sobre el dominio absoluto que, según él, tiene el Partido Incondicional Español sobre el resultado electoral. Entonces descubre que Luis, el pretendiente de su hija Amparo, milita en el Partido Liberal. Don Mamerto se opone iracundo a la boda, tildando a Luis como un iluso por antagonizar al partido de gobierno. Para su sorpresa, el Partido Liberal logra una victoria indiscutible en las urnas. Esto conlleva nuevos nombramientos administrativos y la cesantía del alarmadísimo Don Mamerto. El final feliz de la zarzuela se logra cuando se anuncia que en España han nombrado al hermano de Luis Ministro de Ultramar y éste coloca a Luis como Jefe de Hacienda de Ponce; esto le da el poder de retener a Don Mamerto en su puesto. Estático, Don Mamerto cambia de actitud y le da su entusiasta bendición a la pareja, pero insiste que con ello no traiciona sus principios: «Usted sabe cual es mi lema: ‘Apoyo á todos los gobiernos que en la nación se dé’. […] Ya ves, Luisito, mi sistema no manca. Siguiendo estas ordenadas y utilitarias ideas, mi familia no se ve expuesta a la miseria, puesto que nunca sufro cesantía. ¡Aprende, hijo mío!» (25-26).
Con este Mamerto oportunista que se acomoda fácilmente con los reformistas, Figueroa compone una fábula súper-optimista del liberalismo irrefrenable tanto en la colonia como en la metrópoli. La zarzuela sirve como una especie de profecía providencial. Según Figueroa, el empuje empresarial y la competencia administrativa que el partido de Luis activaría con sus garantías liberales persuadirían a los incondicionales reaccionarios a que abrazasen el progreso y optasen por la pragmática de la prosperidad en vez del inmovilismo patriótico o ideológico. La zarzuela es pues una escenificación del porvenirismo de Baldorioty analizado por Silvia Álvarez Curbelo en su libro Un país del porvenir. Lector puntual de Adam Smith, Baldorioty estaba convencido de que, a mayor libertad, mayor prosperidad para las naciones. Confió en que la metrópoli, ya convencida de lleno por las doctrinas liberales, optaría por consolidar sus territorios de ultramar en una rentable confederación autonómica, tal como lo había hecho el Reino Unido con Canadá y Australia.
El Ensayo biográfico y la ruta al separatismo en Nueva York
Esta bella visión del porvenir a ritmo de zarzuela se vendría abajo en 1887 cuando, como respuesta a la fundación del Partido Autonomista en Ponce, el gobernador Romualdo Palacio, ejerciendo desde San Juan sus facultades omnímodas, desatara una campaña de represión contra sus líderes y simpatizantes. Tal como lo han reconstruido múltiples investigadores desde Antonio S. Pedreira, se trató de una persecución tan desmedida, infundada y traumática como lo fue la represión de la Conspiración de la Escalera en la Cuba de 1844.Palacios ordenó compontes–interrogaciones hechas bajo la coerción del tormento y sin derecho a defensa– a través de toda la isla y encarceló en el Morro al liderato autonomista, acusándole de conspiración sediciosa. Fue un tenebroso operativo que descarrilló el optimismo liberal al mostrar que un estado despótico y oscurantista de excepción siempre podría aplicarse en el país aún como provincia. La severidad del encarcelamiento de los líderes y el consiguiente desbarajuste en la cúpula autonomista quebrantaron el estado de salud de Baldorioty de Castro y le condujeron a una muerte prematura. Toda esta exacerbada persecución llevaría a Sotero Figueroa al convencimiento de que, como declaró en su discurso de Hardman Hall en 1893, «no habría redención para nuestro pueblo atado a la servidumbre colonial». Figueroa abandona Ponce y abjura del movimiento autonomista, adolorido y concientizado por la inoportuna muerte de su malogrado mentor, un mulato como él. Parte entonces a Nueva York con el plan expreso de sumarse a las filas del separatismo afro-antillano como única solución al doloroso y abusivo impasse político.
Durante esta situación melancólica y atribulada de pérdida y desinflación del optimismo reformista, Figueroa escribe su Ensayo biográfico de los que más han contribuido al progreso de Puerto Rico. Toledo nos indica que, a diferencia de Baldorioty, Ramón Marín y tantos más, Figueroa pudo evadir la cárcel y el componte. En una suerte de clandestinaje, logró documentar y escribir los treinta perfiles biográficos incluidos en el libro fuera del alcance de las autoridades.Así lo acota Figueroa en la nota preliminar: «En seis meses escasos nos vimos obligados á terminarla, en una época de dolorosa recordación, como lo fue la comprendida en los meses de julio a diciembre de 1887» (ix). Figueroa redacta el manuscrito con la intención de someterlo a un certamen de biografías ejemplares convocado por el Gabinete de Lectura Ponceño y en 1888 consigue el primer premio como laudo. Sin embargo, a pesar del propósito enaltecedor de la convocatoria («tomar altas lecciones y seguro norte para emular la hermosa vida de nuestros benefactores,» escribe José Julián Acosta en el prólogo), el libro que finalmente publica Sotero representa en vez un enorme quiebre en la escenificación triunfal del liberalismo abolicionista. Los jueces del certamen contaban con que fuera un alborozado himno al progreso logrado por reformistas que aprovecharon las posibilidades legislativas del constitucionalismo gaditano y septembrino. Muy al contrario: el libro se lee entre líneas como la despedida que alguien que admite y documenta su fracaso. Figueroa sugiere a sotto voce que ni tal progreso ni tal abolición han ocurrido, que la esclavitud persiste aún bajo nuevas formas. Más que una hagiografía o apología criolla, este texto debe leerse como un martirologio de reformistas, como una galería de víctimas heroicas. Bien pudo Figueroa ponerle por título Ensayo biográfico de los que más han sufrido bajo el despotismo reaccionario en Puerto Rico.
Esto se ve en tres aspectos del texto. Primero, su índole fúnebre y luctuosa ya que sólo aborda figuras finadas, ordenadas cronológicamente de acuerdo a la fecha de su defunción. Segundo, su tono lastimoso y agónico, como si cada perfil consistiera en una refundición del libro de Job. Tercero, su insistencia en enumerar con lujo de detalles las enormes dificultades, calamidades y ultrajes que padecieron los biografiados en sus intentos de adelantar la ilustración de la isla. Muy pocas de las biografías terminan en un final feliz. «Aunque pudo haber dejado un capital, fruto de sus dilatados años de paciente labor, murió pobre,» dice de Manuel Sicardó (1803-1864). «Se libró de las miserias de la vida y, ¡quién sabe si es más feliz que nosotros, que continuamos batallando por ensanchar el estrecho círculo en que aún nos debatimos!,» exclama sobre Sancerrit (1833-1876). «En este valle de miserias y decepciones […] estaba hecho de la madera de los mártires,» dice de Manuel Corchado (1840-1884). Con frecuencia, Figueroa divaga, se aleja del elogio del biografiado y enumera en vez los vejámenes infligidos por los gobernadores más siniestros –a veces parece como si éstos fueran el verdadero objetivo de su escrutinio historiográfico. Como contracara o revés de la serie biográfica, tenemos pues un minucioso ensayo necropolítico sobre los degradantes hostigamientos anti-reformistas de las capitanías de Luciano de la Torre, Moreda y Prieto, Prim de Prats, Pezuela y Cevallos, Marchessi y Oleaga, y Sanz y Posse, todos anticipos funestos de los compontes de Palacio. Si bien Figueroa pormenoriza las frustraciones de los patricios blancos bajo gobiernos déspotas, es aún más contundente describiendo las que confrontaron obreros afroboricuas como Sancerrit y, como veremos, Eleuterio Derkes (1836-1883).
Por otra parte, aún en los perfiles más esperanzados y edificantes (o menos tétricos y pesimistas), Figueroa comete serias infracciones en el decoro hispanófilo del empedernido porvenirismo reformista. En la biografía de Segundo Ruiz Belvis (1824-1867), Figueroa describe su trascendental campaña abolicionista más bien en relación a la gesta de Betances en vez de la de Acosta y Quiñones, sus compañeros en la Junta de Información. Los escritores reformistas, alérgicos al antillanismo separatista betanciano, preferían por el contrario obviar o desestimar la estrecha colaboración entre aquellos dos radicales. En el capítulo sobre Ruiz Belvis y en el de Cordero, Figueroa se refiere positivamente a la Revolución Haitiana, un tema execrable tanto para liberales como para incondicionales. En el de Ruiz Belvis, contradice directamente la aprehensión y los prejuicios anti-haitianos de los espantados propietarios blancos: «la esclavitud para muchos era en esta Provincia [P.R.] el asunto pavoroso del porvenir, pues siempre se tenía en cuenta lo ocurrido en Haití, sin considerar que los crímenes que allí tuvieron lugar, cometidos por los manumisos, no fue por espíritu de venganza con sus antiguos poseedores […] sino porque se quiso de nuevo esclavizarlos» (132). En el de Cordero le rinde tributo a Toussaint L’Ouverture, líder militar de la insurrección de los esclavos haitianos, citando el juicio de Wendell Phillips de que fue «un heroico negro dominicano» (142). Más aún, en vez de celebrar, como los reformistas, a Europa como único modelo para la civilización universal, Figueroa hace un elogio aleccionador del África y sus descendientes como entes dotados para el mejoramiento cultural: «¡Perfeccionad al negro, filántropos que os creéis de raza privilegiada […] y ya veréis si el ilota de piel tostada y áspera guedeja […] os demuestra que sus glóbulos sanguíneos son tan puros como los vuestros […] y que en su cerebro se alberga tanto fósforo como en el vuestro! […] Fue susceptible de perfeccionamiento la raza sajona, como indudablemente lo es la africana, y no hay ninguna razón por la que inconsultamente sea despreciada esta última» (142-143). Salvador Brau fue el primer autonomista en ripostar públicamente al disenso afrocentrista que Figueroa aventuraba en su Ensayo biográfico cuando, al final de su opúsculo de 1891 sobre Cordero, desacredita la equiparación positiva entre L’Ouverture y Cordero como afroantillanos ejemplares (aunque sin revelar la fuente) con la siguiente desestimación: «la historia de Puerto Rico […] no enrojece sus páginas con los nombres de un Toussaint o de un Dessalines, [sino que] se ilumina con los destellos del espíritu bienhechor de un Rafael Cordero» (159).
El desengaño con el reformismo euro-criollo que vislumbramos en el Ensayo biográfico se manifiesta con mayor fuerza en el capítulo que Figueroa le dedica a Eleuterio Derkes (1836-1883), el malogrado educador, poeta y dramaturgo afroboricua autodidacta de Guayama. De los treinta, este perfil es el más neurálgico, el más desgarrador, el más lacerante. Figueroa pinta a Derkes como si fuera un Cristo atormentado a través de un largo vía crucis por el látigo del despotismo colonial y el racismo sistémico. Con el Derkes del Ensayo biográfico Figueroa inaugura en las letras boricuas el tema del trauma, algo que la historiografía y la crítica literaria más bien le atribuyen a la ensayística de Antonio S. Pedreira (El año terrible del 1887, Insularismo). Figueroa no circunscribe el trauma colonial a los compontes del 1887 o la invasión del 1898 como hace Pedreira, sino que lo resitúa retrospectivamente en las cruentas persecuciones de 1874 y en varias más que las preceden.Es decir, a través de todo el Ensayo biográfico Figueroa narra el trauma que se repite bajo las administraciones omnímodas, un desgarre individual y colectivo que persiste aún después de la abolición y que se ceba con mayor escarnio y desquite sobre los afrodescendientes «benévolamente liberados». Figueroa parece interpretarlo sobre todo como un trauma racial.Esto merece más análisis; basta indicar por ahora que Figueroa retrata a Derkes como alguien a quien los intensos atropellos racistas desatados por Sanz durante la restauración de 1874 llevan al descalabro mental. Presentimos en Figueroa una fuerte identificación piadosa con los trastornos de Derkes que deriva tanto de una solidaridad de raza y clase como de un reconocimiento de los retos que ambos confrontaron en su faena como dramaturgos afropuertorriqueños:
Tranquilo se encontraba [Derkes] compartiendo entre sus deberes profesionales y el amor a las letras la actividad de su intelecto […] cuando la reacción despótica se entronizó en la isla el año de 1874.La faz de este desventurado país cambio por completo. A los alegres hosannas de la libertad que fundió los eslabones del esclavo, proclamó los ilegislables derechos individuales y dio vida propia a la provincia, sucediéronse los golpes de fuerza, las vejaciones al ciudadano, el despojo, en fin, de todas las libertades que había se habían conseguido tras paciente labor y rectitud inquebrantable. (258)
Derkes fue uno de los que cayó a los primeros embates, y de los que más sufrió las iras del despotismo […] Obligado a abandonar su profesión [titulado maestro de instrucción primaria], único capital de que disponía para el sostenimiento de los queridos seres que de él dependían, notóse en él una transformación radical, llegándose a concebir serios temores respecto al estado de su cerebro.
Cuando llegó a esta ciudad de Ponce, en setiembre de 1882, buscando trabajo para atender a su subsistencia, no era ni una sombra de lo que antes fue. (261)
La otra abolición en Lares según La verdad de la historia
Tras tres años de establecido en Nueva York, Figueroa manifiesta públicamente y sin disimulos su ruptura con el autonomismo y da fe de su conversión al separatismo cuando firma, junto a Antonio Vélez Alvarado y Pachín Marín, una declaración colectiva del Club Borinquen que publica en el primer número de Patria, edición del 14 de marzo de 1892. Allí denuncia el «proceder ilógico» y «la marcha desastrosa», «de tendencia dictatorial», «personalista», «suicida» y «españolista,» del nuevo Directorio del Partido Autonomista electo por asamblea en diciembre de 1891. Figueroa lamenta lo que considera la traición por el Directorio de los ideales plasmados en el Plan de Ponce de 1886; fustiga los acomodos serviles con el líder reformista Rafael María de Labra en las arenas del partidismo peninsular; les aclara que, contrario a sus acusaciones y como cuestión de dignidad racial, los del Club Borinquen no consideran la anexión a los Estados Unidos como una opción plausible; y defiende de sus ataques a «la emigración neoyorkina» que aspira a la «emancipación absoluta»: «los que aquí […] proceden del campo autonomista puertorriqueño […] no tienen qué arrepentirse […] no quisieron pactar por más tiempo con la maldad, ni dóciles se avinieron a vivir bajo una artificiosa paz moral» (Meléndez 152) . Acto seguido, a partir del segundo número de Patria, Figueroa publica una serie de seis artículos con el título La verdad de la historia, un recuento de los intentos insurreccionales del separatismo puertorriqueño y de sus líderes que se lee como una alternativa a la teleología frustrada del reformismo que puso al descubierto en su Ensayo biográfico.
A través de la serie Figueroa demuele los alegatos históricos más trillados y encumbrados de los letrados reformistas respecto a Lares y sus antecedentes: que, en Puerto Rico a diferencia de Cuba, no se conspiraba, y que, gracias a una mayor armonía racial aquella antilla, al avance lento pero seguro de las reformas y a la falta de resentimientos en los libertos agradecidos por la abolición pacífica, se había desde entonces neutralizado las ambiciones separatistas. Para refutar estos mitos, Figueroa pasa lista de varias conspiraciones anti-coloniales boricuas, en su mayoría de origen exógeno, que van desde principios de siglo hasta llegar a la insurrección de Lares: la que pretende el primer presidente dominicano José Núñez en 1821, la que fraguan Carlos Rigoti y Andrés Level con agentes en Bogotá y Quisqueya en 1824, la que procura José Ignacio Grau en cartas a revolucionarios colombianos en San Thomas, la que traman los hermanos Vizcarrondo y Buenaventura Quiñones con sargentos del regimiento de Granada en 1838 por la que son condenados a muerte. Igual que en el Ensayo biográfico, pero con más arrojo, en La verdad de la historia Figueroa trasgrede varios presupuestos asumidos como sacros o inamovibles por el discurso liberal criollo. El mayor tabú que infringe Figueroa es el de tomar como confiable y valiosa una fuente que los intelectuales liberales, desde Acosta hasta Brau, había desmentido visceral y sistemáticamente– la versión oficializada por el enemigo, es decir, la Historia de la insurrección de Lares publicada en 1872 por José Pérez Moris, director de la Gaceta Oficial y publicista de peso en el Partido Incondicional Español. «Lo que hemos de decir saldrá todo de [lo escrito] por el español integrista señor Pérez Moris,» apunta Figueroa. «Lo que se escribió para injuriar y perseguir, va a servirnos para enaltecer y bendecir» (18).
Mientras que los intelectuales reformistas convinieron en caracterizar a Lares como un barullo inconsecuente («motín de ilusos» lo calificó Tapia en sus memorias; «revoltosa e insignificante escaramuza» la llamó Brau en El Clamor del País; «raquítica algarada» la tildó Muñoz Rivera en La Democracia), en su libro Pérez Moris caracteriza la «intentona» lareña como un movimiento conspirativo de enorme sofisticación, deliberación y magnitud que contó con el apoyo de los sectores de color, esclavos y jornaleros. Según lo pinta Pérez Moris, se trató de un peligro con un potencial mayor al de la revolución mambisa en Cuba. En vez de descalificar como libelo la información de Pérez Moris, Figueroa incorpora su versión de los hechos confrontándolos con «todos los documentos oficiales reunidos a este propósito» que, según Figueroa, Pérez Moris pudo haber tergiversado para demonizar a los insurrectos, procurando, con su revisión, «una reparación lógica» que restaure «la rectitud e imparcialidad de la Historia» (18). (Mario Cancel ha estudiado cómo Figueroa dirimió su intercambio epistolar con Betances, tras éste aceptar ser presidente honorario del Club Borinquen, para procurar más nombres, datos y documentos que sirvieran para la constatación crítica de la historiografía sobre los eventos de Lares que Figueroa emprendía en Patria.)
Figueroa hace esto, entre otras razones, para descalificar la celebración del abolicionismo como un movimiento dirigido por liberales reformistas que culmina el 22 de marzo de 1873 y enaltecer en vez el rol de «las dos más bellas y prestigiosas figuras del movimiento regenerador» (19).Se refería, claro, a los separatistas revolucionarios, Ruiz Belvis y Betances, abolicionistas hechos de otra madera que la de «los pacientes ilotas que se resignan a vivir sin personalidad y sin derechos» (19). En la segunda entrega de la serie, Figueroa hace una larga apología de Betances como galeno, filántropo, libertador y revolucionario a favor de los esclavos y protector de los pobres, avalada con citas favorables del propio Pérez Moris. Figueroa lo pinta como un líder abolicionista aún más instrumental que los dos comisionados reformistas ya que fue quien «interpuso toda su influencia a fin de que saliese electo Ruiz Belvis,» el autor definitivo del «memorable informe» de 1866. Igual que Pérez Moris y al contrario de los letrados liberales, Figueroa no menosprecia el genio organizativo de Betances durante la planificación del Grito: «un movimiento así preparado, no era una asonada de ‘inexpertos’ o de ‘locos’, de ‘desarrapados’ o ‘viciosos'» (21)
No debe resultar extraño entonces que, en vez del 22 de marzo, Figueroa escoja conmemorar en La verdad de la historia un episodio previo de «emancipación absoluta». Este ocurre, según Figueroa, cuando el liderato de la insurrección en Lares insta a los esclavos del territorio a que tomen las armas para ganar por sí mismos su libertad. Figueroa no representa este llamado como una imposición o chantaje de parte de los dirigentes, sino como una invitación a que los afrodescendientes asumieran su propia agencia. Figueroa presenta pues la insurrección de Lares como escenario de una abolición «de a verdad» que luego se verificaría en Guáimaro, la ciudad rebelde en el distrito de Camagüey donde los mambises cubanos en guerra contra España declararon unilateralmente la libertad para los esclavos en la asamblea constitucional del 10 de abril de 1869. Refiriéndose al decreto en el que los revolucionarios lareños le exigen a la población no española capaz de tomar armas la obligación de hacerlo, Figueroa destaca lo siguiente:
Se expidió un decreto declarando que todo hijo del país esta obligado a tomar las armas para ayudar a conseguir la libertad e independencia de Puerto Rico; que todo individuo, de cualquier nación que fuese, que voluntariamente tomase las armas, sería admitido y considerado como patriota; y por último que todo esclavo que tomare las armas, sería libre por este sólo hecho, como lo serán todos los que por impedimento físico no pudiesen hacerlo. ¡Lares precedió a Guáimaro en la obra santa de redimir al hombre de la explotación corporal por otro hombre! (32)
Con la tea en la mano
Un mosaico diseñado por Rafael Tufiño que se encuentra en la esquina sureste de la rotonda del capitolio de San Juan ilustra claramente la estructura de recordación del «abolicionismo mágico» que promulgó el reformismo criollo. En el primer plano figura lo que Mario Cancel Sepúlveda ha descrito como el acuerdo «ingeniado» por la tradición historiográfica entre separatistas radicales (Ramón E. Betances y Segundo Ruiz Belvis) y liberales pro-españoles (José Julián Acosta, Baldorioty de Castro, Francisco Mariano Quiñones, Julio L. Vizcarrondo) para lograr la abolición. (Cancel ha empezado a investigar cómo Betances mismo intentó desmentir este mito del «acuerdo» en su correspondencia con Figueroa.) Excepto por Betances, este elenco incluye a publicistas, comisionados y diputados que, entre 1865 y 1873, gestionaron en la península propuestas conducentes a la abolición bajo el marco constitucional que culminaría durante la hegemonía liberal y republicana del periodo septembrino. Vizcarrondo funda la Sociedad Abolicionista de Madrid en 1865. Ruiz Belvis, Acosta y Quiñones participan en la Junta de Información de 1866 donde desatan el escándalo general al solicitar la abolición inmediata, «con indemnización o sin ella». Baldorioty de Castro sirve como diputado en las cortes que aprueban la Ley Moret o de vientres libres de 1870.
En el centro de la composición, Ruiz Belvis alza su puño izquierdo en un gesto de victoria. Con la mano derecha, señala un punto en el proyecto de abolición que le tocó redactar en 1866 como si este fuera el mapa de un territorio conquistado. Ruiz Belvis, sin embargo, no vivió para ver el éxito de su gestión el 22 de marzo de 1873. Murió en Valparaíso bajo circunstancias sospechosas en 1867, al huir del país tras ser acusado por sedición y laborismo separatista. Se alega que había viajado allí en busca de apoyo para la insurrección que Betances vislumbraba. Se trata, pues, de una fantasía espectral, de una ficción reformista. El espíritu del difunto Ruiz Belvis retorna transformado en un hábil abogado colonial– ataviado con chaqueta negra, como si se hubiera escapado de su propio entierro– que logra la justicia racial deponiendo ante potentados del imperio sin tener que conspirar (o morir) como revolucionario en el exilio. Ruiz Belvis apunta hacia una ley constituida en la metrópoli, afuera del territorio en cuestión, y con este gesto rompe, como si en un arte de magia empuñara la varita de un prestidigitador, las cadenas de los esclavos suplicantes al fondo. Liberado al fin, el esclavo del centro extiende sus brazos hacia el cielo. En un arrobo de gratitud, asume el rostro del liberto agradecido que entona hosannas a España y a los nuevos patronos (los amos de enantes, aquellos que accedieron a su liberación para convertirlo en un prestísimo asalariado rural). Es la viva imagen de la feliz disposición que, según un cronista del periódico ponceño El Derecho, Baldorioty de Castro prescribe al dirigirse a la recién liberada dotación de esclavos del hacendado Míster Lee durante las celebraciones de la abolición en Ponce en abril del 1873. Así lo narra el cronista:»El señor de Castro exhortó a los libertos, haciéndoles entender en lenguaje sencillo y conmovedor, que la libertad la debían a la justicia de la Nación española y que esa libertad les imponía la sagrada obligación del trabajo. ‘¡Viva el trabajo!’ gritaron ellos.»
El Sotero Figueroa que escribe el Ensayo biográfico y La verdad de la historia ya no ve la abolición en Puerto Rico y Cuba como la culminación de un proceso de ampliación de derechos constitucionales a los territorios de ultramar legislado por políticos reformistas. Aquello había sido un simulacro, un espejismo conveniente para la perpetuación del imperio y la continuación de la servidumbre del territorio y sus habitantes por otras vías. Para el autor de La verdad de la historia, la verdadera abolición en Puerto Rico se había logrado antes, en septiembre de 1868, cuando, a través de la acción revolucionaria de Lares, y tal como en Cuba y en Haití, los esclavos mismos buscaron conquistar su liberación participando en una insurrección armada contra el sistema de plantación y el aparato colonial. Este Sotero prefiere visualizar un machete rebelde en las manos del negro agradecido y, en vez de alabanzas a la Madre Patria, escuchar de sus labios los gritos de «¡Abajo los amos!» y «¡Que muera España!»
*Agradezco la invitación y presentación del profesor José Anazagasty, director del CISA y los brillantes comentarios del historiador y amigo Mario Cancel Sepúlveda (publicados en 80grados, edición del 5 de marzo). Van mis gracias al resto de los colegas que me han animado a adelantar mis pesquisas sobre Figueroa en otros eventos: a Eduardo Lalo, Alan West-Durán, Mabel Cuesta, Daylet Domínguez, Víctor Goldgel y Humberto García-Muñiz y a los referidos en la bibliografía.
*Versión revisada de «San Juan/Ponce/Nueva York/La Habana: Trayectorias de Sotero Figueroa», conferencia dictada por vía virtual por invitación del Centro de Investigación Social Aplicada de la Universidad de Puerto Rico, recinto de Mayagüez, el 4 de febrero del 2021.
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